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martes, 5 de noviembre de 2013

En los martes consagrados al horror

Algunos rituales son importantes. De eso saben muy bien nuestros vecinos del país norte, que han convertido en una verdadera tradición el Monday nigth football, una reunión obligada frente al televisor donde los espectadores se emocionan con las contiendas entre sus equipos favoritos, devoran botanas de todo tipo y mucha (mucha) cerveza.
En el México de mi infancia eso se trasladaba a los domingos, donde observar las hazañas futboleras de mi tío consumía el día y luego las tardes entre los programas de la televisora privada y estatal de la era. Eso afirmó mi desprecio por el que muchos llaman el juego del hombre (hoy es más un espectáculo que un deporte) y afianzó mi amor por el horror.

Los últimos años he visto con satisfacción que la televisión por cable transmite al menos dos programas (The walking dead y American horror story) relacionados con el género en horario estelar. Y mejor, hace alarde de esto. Así que me pregunto, ¿no podemos institucionalizar un Tuesday night horror? Quien me conoce sabe que detesto el abuso de los anglicismos, pero en este caso es necesario para emular el sentido de la idea que desprende la iniciativa.

viernes, 23 de diciembre de 2011

Otro cuento de navidad

La noche del pavo
Roberto Coria

Para Ofelia esa no era la feliz navidad que había imaginado. Los pleitos con sus tíos, sus cuñadas insoportables y la agitada vida social de sus amigos la obligaron a pasar la fiesta en casa, en compañía de su familia. “No siempre se tiene lo que se quiere”, pensó. Aun así decidió lucirse en la cocina. Había preparado dos tipos de ensalada, una deliciosa pasta, tres guarniciones diferentes y dos postres bajos en calorías (debía guardar la línea). En el lugar de honor de la mesa destacaba un gigantesco pavo que le tomó toda la mañana preparar. Ahora estaba recién salido del horno, mientras José (su esposo) luchaba con el corcho de la costosa botella de vino espumoso. El pequeño Pepe había dejado (a regañadientes) el sangriento videojuego y su hermana Yaris (según el acta de nacimiento se llamaba Yolanda) se despidió de sus amigas en Twitter para responder el llamado a cenar de su madre. Aún no era medianoche pero todos estaban hambrientos y querían terminar con el ritual para irse a sus habitaciones. Ofelia usó su mejor vajilla y los cubiertos de plata que le regaló su madre el día que se casó pues la ocasión lo ameritaba. Deliciosos olores saturaban el ambiente. En la sala el fuego de la chimenea y las luces del enorme cadáver de árbol (Ofelia odiaba el artificio, a pesar de sus incontables cirugías plásticas) recreaban una escena digna de una revista de decoración, de esas que compraba ansiosamente cada mes. El patriarca de la familia dio gracias al Creador (sin sentir auténtica gratitud) por el banquete y, ante el fastidio de sus hijos y la mirada complaciente de su mujer, tomó el trinche y el cuchillo eléctrico para irse directo a la pechuga de la gran ave. Todos tardaron en procesar lo que sucedió después. El pavo comenzó a temblar y súbitamente se irguió. Como lo leen. Se levantó y antes que el hombre reaccionara, le arrebató el cuchillo eléctrico y rebanó su garganta. Un chorro carmesí brotó de su yugular y salpicó a todos los presentes antes que, en medio de estertores, el padre se desplomara sobre la mesa (ensuciando el lujoso mantel). Las mujeres gritaron, horrorizadas, y huyeron hacia la cocina donde se escondieron en la alacena (que superaba en tamaño al departamento de muchas familias). Sólo el pequeño Pepe (temerario como era) se enfrentó al victimario de su padre. Cuando trató de tomar el trinche para defenderse, el pavo le hizo un gran corte en la muñeca. El niño retrocedió, al mismo tiempo que el alado saltó de la mesa. Pepe trató de parar la hemorragia con una servilleta (“al diablo lo que diga mamá”, pensó) y escrutó la habitación con la mirada, en busca de su adversario. Este surgió por debajo del mantel, hizo un corte veloz en las pantorrillas del niño, y una vez que lo derribó se lanzó con el cuchillo a su cara. En el interior de la alacena, cubiertas de sangre, desconcertadas e impotentes, Ofelia y Yaris escuchaban la masacre. Luego de un rato de silencio, Ofelia se armó de valor y, en contra de las súplicas de la joven, decidió salir a buscar ayuda. Abrió lentamente la puerta. Nada surgió a su paso (como pensaba sucedería). Por un instante pensó que todo era obra de su imaginación hasta que vio tumbado sobre la mesa al que alguna vez fue su marido y a Pepito en el suelo, en un gran charco rojo. Ahogó un grito y, sigilosamente, se dirigió a la sala para tomar el teléfono y llamar a la policía. La línea estaba muerta, justo como ella unos momentos después. De atrás del sillón, el pavo rodeó su cuello con el cable de las luces navideñas y apretó hasta que no pudo entrar más oxígeno en sus pulmones. El cuerpo inerte de la mujer se desplomó al lado del árbol que vistió con tanto esmero. En la alacena, Yaris escuchó horrorizada los últimos instantes de vida de su madre. Su cerebro no podía creer lo que estaba sucediendo. Lloró y lloró sin saber qué hacer. No supo cuánto tiempo permaneció en su escondite. Ruidos lejanos interrumpieron sus pensamientos (porque contrario a la percepción de sus padres y compañeros, sí pensaba). Aguzó el oído y distinguió gritos lejanos, genuinas muestras de miedo semejantes a las que vivió momentos atrás. También otros más fuertes que provenían de la misma cocina. Tuvo un instante de claridad y resolvió lo que debía hacer. En la semioscuridad encontró el objeto que posiblemente salvaría su vida. Salió aferrada a él, en silencio, al encuentro con su destino. Cuando sus ojos se acostumbraron a la iluminación, sintió cómo los vellos de su nuca se erizaban. El bote de basura estaba volcado y su contenido desparramado en la habitación. La puerta del refrigerador estaba entrecerrada y muchos envases y charolas yacían en el suelo. Sobre la mesa estaba el pavo. Pero lucía diferente. Sus patas no correspondían con su cuerpo (eran las de un pollo que su madre había comprado esa mañana en una tienda orgánica) y estaba concentrado en unir su cabeza a su cuerpo con la aguja y cáñamo de algodón (como hizo con sus extremidades inferiores) que usó su verdugo para amarrar sus piernas mutiladas e introducir relleno de carne y vegetales en su vientre. La chica contempló la maniobra del ave, casi hipnotizada. Ésta concluyó su improvisada cirugía y cobró conciencia que alguien lo observaba. Se volvió hacia Yaris y clavó en ella sus diminutos ojos. Se le arrojó de inmediato, salvajemente. La chica no dudó en arrojarle el polvo que contenía el frasco. El pavo retrocedió, en medio de convulsiones. Tosió (o al menos Yaris pensó que tosió) y comenzó a emitir escandalosos cloquidos de dolor. Segundos después la carne comenzó a ablandarse (como decía la etiqueta del frasco) y desprenderse de su cuerpo. Finalmente cayó inerte, ahora sí definitivamente.

Los medios dieron una gran cobertura a lo que sucedió esa navidad, pero ninguno acertó en la causa que hizo que los pavos volvieran a la vida y atacaran a sus consumidores. Algunos hablaban de radiaciones, de conspiraciones militares, de satélites que cayeron a la tierra y de las profecías mayas. Lo que era correcto es que casi todos los incidentes fueron fatales. La abuela de Yaris, tan pronto escuchó la noticia, tomó el primer vuelo de regreso de sus vacaciones en Oaxaca. Corroboró la aversión de su madre por las costumbres gringas. “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”, le decía siempre. Cuando se reunió con su nieta la abrazó, tratando de compensarla por no estar a su lado durante el infierno que vivió. No había muchos motivos para celebrar el año nuevo, pero a pesar de ello decidió confortarla del modo que mejor sabía y aconsejaron las autoridades. Preparó un gran platón de romeritos.

lunes, 14 de febrero de 2011

Los impertinentes deben morir

[…] Los demás protagonistas, en cambio, no dan pie con bola, y hacen una serie de cosas que a nadie se le ocurriría hacer sabiendo que la película es de vampiros: caminar por el bosque a la media noche, entrar en los cementerios, andar jaloneando tumbas, meterse en un castillo medieval sin encender la luz, dormir con la ventana abierta, darle la espalda a unos cortinajes de brocado, colgar de la pared cuadros de difuntos dientones… Como tenía que ocurrir con tanto descuido, alguien aparece desangrado y con los dos típicos colmillazos en el pescuezo. –Vida de los vampiros, Jorge Ibargüengoitia.

Uno de los lugares más comunes de muchas películas de horror son los adolescentes impertinentes, quienes realizan todo tipo de acciones que pueden despertar la furia del monstruo en turno. Para ilustrar el punto, piensen en aquellos jovencitos que se metieron a protagonizar un reality show en la casa del psicópata Michael Myers en Halloween: la resurrección (Rick Rosenthal, 2002), los púberes de Camino hacia el terror (Rob Schmidt, 2003) o la pareja de Silencio en el lago (James Watkins, 2008). En todos los casos, y en muchos otros más, las consecuencias son nefastas. Y así tenía que ser. Sobre la secuela de Halloween que acabo de mencionar, un crítico –no recuerdo si fue Ernesto Diezmartínez o Rafael Aviña- dijo en su momento: “si la Chiva, el Pato y la Mapacha se metieran a mi casa, yo también les caigo a cuchilladas”.
El esquema fue presentado, con mejor fortuna, en 2000 maniacos (Herschell Gordon Lewis, 1964), La masacre de Texas (Tobe Hooper, 1974) o Las colinas tienen ojos (Wes Craven, 1977). Para ser justo, los cineastas anteriores no descubrieron el hilo negro. Ofrecer información sobre los peligros a los que está sometido un personaje –sin que éste lo sepa- es un recurso que podemos localizar en numerosos relatos de fantasmas del escritor victoriano Montague Rhode James. Es exitoso porque cuando el lector –el espectador en el caso del cine- tiene plena conciencia de estos peligros, logra involucrarse de mejor manera con el personaje y con la historia. Pero hay una diferencia abismal entre los personajes de James, todos hombres cultos y racionales, y los jovencitos de tantas películas contemporáneas. Todos los excesos son malos. Para confirmarlo vean Freddy contra Jason (Ronny Yu, 2005). Los intrépidos adolescentes suben a una camioneta a un inconsciente y monumental Jason Voorhees para llevarlo hasta Cristal Lake y a su inevitable confrontación con Freddy Krueger (porque sin el duelo, el título de la película no tendría sentido). Al final, sólo dos de ellos sobreviven. Y era de esperarse. ¿Quién, en su sano juicio, se atrevería a dar respiración boca a boca al gigante asesino? Como dicen las abuelas, el que busca, encuentra.
En muchas ocasiones, los jovencitos impertinentes son masacrados mientras celebran un acto sexual, a veces en el lugar más inoportuno, como aquella pareja que huye de unos terribles zombis pero hace una pausa para “conocerse” –como se decía en la antigüedad- sobre una lápida en Las noches eróticas de los muertos vivientes (Joe D´Amato, 1979). En la década de los ochenta –en plena administración de Ronald Reagan- los señores Krueger, Vorhees y Myers se convirtieron en guardianes de las buenas costumbres y la sexualidad responsable: el que fornica, muere. Wes Craven se mofó de esta convención en Scream (1996). Pero ese será un tema que trataré en otra ocasión.
Para finalizar una infamia más, muy a tono con el día de los enamorados. En el remake de Sangriento San Valentín (Patrick Lussier, 2009), la valerosa Sarah, después de sufrir un aparatoso accidente de tránsito, corre por su vida por un bosque desolado y se refugia en una casucha derruida y siniestra, que resulta ser la vivienda veraniega del asesino. Lo dije en otro momento: ¡coherencia, por favor!

miércoles, 31 de marzo de 2010

¡Muerte al conejo de Pascua!

Una lectura recomendable para celebrar las Pascuas es la selección de cuentos que el escritor Charles L. Grant compiló bajo al título de “Horror” (Martínez Roca, 1993). Una de sus joyas, autoría del crítico literario y novelista Alan Ryan, se titula ¡Muerte al conejito de Pascua! Y es que, en mi carácter de gran detractor de las festividades, nunca he sentido gran simpatía por el bonachón mamífero. Considerado hoy en día como el segundo personaje de fiestas estadounidenses más popular después de Santa Claus, el conejito tiene sus orígenes en antiguas tradiciones europeas, principalmente germánicas, y solía asociarse a la fertilidad –como muchos festejos paganos-. El cuento narra el encuentro entre un misterioso anciano y cuatro jóvenes profesores unidos por una consigna homicida. En su momento climático, el autor nos cuenta:
Allí estaba, avanzando hacia nosotros, su silueta oculta por los árboles un segundo, fugazmente visible a través de la espesa y remolineante bruma, luego oculta de nuevo. La niebla, la escasa luz y el miedo daban un aspecto enorme al fantasma, pensé. No podía ser tan enorme como parecía.
Era un conejo. Un descomunal conejo. Su largo pelaje era de un blanco brillante, velludo y blando. Cuando estuvo un poco más cerca vi sus largas y fofas orejas y creí distinguir incluso una pincelada de rosa en la parte interna. Sus patas delanteras eran cortas…, cortas comparadas con el tamaño del cuerpo pero enormes de todas formas, y al parecer las tenía pegadas al pecho. No iba dando saltos, como haría un conejo real al apoyarse en sus potentes patas traseras, sino caminando. Lo vi con claridad, caminaba resueltamente a lo largo de la senda. Imposible equivocarse. Caminaba erecto del modo más grotesco.
Lo contemplé, fascinado y horrorizado al mismo tiempo, mientras su tamaño iba aumentando y se materializaba poco a poco como si hubiera surgido, así lo parecía, de la niebla. Imposible negarlo. Estaba observando al Conejito de Pascua, y todo cuanto había dicho el anciano era cierto.
Era real e irreal al mismo tiempo, un ser que se movía en este mundo, el real, y sin embargo no pertenecía a este mundo. Un monstruo.
Había que matarlo.

Su desenlace, violento, sanguinario y pesimista, representa el triunfo de la razón sobre la fantasía. Nos recuerda que aún las figuras más inocentes, las surgidas en nuestra tierna infancia, son territorio del horror.

viernes, 25 de diciembre de 2009

Mi contribución a las fiestas

Lo publiqué anteriormente, pero helo aquí de nuevo.
¡Feliz navidad!

--
Querido Santa...
Roberto Coria

Muchos curiosos se congregaron frente a la casa de los Castañeda aquella noche. Había una gran movilización policiaca en torno al inmueble, con agentes entrando y saliendo de él frenéticamente. Los reporteros de los programas amarillistas permanecían a la expectativa, esperando cazar alguna información sobre el macabro suceso que había ocurrido en el lujoso vecindario. Dos helicópteros, uno de una televisora y otro de una estación radiofónica, sobrevolaban el lugar como modernos buitres rondando un cuerpo putrefacto.
Arribé al lugar en mi autopatrulla y descendí de él. Eché un rápido vistazo y me abrí paso con dificultad entre la multitud. Mostré mi identificación a un policía uniformado –detective Serrano- y crucé la cinta amarilla que advertía en grandes letras negras “Escena del crimen. No pasar”. Avancé por el jardín y observé a dos empleados del Servicio de Protección a Animales conduciendo afablemente a seis renos hacia una camioneta azul. Los animales lucían inconsolables, lo cual confirmaba el fatal acontecimiento. No podía creer que algo así pudiera suceder jamás. Comprendí por qué el Jefe me había arrancado del festejo familiar en plena madrugada y comisionado la resolución del caso. Este era sin duda el caso más singular que atendería en toda mi carrera. Saludé a otro uniformado y penetré por fin en la casa.
Desde el pasillo observé el comedor y me percaté que sobre la mesa descansaban los restos de un enorme pavo, flanqueados por elegantes cacerolas de plata. Giré y a mi derecha distinguí el amplio salón donde se concentraba toda la actividad policial. Crucé el umbral y esquivé a un fotógrafo que se colocaba a ras de piso captar con su cámara un casquillo de bala rodeado por un círculo trazado con gis. Concentré entonces mi atención en el cuerpo inerte que descansaba en el suelo, en decúbito dorsal, al lado de un frondoso árbol de navidad derribado. Era el cadáver de un individuo rechoncho y de gran tamaño. Vestía un traje de paño color rojo con blanco, un cinturón con una enorme hebilla dorada y unas lustrosas botas negras. Poseía una espesa barba plateada. Tenía tres orificios de bala en su cabeza, de cuyas salidas manaba un oscuro chorro de sangre que había formado ya un lago de considerable tamaño y escurría hacia el hogar de la chimenea. A escasos centímetros reposaban en el suelo dos casquillos más, justo al lado de un gran saco de regalos. Muchos niños pasarán una navidad muy triste. En la pared había salpicaduras violentas de sangre, pelos grises y fragmentos de cerebro manchando el fino papel tapiz. Me dirigí al Técnico en Criminalística e intercambiamos comentarios. El experto me informó que la temperatura del cadáver era inferior a la corporal y que habían comenzado a formarse livideces. No tenía más de tres horas de haber sido asesinado. Un especialista en Química recogía muestras del fluido hemático, tanto del suelo como de la pared, mientras un Perito en Planimetría dibujaba un detallado diagrama del la escena del crimen. Dos empleados, con una camilla, esperaban indicaciones para trasladar el cuerpo hasta el anfiteatro de la demarcación para proseguir con su estudio.Esto parecía ser todo; había visto el lugar de los hechos.Ahora era el turno de interrogar al probable responsable del delito.

***
Todos salieron por fin del reducido salón de muros grises.Comenzaba a sentirme exasperado por las preguntas agresivas de los detectives y por el llanto afligido de mi mamá, quien se recriminaba por haberme dejado solo después de la cena para ir a dar el abrazo navideño a los tíos de mi papá. Sé que una vez superado todo lo ocurrido mi padre me propinará una buena tunda, pero eso no me importa. En unas cuantas horas estaré libre; los abogados de papá están haciendo todo tipo de gestiones en mi favor en este preciso momento. Para mi buena suerte papá es un hombre acaudalado. Tengo todos los ases bajo la manga. ¿Seguramente se preguntan por qué lo hice, no es así? ¿Alguna vez han despertado la mañana de navidad, ilusionados, con el corazón palpitante de alegría, y bajado las escaleras a toda prisa en busca de los soldados y artefactos bélicos que habían solicitado en su cartita, solo para descubrir un estúpido juego de memoria, una enciclopedia para la computadora o un suéter estampado con muñequitos de Plaza Sésamo? ¿O han regresado a clases y visto en el recreo a sus compañeros de la escuela jugar con sus juguetes favoritos –que sí les había traído el Gordo- mientras ustedes solo se limitaban a ver?No puedo explicarme el porqué Santa no complacía mis peticiones. Sé bien que no soy el mejor ejemplo de buena conducta, y que alguna vez un psicólogo aseguró que soy agresivo y antisocial, pero tengo calificaciones muy por encima del resto de los niños de mi grupo.La gota que colmó el vaso se derramó el año anterior, cuando por fin encontré bajo el árbol el video juego que tanto anhelaba. Mi felicidad no duró mucho, pues veinticuatro días después el aparato desapareció misteriosamente. Mis papás me dijeron que Santa se lo había llevado de regreso porque había golpeado a dos niños en mi escuela.Mi resentimiento se acumuló los siguientes 341 días.Ahora estoy aquí, encerrado en una sala de interrogatorio de la Delegación de policía, mientras afuera los adultos deciden mi suerte. Pero yo, Aldo, a mis escasos 10 años de edad, soy más listo que todos ellos. Jamás encontrarán la flamante pistola Pietro Beretta 9 mm. que sustraje del estudio de mi papá. La compró clandestinamente y las autoridades nunca podrán rastrearla. Después de utilizarla la escondí meticulosamente en el jardín, bajo la casa de mi perro Kaiser, y nadie se aproximará ahí sin correr el riesgo de que mi fiel pastor alemán le devore un brazo. Es el perfecto escondite hasta que vuelva a necesitarla. Sé también, con toda seguridad, que las pruebas de Harrison y Walker que me practicaron, que se usan para buscar residuos de pólvora en manos y ropa, serán negativas. Usé los guantes con que Jacinta limpia la estufa y me cambié convenientemente de pijama después de disparar en tres ocasiones a la cabeza de Santa. Es sorprendente lo que se puede aprender si uno ve programas de televisión como “La Ley y el Orden” o “Detectives médicos”.
Aún puedo ver el rostro sorprendido del Gordo, quien había bajado dificultosamente por la chimenea y se disponía a tomar la cartita que le dejé bajo el árbol, cuando salté de detrás del sillón con el arma en las manos y abrí fuego.Solo es cuestión de esperar. No tienen suficientes pruebas en mi contra, y la ley dice que si no hay pruebas contundentes contra ti ¡eres libre! Las leyes son maravillosas. Tal vez decida estudiar Derecho Penal, pero para eso faltan ocho o nueve años. Debo concentrarme en asuntos más importantes e inmediatos.Tengo que escribir otra cartita.
Solo faltan once días para ajustar viejas cuentas con Melchor, Gaspar y Baltazar.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Ya viene la navidad.

Ahora que escribo sobre fantasmas, evité deliberadamente hablar de Charles Dickens (1812-1870) por dos razones. Primero, la inminente navidad. Después por la enésima adaptación cinematográfica de su obra, Los fantasmas de Scrooge (Robert Zemeckis, 2009), festín de animación por computadora diseñado para llevar a las grandes multitudes a los cines durante las fiestas. El relato que nos ocupa es uno de los primeros que tengo memoria de haber leído y, por tanto, uno de mis más entrañables.
“¡Mil bendiciones reciba su corazón bondadoso, Charles Dickens! Puede considerarse dichoso, pues su libro Canción de Navidad ha hecho más bien, ha alentado más buenos sentimientos y ha hecho nacer más actos positivos de caridad que los que pueden atribuirse a todos los púlpitos y confesionarios en esta Navidad de 1842”. Esto expresó la Cámara de los Comunes de Inglaterra al celebrado autor, y no sólo reflejaba la opinión de la nobleza y los intelectuales, sino la de cientos de lectores que admiraron este relato lleno de ternura, cuya fama se extendió eventualmente por todo el mundo.
A Christmas Carol, a ghost story for Christmas” apareció por vez primera el invierno de 1842, en una hermosa edición de Chapman & Hall con ilustraciones de John Leech, amigo íntimo de Dickens, y de inmediato estrujó el corazón de los lectores. También se convirtió en un éxito.
Era ya una tradición que las familias inglesas se sentaran frente a la chimenea la noche de navidad y leyeran relatos de fantasmas, como una forma de entretenimiento alterno al colorido y candor de las festividades.
La historia es conocida por todos. La ha protagonizado incluso Rico McPato y los Muppets de Jim Henson. Ebenezer Scrooge, anciano comerciante, mezquino, codicioso, disgustado con la vida, es visitado por el fantasma de su antiguo socio Jacob Marley. El espectro le advierte sobre “las pesadas cadenas que arrastra” y le anuncia la visita de tres apariciones más que buscarán redimirle: los fantasmas de las navidades pasada, presente y futura. En compañía de los espíritus, Scrooge rememora varios momentos de su vida y observa la miseria humana que vive y disemina entre sus semejantes, así como sus nefastas consecuencias. Al despertar, Scrooge comprende el verdadero significado de la navidad y se convierte en un hombre bondadoso y ejemplar: dona dinero para los desposeídos, se reconcilia con su sobrino Fred, convierte en su socio a su oprimido empleado Bob Crachit y ayuda para que su pequeño hijo Tim recupere la salud.
“Canción de Navidad” es, en la superficie, un relato de fantasmas. Dickens nos lo advierte en sus primeros párrafos:
La mención del entierro de Marley me hace retroceder al punto de partida. Es indudable que Marley había muerto. Esto debe ser perfectamente comprendido; si no, nada admirable se puede ver en la historia que voy a referir. Si no estuviéramos plenamente convencidos de que el padre de Hamlet murió antes de empezar la representación teatral, no habría en su paseo durante la noche, en medio del vendaval, por las murallas de su ciudad, nada más notable que lo que habría en ver a otro cualquier caballero de mediana edad temerariamente lanzado, después de obscurecer, en un recinto expuesto a los vientos -el cementerio de San Pablo, por ejemplo-, sencillamente para deslumbrar el débil espíritu de su hijo.
El aspecto del fantasma de Jacob Marley –que sin duda tiene en cuenta el caso del Fantasma de Atenodoro- se anticipa a los mejores ejemplos de su tipo:
El mismo rostro, el mismo. Marley con su cigarro, su chaleco de siempre, sus calzones y sus botas; tiesas las borlas de éstas, como su cigarro, como los faldones de su levita, como sus cabellos. La cadena que arrastraba la llevaba sujeta a la cintura. Era larga y se retorcía en torno suyo como una cola, y estaba formada por cajas de caudales, candados, libros mayores, escrituras y pesadas bolsas de acero. Su cuerpo era transparente, de modo que Scrooge podía ver, a través del chaleco, los dos botones de atrás de la levita.
Pero no podemos obviar la intención de su autor: invitar al hombre victoriano, ciego por el mundo material, a recuperar su humanidad y hacer de su vida, como dijo el poeta, una aventura formidable.

jueves, 30 de julio de 2009

Un lindo cuento

Querido Santa...
Roberto Coria

Muchos curiosos se congregaron frente a la casa de los Castañeda aquella noche. Había una gran movilización policiaca en torno al inmueble, con agentes entrando y saliendo de él frenéticamente. Los reporteros de los programas amarillistas permanecían a la expectativa, esperando cazar alguna información sobre el macabro suceso que había ocurrido en el lujoso vecindario. Dos helicópteros, uno de una televisora y otro de una estación radiofónica, sobrevolaban el lugar como modernos buitres rondando un cuerpo putrefacto.
Arribé al lugar en mi autopatrulla y descendí de él. Eché un rápido vistazo y me abrí paso con dificultad entre la multitud. Mostré mi identificación a un policía uniformado –detective Serrano- y crucé la cinta amarilla que advertía en grandes letras negras “Escena del crimen. No pasar”. Avancé por el jardín y observé a dos empleados del Servicio de Protección a Animales conduciendo afablemente a seis renos hacia una camioneta azul. Los animales lucían inconsolables, lo cual confirmaba el fatal acontecimiento. No podía creer que algo así pudiera suceder jamás. Comprendí por qué el Jefe me había arrancado del festejo familiar en plena madrugada y comisionado la resolución del caso. Este era sin duda el caso más singular que atendería en toda mi carrera. Saludé a otro uniformado y penetré por fin en la casa.
Desde el pasillo observé el comedor y me percaté que sobre la mesa descansaban los restos de un enorme pavo, flanqueados por elegantes cacerolas de plata. Giré y a mi derecha distinguí el amplio salón donde se concentraba toda la actividad policial. Crucé el umbral y esquivé a un fotógrafo que se colocaba a ras de piso captar con su cámara un casquillo de bala rodeado por un círculo trazado con gis. Concentré entonces mi atención en el cuerpo inerte que descansaba en el suelo, en decúbito dorsal, al lado de un frondoso árbol de navidad derribado. Era el cadáver de un individuo rechoncho y de gran tamaño. Vestía un traje de paño color rojo con blanco, un cinturón con una enorme hebilla dorada y unas lustrosas botas negras. Poseía una espesa barba plateada. Tenía tres orificios de bala en su cabeza, de cuyas salidas manaba un oscuro chorro de sangre que había formado ya un lago de considerable tamaño y escurría hacia el hogar de la chimenea. A escasos centímetros reposaban en el suelo dos casquillos más, justo al lado de un gran saco de regalos. Muchos niños pasarán una navidad muy triste. En la pared había salpicaduras violentas de sangre, pelos grises y fragmentos de cerebro manchando el fino papel tapiz. Me dirigí al Técnico en Criminalística e intercambiamos comentarios. El experto me informó que la temperatura del cadáver era inferior a la corporal y que habían comenzado a formarse livideces. No tenía más de tres horas de haber sido asesinado. Un especialista en Química recogía muestras del fluido hemático, tanto del suelo como de la pared, mientras un Perito en Planimetría dibujaba un detallado diagrama del la escena del crimen. Dos empleados, con una camilla, esperaban indicaciones para trasladar el cuerpo hasta el anfiteatro de la demarcación para proseguir con su estudio.
Esto parecía ser todo; había visto el lugar de los hechos.
Ahora era el turno de interrogar al probable responsable del delito.
***
Todos salieron por fin del reducido salón de muros grises.
Comenzaba a sentirme exasperado por las preguntas agresivas de los detectives y por el llanto afligido de mi mamá, quien se recriminaba por haberme dejado solo después de la cena para ir a dar el abrazo navideño a los tíos de mi papá. Sé que una vez superado todo lo ocurrido mi padre me propinará una buena tunda, pero eso no me importa. En unas cuantas horas estaré libre; los abogados de papá están haciendo todo tipo de gestiones en mi favor en este preciso momento. Para mi buena suerte papá es un hombre acaudalado. Tengo todos los ases bajo la manga. ¿Seguramente se preguntan por qué lo hice, no es así? ¿Alguna vez han despertado la mañana de navidad, ilusionados, con el corazón palpitante de alegría, y bajado las escaleras a toda prisa en busca de los soldados y artefactos bélicos que habían solicitado en su cartita, solo para descubrir un estúpido juego de memoria, una enciclopedia para la computadora o un suéter estampado con muñequitos de Plaza Sésamo? ¿O han regresado a clases y visto en el recreo a sus compañeros de la escuela jugar con sus juguetes favoritos –que sí les había traído el Gordo- mientras ustedes solo se limitaban a ver?
No puedo explicarme el porqué Santa no complacía mis peticiones. Sé bien que no soy el mejor ejemplo de buena conducta, y que alguna vez un psicólogo aseguró que soy agresivo y antisocial, pero tengo calificaciones muy por encima del resto de los niños de mi grupo.
La gota que colmó el vaso se derramó el año anterior, cuando por fin encontré bajo el árbol el video juego que tanto anhelaba. Mi felicidad no duró mucho, pues veinticuatro días después el aparato desapareció misteriosamente. Mis papás me dijeron que Santa se lo había llevado de regreso porque había golpeado a dos niños en mi escuela.
Mi resentimiento se acumuló los siguientes 341 días.
Ahora estoy aquí, encerrado en una sala de interrogatorio de la Delegación de policía, mientras afuera los adultos deciden mi suerte. Pero yo, Aldo, a mis escasos 10 años de edad, soy más listo que todos ellos. Jamás encontrarán la flamante pistola Pietro Beretta 9 mm. que sustraje del estudio de mi papá. La compró clandestinamente y las autoridades nunca podrán rastrearla. Después de utilizarla la escondí meticulosamente en el jardín, bajo la casa de mi perro Kaiser, y nadie se aproximará ahí sin correr el riesgo de que mi fiel pastor alemán le devore un brazo. Es el perfecto escondite hasta que vuelva a necesitarla. Sé también, con toda seguridad, que las pruebas de Harrison y Walker que me practicaron, que se usan para buscar residuos de pólvora en manos y ropa, serán negativas. Usé los guantes con que Jacinta limpia la estufa y me cambié convenientemente de pijama después de disparar en tres ocasiones a la cabeza de Santa. Es sorprendente lo que se puede aprender si uno ve programas de televisión como “La Ley y el Orden” o “Detectives médicos”.
Aún puedo ver el rostro sorprendido del Gordo, quien había bajado dificultosamente por la chimenea y se disponía a tomar la cartita que le dejé bajo el árbol, cuando salté de detrás del sillón con el arma en las manos y abrí fuego.
Solo es cuestión de esperar. No tienen suficientes pruebas en mi contra, y la ley dice que si no hay pruebas contundentes contra ti ¡eres libre! Las leyes son maravillosas. Tal vez decida estudiar Derecho Penal, pero para eso faltan ocho o nueve años. Debo concentrarme en asuntos más importantes e inmediatos.
Tengo que escribir otra cartita.
Solo faltan once días para ajustar viejas cuentas con Melchor, Gaspar y Baltazar.