
El crítico de cine Gustavo García y su servidor nos reunimos con Laura Barrera para platicar sobre su trascendencia y perdurabilidad. Diseccionar a Hitchcock exige el bisturí de la pasión del académico pero sobre todo la agudeza del conocedor de su obra. Nació el 13 de agosto de 1889 en la zona londinense de Leynstonstone, en el seno de un hogar católico romano. Su rígida educación se trastocó una fascinación por temas mórbidos y sensacionales que se erigían como una forma de subversión contra su entorno doméstico. “Nadie puede saber exactamente cuándo Alfred Hitchcock optó por el asesinato”, reflexiona Guillermo del Toro. “Quizá cuando era niño, en una tarde soleada, a mitad de una comida familiar; tal vez en la escuela de jesuitas, al presenciar el severo castigo de algún compañero; o sentado en su cama sintiéndose gordo, católico y cockney. Nadie sabe si lo hizo llorando o sonriendo a solas o con personas cerca, a la luz del día o durante la noche. Nadie, nadie lo sabe. Pero todos hemos visto sus cadáveres. Y estamos agradecidos por ello”. Muchos son los aspectos que pueden analizarse de su filmografía –sus temas y obsesiones, su método de dirección, su forma de aproximación a sus actores, sus colaboradores frecuentes-. Además de una brillante y variopinta trayectoria, Hitchcock supo explotar en su favor otros medios de comunicación. Su presencia en la televisión es notable, sea en Hitchcock presenta o La hora de Alfred Hitchcock. También dejó huella en la literatura gracias a las antologías que compiló y que reunía a autores como Daphne du Maurier y Arthur La Bern. Si viviera, sin duda sería un cliente frecuente de Facebook o Twitter. Ganador en 1967 del prestigiado Premio Irving Thalberg de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Estados Unidos y de incontables galardones alrededor del mundo, el mejor reconocimiento de Hitchcock fue –y seguirá siendo- el que le entrega el espectador que deja arrastrarse, sin oposición alguna, a sus tortuosas historias. El que está dispuesto a entregarse fervorosamente como cordero de sacrificio. “Me gusta aterrar tanto al público japonés como al indio”, pensaba. Porque esa es la esencia del cine, por encima de su valor académico o comercial: es una forma de criticarnos socialmente, de reconocernos y, de paso, entretenernos.
Gracias, señor Hitchcock, dondequiera que esté. Larga vida para usted y su obra.
Hitchcock representa, en mi opinión, la fusión perfecta entre el cine de arte y el cine comercial. Cómo olvidar la campaña publicitaria de Psycho o incluso los anuncios de cine de The Rope, este genio de la cinematografía merece ser recordado y admirado por muchos, muchos años.
ResponderEliminarIndiscutiblemente, Enrique. Inmortal. Muy buena tarde.
ResponderEliminar