Una anécdota digna de la difunta revista Duda, publicación mexicana especializada en el misterio y la parapsicología, que tenía especial predilección por los Objetos Voladores No Identificados. Esa fascinación la compartimos muchos. Nuestro compatriota Guillermo del Toro ha confesado la enorme importancia que tuvo en su formación como explorador del horror y lo fantástico. En la misma línea vivió el periodista estadounidense John Keel (1930-2009), hombre que se consagró a investigar fenómenos extraños, inexplicables. Entre ellos se encontraban los avistamientos que realizó entre 1966 y 1967 en el pueblo de Point Pleasant, Virginia del Oeste. Las apariciones de un misterioso Hombre Polilla (Mothman) culminaron con el colapso del Puente Silver Bridge el 15 de diciembre de 1967, donde fallecieron 46 personas que lo recorrían en sus autos. Los cadáveres de dos de ellas nunca fueron localizados. Aunque investigaciones gubernamentales revelaron posteriormente que la desgracia se debió a una falla estructural y a falta de mantenimiento, la sombra de la investigación de Keel pervive, plasmado todo en el libro Las Profecías del Hombre Polilla (The Mothman Prophecies, Panther books, 1975). Esta curiosa mezcla de teorías vinculan al funesto ser –visto en la época por muchas personas de la localidad- con conspiraciones extraterrestres y presagios terribles. Acaso lo que le resta credibilidad es que los lugareños, como hicieron los pobladores de las Tierras Altas de Escocia, lo adoptaron como una atracción turística, de forma semejante al muy afamado Monstruo de Loch Ness. En el caso del Hombre Polilla, hay una celebración anual lo recuerda, estatua y Museo y Centro de Investigaciones (The Mothman Museum and Research Center) incluidos. Las paranoias de Keel son la base de El mensajero de la oscuridad (The Mothman Prophecies, Mark Pellington, 2002), cinta poco valorada con Richard Gere como John Klein (símil de Keel) un columnista que, junto con su esposa Mary (Debra Messing), se encuentra de frente con algo que no pueden explicar.
Pensé en el Hombre Polilla, quizá como una anunciación que me invitó a escribir esto, anoche que una versión mínima de estos insectos del orden Lepidoptera se posó en mi hombro. Muchas personas sienten un temor primitivo por estas criaturas y generalmente las asocian a terribles acontecimientos. Desde la antigüedad están asociadas a lo perverso por su naturaleza nocturna. Bram Stoker nos dijo que se encontraban entre las criaturas de la noche que el Conde Drácula dominaba.
También la nueva encarnación cinematográfica de Godzilla (Gareth Edwards, 2014) te obliga a recordarlas, sobre todo por esa pesera en el hogar abandonado de la familia Brody. Porque por más que quieran, ninguno de los contrincantes del lagarto gigante era Mohtra, quizá el segundo kaiju más popular, presentado en la película homónima de Ishirō Honda de 1961.
Alguna vez escuché decir a una señora, atemorizada, que las polillas provienen de los panteones, de los muertos. Y se persignó. Si así fuera, lugar más pacífico de procedencia no puede existir.
martes, 27 de mayo de 2014
miércoles, 21 de mayo de 2014
Perder el rumbo
Existe algo que se llama libertad creativa, aunque adaptes
material de otro medio. Eso lo entiendo, defiendo y respeto. Lo que funciona
bien en la página impresa no necesariamente lo hace en la imagen en movimiento. Hay que considerar que
hay situaciones o actitudes que son imposibles de sostener en épocas diferentes
a la de su planteamiento original. Por ejemplo, cuando Arthur Conan Doyle, a finales del siglo XIX, proponía un nuevo
misterio a su Sherlock Holmes, éste decía “es un problema de tres pipas”. Y
lo hacía porque fumar era algo socialmente aceptado, políticamente correcto.
Más de un siglo después su gran renovador televisivo, Steven Moffat, cambia el discurso del detective y lo trae con
efectividad a la era de respeto al no fumador: “es un problema de tres parches
(de nicotina). En la muy cuestionada adaptación de las aventuras de John
Constantine (Constantine, Francis Lawrence, 2005), el investigador paranormal creado por Alan Moore contrae cáncer. No por eso
modifica sus hábitos de diletante tabacalero. Al final, luego de atesorar la
segunda oportunidad que recibió, pensamos que va a celebrar con un cigarro. En
su lugar, masca un chicle de nicotina. Pero la esencia está ahí. Fumar forma
parte de su naturaleza.
Licencias como éstas son comprensibles y
necesarias. Pero hay otras que contravienen completamente lo planteado por un
autor, que lejos de aportar algo, lo traicionan. En su momento vencí mi
escepticismo y di una oportunidad a Elementary,
la teleserie estadounidense de Robert Doherty que lucraba con la popularidad de
Sherlock y la obra de Conan Doyle.
Cuando escuché al protagonista Jonny Lee Miller decir “a veces odio tener
razón”, la propuesta me perdió por completo. Sherlock Holmes nunca diría eso. La razón es su motivo de existir.
Es su mayor orgullo. Se regodea mostrando a los demás sus errores.
Un canon
es una regla inviolable, inamovible, que debe respetarse por sobre todas las
cosas. Eso es algo que están perdiendo de vista muchas de las series de
nuestros días. Comencemos por Bates Motel, desarrollada por Carlton
Cuse, Kerry Ehrin y Anthony Cipriano a partir de la inolvidable novela Psicosis
de Robert Bloch y de la joya
dirigida por Alfred Hitchcock La
premisa del programa es el inicio de la relación enfermiza entre el joven Norman
Bates (Freddie Highmore) y
su madre Norma (Vera Farmiga).
Por eso las innumerables historias secundarias (una red de tráfico de personas anunciada
a través de un manga oculto, el medio
hermano incómodo, homicidios, el cultivo masivo de mariguana, el comisario
corrupto) distraen del objetivo principal, que es el nacimiento de un asesino
en serie. ¿Cuáles son las posibilidades de que un rayo caiga varias veces en el
mismo lugar? Los mejores momentos de Bates
Motel, en mi humilde opinión, son los que se acercan más a lo ya descrito
por Bloch.
Algo similar ocurre con Hannibal,
la serie creada por Brian Fuller
inspirada en las novelas de Thomas
Harris. Siempre le reconoceré incontables méritos, comenzando por su
protagonista Mads Mikkelsen, a quien
el más célebre caníbal de la ficción le viene como un traje a la medida. Pero a
mis ojos el programa se ha estancado, instalándose en una fórmula efectista que
podríamos definir como “el asesino de la semana” y situaciones que rayan en lo
absurdo –convirtieron a Jack Crawford (Laurence Fishbourne) en el jefe más crédulo e incompetente-. Pero
ahora, lo inofensivo. Cambiaron el género del prestigiado psiquiatra Alan
Bloom y del poco escrupuloso periodista Freddie Lounds y los
hicieron mujeres. La primera se llama Alana
Blooom y es el interés amoroso de Will Graham (Hugh Dancy). La segunda, Fredricka
“Freddie” Lounds, es tan odiosa como su par literario y es un claro símil
del bloguero Perez Hilton de la nota
roja. Insisto, eso me parece válido.
En el que imagino como un esfuerzo por
recuperar el camino, los productores decidieron incluir a los torcidos hermanos
Verger,
figuras importantes de la tercera novela de la serie, Hannibal (1999). A
diferencia de lo establecido por Harris, Margot Verger es interpretada por la
bella actriz canadiense Katherine
Isabelle, cuya sensual apariencia se aleja completamente de lo planteado
por el escritor: “Vista de cerca, era evidente que se trataba de una mujer.
Margot Verger le tendió la mano con el brazo rígido desde el hombro. Estaba
claro que practicaba el culturismo. Bajo el cuello nervudo, los hombros y los
brazos macizos tensaban el tejido de su polo de tenis. Los ojos tenían un
brillo seco y parecían irritados, como si padecieran escasez de lágrimas.
Llevaba pantalones de montar de sarga y botas sin espuelas […] Los enormes
muslos de Margot Verger hacían sisear la sarga de sus pantalones mientras subía
la escalera. Su pelo trigueño era lo bastante ralo como para que Starling se
preguntara si tomaría esteroides y tendría que sujetarse el clítoris con cinta
adhesiva”. Como ven, es más semejante a la entrenadora Shannon Beiste (Dot-Marie Jones)
del programa musical Glee.
Una historia que toma como centro lo ya
planteado en importantes obras (literarias y fílmicas) debe ceñirse
estrictamente a los eventos que conocemos. Si no quieres hacerlo, es tu
potestad como creador, pero entonces escribe algo completamente nuevo. O debes
advertir que tu historia es una adaptación libre. No mates en una precuela a personajes cruciales en el
futuro, porque eso creará inconsistencias imposibles de resolver. El sabio Emmet
L. Brown (Christopher Lloyd)
las llamaba “paradojas en el espacio-tiempo” sobre las que Homero Simpson, aún más
sabio, temía. “Si Marge se casa con él, yo no voy a nacer”.
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lunes, 19 de mayo de 2014
Qué verde era mi monstruo
Las últimas semanas que he platicado con
distinguidos amigos, cinéfilos irredentos, sobre las expectativas que les
causaba el regreso de Godzilla a la pantalla grande, confirmé
algo que presentía: la emoción que siento es un asunto generacional. Mis
interlocutores –el más viejo de ellos no rebasa los 30 años de edad- no
conocieron como yo al coloso verde, que me deslumbraba en aquellas sesiones
televisivas matinales de mi infancia. No son tan cercanos a él. No lo vieron en
esas matinés de películas de los nipones Estudios
Toho, ni en la emblemática cinta de 1954 de Ishirō Honda. La referencia más inmediata para ellos es la versión
estadounidense que Roland Emmerich
dirigió en 1998. Y a pesar que a la distancia puedo reconocerle algunos méritos,
el resultado no fue el más afortunado. Fue incapaz de acarrearle nuevos y
devotos aficionados al monstruo. En mi caso concreto, me pregunto si ese
encanto era producido por tratarse de una época más sencilla e ingenua, donde
la magia se conseguía gracias a un hombre disfrazado en un incómodo traje de
látex, avanzando con dificultad y destruyendo los edificios de una burda ciudad
en miniatura. Y aunque ahora me encuentro con la versión más realista de ese
cuadro, con una impresionante puesta en escena, con los más notables avances
técnicos del séptimo arte, por alguna razón no logro trasladarme a mi tierna niñez.
¿Es una forma de resistencia a lo nuevo? ¿O simplemente Godzilla funciona mejor en el esquema en que lo conocí?
Este es quizá el principal obstáculo de
este nuevo esfuerzo, dirigido por el británico Gareth Edwards, responsable de Monstruos, zona infectada (2010),
antecedente que lo califica para la labor. Más que una estricta reelaboración –remake-,
el Godzilla de 2014 es el intento de
reiniciar una popular franquicia y presentarla a las nuevas audiencias, las de
la era del Internet y los teléfonos inteligentes. El guión de Max Borenstein –en el que realmente
intervinieron más manos- fue escrito bajo la mirada vigilante de los estudios Toho.
Remonta los orígenes del monstruo a las pruebas nucleares tan populares en los
años cincuenta, reforzando la gran metáfora de éste como una fuerza imparable
de la naturaleza y cimentándolo como un hijo distinguido de la Era del Átomo. La
historia tiene el tino de comenzar en Japón, donde Joe Brody (Bryan Cranston) es supervisor de la
planta de energía nuclear de Janjira, cerca de Tokio. Ahí ocurre el primer
aviso de una serie de eventos desafortunados. 15 años después, el vástago de Brody (Aaron Taylor-Johnson) es un soldado del Ejército de Estados Unidos,
especialista en el manejo de artefactos peligrosos, y se involucra contra su
voluntad en el combate a una amenaza que pone en peligro no sólo a su bella
esposa Elle (Elizabeth Olsen) y a su hijito Sam (Carson Bolde), sino a la
civilización como la conocemos. Pronto la Policía del Mundo, la benévola
milicia gringa, advierte que se trata de un MUTO (Organismo Terrestre
Masivo No Identificado, por sus siglas en inglés), y toma todas las medidas
para contenerlo. Aunque como, frente a un desastre natural, poco tienen que
hacer.
La película, con una poderosa partitura
de Alexandre Desplat y una sobria fotografía
de Seamus McGarvey –que en muchos
momentos recuerda a Pacific Rim (Guillermo
del Toro, 2013)-, no prescinde de guiños al conocedor, desde esa etiqueta
en el contenedor en el hogar abandonado de los Brody o el sensacional seguimiento de los medios de comunicación
televisivos. Lo curioso es que, como ahí se concluye, la película no retrata al
Godzilla de su primera época, al que
gustaba destruir todo a su paso. Lo revela más bien como un salvador encargado
de restituir el balance –aunque no es otra cosa que un macho alfa-. Como un
héroe. Lo hace políticamente correcto para soportar en sus hombros el peso de
futuras secuelas.
Sobre el aspecto de Godzilla no polemizaré –es cierto que su estatura, complexión y
estridencia han cambiado en sus sesenta años de vida-. Simplemente diré que se encuentra
perfectamente a la altura de mis recuerdos. Su rugido, majestuoso e imponente,
evoca sin el menor reproche esos tiempos asombrosos de los que hablaba. Verlo
escupir su halo radioactivo –su “aliento atómico”- a sus enemigos, luego de que
sus vértebras se iluminen de azul, es espectacular. Demuestra que hay lagarto
gigante para rato.
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