Es impensable comprender “Las aventuras de Alicia en el País de las maravillas” sin contextualizarla históricamente. Todos sabemos que es uno de los mejores especímenes de la literatura fantástica victoriana, ese período de bonanza económica, científica y cultural del Reino Unido, mismo que recibió el nombre de su soberana Alejandrina Victoria, quien en 1837 asumió las riendas de su país y en 1887 añadió a su título monárquico el grado de “Emperatriz de la India”. También sabemos que el reinado de Victoria se caracterizó por su puritanismo extremo, la observancia de las buenas costumbres (la hora del té, los juegos de mesa y demás) y la represión de los instintos humanos en todas sus formas. Por ello resulta curiosa la hipótesis que ha formulado una computadora en California –como apunta el apéndice a la edición de El barco de Papel (Madrid, 2000) del libro- que señaló que, por las similitudes en su redacción, “Las aventuras de Alicia en el País de las maravillas” fue escrita por la mismísima Reina Victoria, y que Charles Dodgson/Lewis Carroll no es más que un prestanombres. A pesar de comprender las incontables circunstancias tras la composición de “Alicia”, si analizamos cuidadosamente la biografía de Dodgson/Carroll, la idea no deja de ser intrigante pues la historia puede leerse como una crítica a las costumbres sociales y políticas de su era (el parlamento, sus juegos, la ceremonia del té, etcétera). La similitud más notable, la Reina de Corazones (no confundir con la Reina Roja de “Alicia a través del espejo”) es la soberana a quien se atribuye la escritura del texto, ansiosa de cortar cabezas como Victoria cortaba tajantemente muchas de sus conversaciones, disfrutaba del cricket y la hora del té.
¿Sería capaz Victoria de un ejercicio de autocrítica disfrazado del humor –aparentemente inocente- de un libro para niños? En lo personal, no lo creo. Ustedes decidan.
domingo, 31 de enero de 2010
jueves, 28 de enero de 2010
El extraño caso del profesor Dodgson y el señor Carroll
Todos conocemos a Lewis Carroll a través de su creación más perdurable, las dos novelas sobre la infante Alicia y sus viajes a otros mundos. Siempre he pensado que para comprender cabalmente una obra debes examinar la vida del artista que la concibió. Charles Lutwidge Dodgson nació el 27 de enero de 1832 –como ya apunté- en el seno de la familia de un pastor protestante y una madre tradicionalmente victoriana. Tercero de once hermanos, tímido, sensible y ligeramente tartamudo, creció para convertirse en un estudiante modelo y, eventualmente, en profesor de matemáticas del Christ Church College de Oxford. La tarde del 4 de julio de 1862, la misma en que una nación celebraba un aniversario más de su independencia del Imperio, Dodgson paseaba en barco en compañía de su amigo el reverendo Robinson Duckworth y las tres hijas de Henry George Lidell, nuevo decano de su escuela. Propenso a crear imaginativas historias, Dodgson concibió un relato que por insistencia de Alice, la segunda de las hermanas Lidell, aterrizó en el papel y se convirtió en una de las historias más influyentes de la era moderna, objeto de incontables visitas e interpretaciones. Sin advertirlo, al mismo tiempo que Dodgson dejaba fluir su imaginación, nacía Lewis Carroll. Dodgson reservó su nombre real para su faceta de eminente profesor de matemáticas, mientras Lewis Carroll podía desafiar los dogmas e incursionar en el llamado nonsense literario. Más allá, a través de Lewis Carroll podía recuperar su infancia, esa que nunca abandonó a pesar de crecer e instalarse en el mundo de los adultos. En este sentido, muchos autores plantean un caso de doble personalidad más que la mera elección de un seudónimo de escritor. De ser así representaba el viejo duelo entre la lógica y la imaginación.
Dodgson murió de afecciones respiratorias el 14 de enero de 1898 en el hogar de su hermana, a días de celebrar su cumpleaños 66. Pero él, como muchos de los autores que aquí he recordado, es eterno. Vive cada vez que abrimos sus libros y gozamos sus historias. Consiguió, al final, perdurar como el niño que siempre fue.
Dodgson murió de afecciones respiratorias el 14 de enero de 1898 en el hogar de su hermana, a días de celebrar su cumpleaños 66. Pero él, como muchos de los autores que aquí he recordado, es eterno. Vive cada vez que abrimos sus libros y gozamos sus historias. Consiguió, al final, perdurar como el niño que siempre fue.
martes, 26 de enero de 2010
Feliz no cumpleaños, señor Carroll
El 27 de enero de 1832 nació en Daresbury, Cheshire, Charles Lutwidge Dodgson, quien al crecer y abrazar la vocación literaria adoptó el nombre de Lewis Carroll. Su seudónimo se deriva de la traducción de sus nombres al latín (Charles, Carolus, y Ludwidge, Ludovicus o Luis, convenientemente invertidos). Recordar y celebrar el cumpleaños de este reputado matemático y hombre de letras es especialmente relevante este 2010 ante el inminente estreno de la nueva adaptación fílmica de su novela clásica “Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas” (1865) a cargo del talentoso Tim Burton. Por Internet y en algunos cines han circulado ya imágenes y carteles de este evento cinematográfico que todos esperamos con ansia. Del artífice de este proyecto, el señor Carroll, hablaré profusamente en ocasiones venideras. Por lo pronto le deseo un muy feliz no cumpleaños, dondequiera que se encuentre.
domingo, 24 de enero de 2010
Ahora, otra de zombis
Los zombis son los monstruos que más me asustan. Significan la pérdida del intelecto, el espíritu y la individualidad. Son la alienación, el terror de las masas. Sobre la cinta canónica del tema, La noche de los muertos vivientes (Romero, 1968), reproduje en este blog la Charla de Café que ofrecí en la Cineteca Nacional con motivo de su 35 aniversario. Por los zombis (y un fallido testimonio visual del que recién hablé) interrumpí mi euforia holmesiana, que retomaré en breve.
La otra película que vi el pasado fin de semana fue Tierra de zombis (Zombieland, 2009), ópera prima de Ruben Fleischer. Si bien ha quedado demostrado que las fases de cine de horror se caracterizan por el origen, desarrollo, desgaste y parodia de un tema, como sucedió con las series clásicas de los Estudios Universal, Tierra de zombis representa el matrimonio de géneros que mantiene vigente y fresco un subgénero muy popular de estas películas. Ya el talentoso Peter Jackson nos ofreció un ejemplo de las posibilidades de la comedia de zombis en 1992 con su sanguinolentamente divertida Dead alive (o Tu mamá se comió a mi perro, según los traductores españoles) o el británico Edgar Wright con su inteligente y graciosa Desesperar de los muertos (Shaun of the dead, 2004). La premisa de la película de Fleischer es la misma de incontables especímenes que hemos devorado en el pasado: un brote de zombis diezma a una nación entera (Estados Unidos en este caso), posiblemente al mundo entero. El origen del Apocalipsis es, ahora, una hamburguesa contaminada. Siempre pensé que McDonalds sería la perdición de la humanidad, pero la idea es abrumadora por posible si consideramos la penetración que esta multinacional tiene en el mundo entero y por los alarmantes índices de obesidad en el vecino país del norte (y en el propio México). El drama de supervivencia se centra en el antisocial universitario Columbus (Jesse Eisenberg), el socarrón y enternecedor Tallahassee (Woody Harrelson, espléndido) y las hermanas Wichita (Emma Stone) y Little Rock (Abigail Breslin, alias Pequeña Miss Sunshine), todos estratégicamente nombrados como ciudades para evitar crear lazos sentimentales. El éxito de la cinta no sólo reside en el guión de Paul Werrick y Rhett Reese, quienes utilizan hábil y respetuosamente las convenciones del cine de zombies –con todo y la obligada desnudista reviniente-, en su sólido elenco o en las hilarantes situaciones que plantea (la utilidad de abrocharse el cinturón de seguridad o la conveniencia de mantenerse en forma), sino en evitar el tinte paródico que resta a los monstruos seriedad y capacidad de aterrorizarnos. Los guionistas incorporan 33 reglas para sobrevivir en la Tierra de zombis del título, que guardan una evidente relación con las que Max Brooks enunciara en su libro La guía de sobrevivencia de zombis. Los objetivos que persigue este cuarteto de huérfanos (“todos somos huérfanos en la Tierra de zombis”) no sólo es el instinto básico de conservación: Columbus busca a sus padres perdidos, las hermanas llegar a un idílico parque de diversiones y Tallahassee encontrar y comerse el último twinkie en la tierra (“en México los llaman Los Submarinos”). La cereza en el pastel es la inesperada y efímera aparición de una popular figura y una emblemática comedia sobrenatural de la década de los ochenta. Tierra de zombis ha demostrado ser un éxito de crítica y taquilla, por lo que es de esperarse una secuela que, deseo, no tenga el miserable destino de otras franquicias. La fórmula aún no se agota, así que espero los productores no maten a la gallina de los huevos (o los zombis) de oro.
Recientemente hablé de zombies con pretexto de esta película con mis amigos Carlos del Río y Roberto Ortiz en su podcast Cinemanet. Nos acompañaron dos diletantes del cine oscuro: Antonio Camarillo y Diego Menéndez. Una verdadera sesión que no deben perderse.
La otra película que vi el pasado fin de semana fue Tierra de zombis (Zombieland, 2009), ópera prima de Ruben Fleischer. Si bien ha quedado demostrado que las fases de cine de horror se caracterizan por el origen, desarrollo, desgaste y parodia de un tema, como sucedió con las series clásicas de los Estudios Universal, Tierra de zombis representa el matrimonio de géneros que mantiene vigente y fresco un subgénero muy popular de estas películas. Ya el talentoso Peter Jackson nos ofreció un ejemplo de las posibilidades de la comedia de zombis en 1992 con su sanguinolentamente divertida Dead alive (o Tu mamá se comió a mi perro, según los traductores españoles) o el británico Edgar Wright con su inteligente y graciosa Desesperar de los muertos (Shaun of the dead, 2004). La premisa de la película de Fleischer es la misma de incontables especímenes que hemos devorado en el pasado: un brote de zombis diezma a una nación entera (Estados Unidos en este caso), posiblemente al mundo entero. El origen del Apocalipsis es, ahora, una hamburguesa contaminada. Siempre pensé que McDonalds sería la perdición de la humanidad, pero la idea es abrumadora por posible si consideramos la penetración que esta multinacional tiene en el mundo entero y por los alarmantes índices de obesidad en el vecino país del norte (y en el propio México). El drama de supervivencia se centra en el antisocial universitario Columbus (Jesse Eisenberg), el socarrón y enternecedor Tallahassee (Woody Harrelson, espléndido) y las hermanas Wichita (Emma Stone) y Little Rock (Abigail Breslin, alias Pequeña Miss Sunshine), todos estratégicamente nombrados como ciudades para evitar crear lazos sentimentales. El éxito de la cinta no sólo reside en el guión de Paul Werrick y Rhett Reese, quienes utilizan hábil y respetuosamente las convenciones del cine de zombies –con todo y la obligada desnudista reviniente-, en su sólido elenco o en las hilarantes situaciones que plantea (la utilidad de abrocharse el cinturón de seguridad o la conveniencia de mantenerse en forma), sino en evitar el tinte paródico que resta a los monstruos seriedad y capacidad de aterrorizarnos. Los guionistas incorporan 33 reglas para sobrevivir en la Tierra de zombis del título, que guardan una evidente relación con las que Max Brooks enunciara en su libro La guía de sobrevivencia de zombis. Los objetivos que persigue este cuarteto de huérfanos (“todos somos huérfanos en la Tierra de zombis”) no sólo es el instinto básico de conservación: Columbus busca a sus padres perdidos, las hermanas llegar a un idílico parque de diversiones y Tallahassee encontrar y comerse el último twinkie en la tierra (“en México los llaman Los Submarinos”). La cereza en el pastel es la inesperada y efímera aparición de una popular figura y una emblemática comedia sobrenatural de la década de los ochenta. Tierra de zombis ha demostrado ser un éxito de crítica y taquilla, por lo que es de esperarse una secuela que, deseo, no tenga el miserable destino de otras franquicias. La fórmula aún no se agota, así que espero los productores no maten a la gallina de los huevos (o los zombis) de oro.
Recientemente hablé de zombies con pretexto de esta película con mis amigos Carlos del Río y Roberto Ortiz en su podcast Cinemanet. Nos acompañaron dos diletantes del cine oscuro: Antonio Camarillo y Diego Menéndez. Una verdadera sesión que no deben perderse.
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jueves, 21 de enero de 2010
En complemento
El 19 de enero de 1868, en un modesto hotel vienés, nació Gustav Meyer, quien años después adoptó el apellido Meyrink en honor a sus antepasados maternos. Meyrink abrazó el quehacer literario y otras aficiones que incluían el esoterismo y el ocultismo. Estas últimas le ocasionaron problemas judiciales que le llevaron al borde de la ruina económica. Fue un gran lector de Edgar Allan Poe, E. T. A. Hoffman y H. P. Blavatsky. Entre sus innumerables relatos –cuentos y sátiras, fundamentalmente- destaca su primera novela, “El Golem”, escrita en 1915. Su trama transcurre en una Praga ruinosa pero majestuosa, poblada de secretos ancestrales y tradiciones mágicas. La novela, fantástica a primera vista, plantea un dilema moral y filosófico, similar al que casi cien años atrás planteara Mary Shelley con su “Frankenstein”: el Gran Rabino crea una enorme figura de arcilla, el Golem del título, que cobra vida cada vez que le coloca un papel entre los dientes en el que están escritas misteriosas palabras mágicas hebreas. El Golem era fiel a su amo hasta que éste, con instrucciones cabalísticas, suspendía el hechizo. Pero algo, para no variar, salió mal…
La trama de la novela de Gustav Meyrink capturó la imaginación de la naciente industria cinematográfica alemana. En 1920 el director Paul Wegenner y el escritor Henrik Galeen la adaptaron en una película emblemática de la llamada corriente expresionista. Recientemente fue recreada en dibujos animados en un especial de noche de brujas de la familia Simpson.
En el siguiente comentario, Zombieland.
La trama de la novela de Gustav Meyrink capturó la imaginación de la naciente industria cinematográfica alemana. En 1920 el director Paul Wegenner y el escritor Henrik Galeen la adaptaron en una película emblemática de la llamada corriente expresionista. Recientemente fue recreada en dibujos animados en un especial de noche de brujas de la familia Simpson.
En el siguiente comentario, Zombieland.
martes, 19 de enero de 2010
Dos cumpleaños.
Sobra recordar que hoy, 19 de enero, cumplen años dos escritores elementales de mi formación sentimental. El primero es Edgar Allan Poe, de quien he hablado ampliamente en este blog. El segundo es un gran lector suyo, el austriaco Gustav Meyrink, a quien debemos, entre muchas obras, la novela "El Golem".
Hasta el más allá, mis mejores deseos y gratitud.
lunes, 18 de enero de 2010
Flashback fantasmal
Ahora retrocedamos un poco y hablemos de fantasmas.
El pasado fin de semana vi un par de pendientes cinematográficos. El primero fue Actividad paranormal (Paranormal activity, 2007), una modesta e independiente cinta escrita y dirigida por Oren Eli que se ha erigido en un éxito de crítica y taquilla similar al Proyecto de la Bruja de Blair (Myrick y Sánchez, 1999). Precisamente de ella abreva recursos ya establecidos por el italiano Ruggero Deodato en su notable Holocausto caníbal (1980) y retomados con éxito por los españoles Paco Plaza y Jaumé Balagueró en la joya de 2007 [Rec] o en la pirotecnia fílmica Cloverfield (Reeves, 2008). Las intenciones de Actividad paranormal, buenas en principio, no logran cristalizar en una propuesta ágil y atractiva. La historia se centra en la pareja yuppie Katie y Micah, acechada en su hermosa casa californiana por una entidad sobrenatural (fantasma o demonio) y en la imprudente bitácora videográfica que el segundo hace. La falla y defectos de la película radican en el tedioso uso del testimonio visual, recurso que pretende ser original y luce desgastado cuando no se emplea creativamente. El desenlace, fatal y previsible, no impidió que la cinta recaudara más de 6 veces su “humilde” costo de 15 millones de dólares. Esto promete el inicio de una franquicia que espero no conozca la oscuridad de las salas de cines. Esa posibilidad en verdad me asusta.
El pasado fin de semana vi un par de pendientes cinematográficos. El primero fue Actividad paranormal (Paranormal activity, 2007), una modesta e independiente cinta escrita y dirigida por Oren Eli que se ha erigido en un éxito de crítica y taquilla similar al Proyecto de la Bruja de Blair (Myrick y Sánchez, 1999). Precisamente de ella abreva recursos ya establecidos por el italiano Ruggero Deodato en su notable Holocausto caníbal (1980) y retomados con éxito por los españoles Paco Plaza y Jaumé Balagueró en la joya de 2007 [Rec] o en la pirotecnia fílmica Cloverfield (Reeves, 2008). Las intenciones de Actividad paranormal, buenas en principio, no logran cristalizar en una propuesta ágil y atractiva. La historia se centra en la pareja yuppie Katie y Micah, acechada en su hermosa casa californiana por una entidad sobrenatural (fantasma o demonio) y en la imprudente bitácora videográfica que el segundo hace. La falla y defectos de la película radican en el tedioso uso del testimonio visual, recurso que pretende ser original y luce desgastado cuando no se emplea creativamente. El desenlace, fatal y previsible, no impidió que la cinta recaudara más de 6 veces su “humilde” costo de 15 millones de dólares. Esto promete el inicio de una franquicia que espero no conozca la oscuridad de las salas de cines. Esa posibilidad en verdad me asusta.
sábado, 16 de enero de 2010
Elemental, Dr. Freud
Continúo con mi revitalizada euforia por Sherlock Holmes a pesar del reciente estreno de Zombieland (de la que hablaré posteriormente) y de los trágicos eventos en Haití. Los horrores de la ficción son más inofensivos que los de la vida real.
Hace muy poco releí la novela La solución al siete por ciento, escrita por Nicholas Meyer en 1975. Ediciones G. P., con el auspicio de Plaza y Janés, la publicó en 1978 bajo el título Elemental, Dr. Freud. La historia, alternativa a todas luces y presentada como un manuscrito inédito de John H. Watson, narra el encuentro de estos dos exploradores de las zonas oscuras del hombre, Holmes y Freud, y la lucha del primero por librarse de la terrible adicción que inició como un inocuo alivio contra el tedio y prácticamente lo ha consumido. En el proceso los dos personajes unen sus mentes y fuerzas para resolver un caso criminal. Sólo puedo etiquetar el texto de maravilloso, un homenaje respetuosísimo al estilo y vigor de Arthur Conan Doyle. Dicha historia fue trasladada al cine en 1976 con similar resultado por Herbert Ross, con Nicol Williamson como Holmes, Robert Duvall como Watson, sir Laurence Olivier como el profesor Moriarty y Alan Arkin como Sigmund Freud. Hace un par de años, como un ejercicio dramático (también de ocio), adapté la historia en un intento -hasta ahora- nunca llevado a cabo de trasladarla a los escenarios. He aquí un fragmento, ejemplo de la forma en que la ficción nutrió a la realidad y modificó para siempre la percepción sobre el ser humano.
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Escena 4. Transición. Viena, Suiza. El ladrido de Toby, un sabueso, que corre agitado. Sherlock Holmes lo lleva por la correa. Les sigue el Dr. Watson.
Holmes.- ¡Bien hecho, Toby, muchacho! ¡Eso es, sigue así! Nunca dejará de sorprenderme la capacidad olfatoria de nuestro amigo, Watson.
Watson.- Cierto, Holmes. Sus lectores le adoran.
Holmes.- Nunca perdió el rastro. Ni en el ferrocarril, ni en el vapor, ni en el carruaje.
Toby se detiene frente a una casa y ladra insistentemente.
Holmes.- ¿Es aquí, muchacho?
Más ladridos.
Holmes.- La paciencia rinde frutos Watson. Encontramos a nuestra presa.
Watson.- ¿Aquí se esconde Moriarty?
Holmes.- Es el lugar ideal para una mente criminal de su calibre. Un edificio pequeño, discreto, pero atractivo.
Watson.- ¿Y ahora qué hacemos?
Holmes.- Lo mejor es siempre la acción frontal. Llamemos a la puerta.
Holmes hace sonar una campanilla. Un instante después abre la puerta una doncella.
Doncella.- A sus órdenes.
Holmes.- Somos los señores Sherlock Holmes y John Watson. Buscamos al profesor Moriarty.
Doncella.- Síganme por favor, caballeros. Permítanme encargarme de su mascota. Le daré de comer y beber.
Watson.- Gracias.
Holmes.- Bien, Watson. ¿Qué piensas de esto?
Watson.- No pienso nada.
Holmes.- Y sin embargo es obvio, obvio, aunque increíblemente diabólico. ¿Tomaste precauciones?
Watson.- Traigo mi pistola aquí mismo, Holmes.
Holmes.- Bien, mantente alerta. Es posible que la necesitemos.
Doncella.- Pasen al estudio, por favor. El doctor les recibirá en un momento.
Ambos entran a un estudio. Unos instantes después aparece un hombre con barba, que viste un traje oscuro con una cadena dorada que pende de su chaleco.
Freud.- Buenos días, Herr Holmes. Los estaba esperando.
Holmes.- Puede quitarse esa barba ridícula, Moriarty. Y no use ese acento de cómico de opereta. Se lo advierto, es mejor que confiese o le irá muy mal. ¡El juego ha terminado!
Freud.- No me llamo Moriarty. Mi nombre es Sigmund Freud.
Holmes.- (Enmudece, incrédulo) ¿Usted no es el profesor Moriarty? Pero él estuvo aquí. Toby nunca se equivoca. ¿Dónde está ahora?
Freud.- En un hotel, creo.
Holmes.- (Medita un instante y se vuelve hacia Watson) Tú. ¡Judas! Me has entregado a mis enemigos. Espero que te recompensen bien por todas las molestias que te he causado.
Watson.- (Molesto) ¡Holmes, cómo se atreve siquiera a insinuar eso!
Holmes.- Soy yo y no tú el que debe indignarse. Sin embargo, no seamos tan sutiles. Reconocí tus huellas la otra noche frente a la casa de Moriarty, y me di cuenta que llevabas una maleta pesada, como si fueras a salir de viaje, por largo tiempo. Sólo quiero saber qué planeas hacer ahora, que me tienes en tu poder.
Freud.- Si me permite una palabra, Herr Holmes, creo que está cometiendo una grave injusticia con su amigo. Él no lo trajo hasta aquí para causarle ningún daño. Y en lo que respecta al profesor Moriarty, el doctor Watson y su hermano Mycroft le pagaron una considerable suma para que viajara hasta aquí, con la esperanza de que usted lo siguiera hasta mi puerta.
Holmes.- ¿Y por qué hicieron tal cosa?
Freud.- Porque estaban seguros de que era la única manera en la que podían inducirlo a que me viera.
Holmes.- ¿Y por qué estaban tan ansiosos de que eso ocurriera?
Freud.- ¿Qué razón se le ocurre a usted? Vamos, soy un devoto lector de sus casos y acabo de ver una pequeña muestra de sus sorprendentes facultades. ¿Quién soy? ¿Y por qué están tan ansiosos sus amigos de que nos conociéramos?
Holmes.- Además del hecho de que usted es un brillante médico judío nacido en Hungría, que estudió durante algún tiempo en Paris, y de que algunas teorías suyas, muy radicales, han alienado a la respetable comunidad médica a tal punto que usted ha llegado a cortar relaciones con varios hospitales y sociedades, además del hecho de que como resultado ha dejado de ejercer su profesión, poco puedo deducir. Está casado, posee sentido del honor, le gusta jugar a las cartas, leer a Shakespeare y a un autor ruso cuyo nombre no soy capaz de pronunciar. Poco puedo decir que sea de interés.
Freud.- ¡Magnífico!
Holmes.- Nada fuera de lo común. Sigo esperando una explicación por este intolerable ardid, si es que fue un ardid. El doctor Watson le puede decir que es muy peligroso que me aleje de Londres. Mi ausencia genera en las clases criminales una excitación poco saludable.
Freud.- Sin embargo, me gustaría saber cómo adivinó esos detalles de mi vida con una exactitud tan sorprendente.
Holmes.- Yo nunca adivino. Es un hábito terrible que destruye la capacidad lógica. Un estudio privado es el lugar ideal para observar las facetas del carácter de un hombre. Que el estudio le pertenece, exclusivamente, es evidente por el polvo. Ni siquiera se le permite entrar a la doncella, o no se habría atrevido a dejar que se llegara a ese punto.
Freud.- Fascinante. Siga, por favor.
Holmes.- Cuando a un hombre le interesa la religión, y posee una muy buena biblioteca, por lo general guarda todos los libros sobre el tema en un solo lugar. Sin embargo, sus ediciones del Corán, la Biblia en la edición del Rey Jaime, el Libro de los Mormones, y varias otras obras de naturaleza similar están separadas -del otro lado, en realidad-, de sus elegantes ediciones del Talmud y la Biblia en hebreo. Éstas, por lo tanto, no son parte de sus estudios simplemente, sino que tienen alguna importancia especial. ¿Y cuál podría ser, excepto que usted es de la fe judía? El candelabro de nueve brazos sobre su escritorio confirma mi interpretación. Se llama Menorah, ¿no? Ahora bien. Sus estudios en Francia se infieren por la gran cantidad de obras médicas que posee en francés, incluyendo un número importante de alguien llamado Charcot. La Medicina ya es compleja por sí misma para que se estudie en un idioma extranjero por diversión. Además, el hecho de que estos volúmenes estén gastados habla claramente de las muchas horas que ha pasado leyéndolos. ¿Y adónde más podría un estudiante alemán leer textos de Medicina en francés, si no en Francia? Es más aventurado, pero el hecho de que estén tan gastadas esas obras de Charcot –cuyo nombre parece contemporáneo- me hace sugerir que él fue su propio mentor; o si no, sus libros tienen una atracción especial, relacionada con el desarrollo de sus propias ideas. Puede darse por sentado que sólo una mente brillante podría penetrar los misterios de la Medicina en una lengua extranjera, para no decir nada del hecho de que se ocupe de tal amplitud de temas, como demuestran los libros de esta biblioteca. Que lee a Shakespeare se deduce del hecho de que el libro haya sido puesto al revés. Es imposible no notarlo en medio de la literatura inglesa, pero el que no lo haya arreglado me hace pensar que sin duda intenta volver a sacarlo en un futuro cercano, lo que me lleva a pensar que le gusta leerlo. Debe sentirse halagado Watson, aquí hay varios de sus libros –Estudio en escarlata, El signo de los cuatro, El sabueso de los Baskerville-. Y con respecto al autor ruso...
Freud.- Dostoievski.
Holmes.- Dostoievski... la falta de polvo en el libro, que también falta en Shakespeare, incidentalmente, proclama su interés por él. Que es médico es obvio, ya que veo su diploma en aquella pared. Que ya no ejerce la Medicina es evidente por su presencia aquí en casa en la mitad del día, y no hay aparente ansiedad de su parte por cumplir un horario. Su separación de varias sociedades está indicada por esos espacios en la pared, que claramente están destinados a exhibir otros certificados. El color de la pintura allí es algo más oscuro, en pequeños rectángulos, y una silueta trazada por el polvo revela que estaban ocupados. Ahora bien, ¿qué puede obligar a un hombre a quitar los testimonios de sus éxitos? Creo que el que haya dejado de estar afiliado con todas esas sociedades. ¿Y por qué hacerlo, ya que alguna vez se molestó en relacionarse con ellas? Es posible que se haya desengañado de una o dos, pero no probable que se haya decepcionado de todas, y al mismo tiempo. Por lo tanto, llego a la conclusión de que fueron ellas quienes se desengañaron de usted, doctor, y le pidieron que renunciara como miembro. ¿Y por qué iban a hacer tal cosa, y simultáneamente, según atestigua la pared? Usted sigue viviendo plácidamente en la misma ciudad donde todo esto ha sucedido, por lo que alguna posición que ha tomado usted –evidentemente profesional- lo ha desacreditado ante sus ojos y como reacción ellas –y todas ellas- le han pedido que se vaya. ¿Cuál puede ser esta posición? No tengo idea, pero su biblioteca, como hice notar anteriormente, evidencia una mente de gran alcance, inquisitiva y brillante. Por eso me tomo la libertad de postular alguna especie de teoría radical, demasiado avanzada o escandalosa para ser aceptada de inmediato por el pensamiento médico actual. Posiblemente la teoría está relacionada con la obra de Monsieur Charcot, que parece haberlo influenciado. Aunque eso no es seguro. Su matrimonio sí lo es. Está claramente proclamado por el anillo de su mano izquierda, y su acento balcánico sugiere Hungría o Moravia. No sé si he omitido algo de importancia en mis conclusiones.
Freud.- Dijo que poseía sentido del honor.
Holmes.- Espero que lo posea. Lo inferí del hecho de que se preocupara en quitar las placas y testimonios de esas sociedades que han dejado de reconocerlo. En privado, en su propia casa, podría haber permitido que siguieran en el mismo lugar.
Freud.- ¿Y mi amor por los naipes?
Holmes.- Ah, ese es un punto que requiere mayor sutileza, pero no voy a insultar su intelecto describiendo cómo llegué a esa conclusión. Ahora, le pido que me diga por qué he tenido que venir hasta aquí para verlo. No fue simplemente para una demostración tan elemental como la que acabo de hacer.
Freud.- Le pregunté antes qué pensaba usted que lo había causado.
Holmes.- No tengo la menor idea. Si está en dificultades, dígalo, y haré lo que pueda para ayudarlo.
Freud.- Entonces es usted el que está siendo ilógico. Como ha deducido tan hábilmente, yo no estoy en dificultades. Y como ha señalado también, el método que se usó para traerlo no fue nada ortodoxo. Está claro que no creíamos que usted viniera por propia voluntad. ¿No le sugiere nada eso?
Holmes.- Que yo no hubiera querido venir.
Freud.- Precisamente. ¿Y por qué? No porque temiera que le causáramos algún mal. Yo podría ser su enemigo, incluso el profesor Moriarty podría serlo también. Incluso, perdóneme, el doctor Watson. ¿Pero es probable que su hermano se uniera a nosotros? ¿Es probable que todos estemos unidos en contra de usted? ¿Con qué propósito? Si no es para hacerle mal, tal vez sea para hacerle bien. ¿No había pensado en eso?
Holmes.- ¿Y qué bien podría ser?
Freud.- ¿No se lo imagina?
Holmes.- Nunca imagino nada. Y no puedo pensar ahora.
Freud.- ¿No? Entonces, es usted quien no está siendo sincero, Herr Holmes. Porque usted padece un abominable vicio, y prefiere insultar a sus amigos, que se han unido para ayudarlo a que se libere de ese yugo, antes de admitir su propia responsabilidad. Me decepciona, señor. ¿Éste es el Sherlock Holmes de quien tanto he leído? ¿El hombre que he llegado a admirar no sólo por su cerebro sino también por su caballerosidad principesca, su pasión por la justicia, su compasión por el que sufre? No puedo creer que esté tan sojuzgado por el poder de la droga que, en el fondo de su corazón, se niegue a reconocer su dificultad al mismo tiempo que su hipocresía al condenar a sus fieles amigos que, sólo por el amor a usted y su preocupación por su bienestar, se han molestado tanto.
Holmes.- (Guarda silencio, luego su voz se quiebra) Soy culpable de ello. No tengo excusa. Pero en lo que se refiere a ayuda, deben olvidarse de ello. Estoy en las garras de esta enfermedad diabólica, y debo consumirme. No traten de convencerme. No deben hacerlo. He recurrido a toda mi fuerza de voluntad para liberarme de este horrible hábito, y no he podido hacerlo. Y si yo, utilizando toda mi resolución, no puedo triunfar, ¿qué posibilidad tiene usted? Una vez que un hombre da un paso en falso, sus pies se encaminan para siempre por el sendero de la destrucción.
Freud.- Sus pies no se encaminan inexorablemente por ese camino. Un hombre puede darse vuelta y abandonar ese sendero, aunque eso requiere ayuda. El primer paso no es necesariamente fatal.
Holmes.- Siempre lo es. Ningún hombre ha hecho lo que dice usted.
Freud.- Yo lo hice.
Holmes.- ¿Usted?
Freud.- He tomado cocaína y estoy libre de su poder. Si me permite, lo ayudaré a liberarse también.
Holmes.- No puede hacerlo...
Freud.- Puedo hacerlo.
Holmes.- ¿Cómo?
Freud.- Llevará tiempo, y no será fácil. He dispuesto que se queden en mi casa, como mis huéspedes, mientras dure su recuperación. ¿Le agrada eso?
Holmes.- ¡Es inútil! ¡En este momento me domina la horrenda compulsión!
Freud.- Puedo detener esa ansiedad... por un tiempo. Siéntese, por favor. ¿Sabe algo acerca del hipnotismo?
Holmes.- Algo. ¿Se propone hacerme ladrar como un perro y que me arrastre a cuatro patas?
Freud.- (Ríe) Si coopera, si confía en mí, puedo disminuir sus deseos por la droga por un tiempo. La próxima vez que se ejerza su atracción, lo volveré a hipnotizar. De esta forma, reduciremos de manera artificial su necesidad hasta que la química de su cuerpo complete el proceso. ¿Está de acuerdo?
Holmes.- (Asiente con un gesto)
Freud.- Bien. (Se coloca frente a él, saca el reloj de su chaleco y comienza a balancearlo ante los ojos de Holmes) Quiero que se siente derecho y mire fijamente el reloj.
Unos instantes después, Holmes queda dormido. Freud se vuelve inmediatamente hacia Watson.
Freud.- ¡Rápido! Debemos revisar todas sus pertenencias.
Transición.
Hace muy poco releí la novela La solución al siete por ciento, escrita por Nicholas Meyer en 1975. Ediciones G. P., con el auspicio de Plaza y Janés, la publicó en 1978 bajo el título Elemental, Dr. Freud. La historia, alternativa a todas luces y presentada como un manuscrito inédito de John H. Watson, narra el encuentro de estos dos exploradores de las zonas oscuras del hombre, Holmes y Freud, y la lucha del primero por librarse de la terrible adicción que inició como un inocuo alivio contra el tedio y prácticamente lo ha consumido. En el proceso los dos personajes unen sus mentes y fuerzas para resolver un caso criminal. Sólo puedo etiquetar el texto de maravilloso, un homenaje respetuosísimo al estilo y vigor de Arthur Conan Doyle. Dicha historia fue trasladada al cine en 1976 con similar resultado por Herbert Ross, con Nicol Williamson como Holmes, Robert Duvall como Watson, sir Laurence Olivier como el profesor Moriarty y Alan Arkin como Sigmund Freud. Hace un par de años, como un ejercicio dramático (también de ocio), adapté la historia en un intento -hasta ahora- nunca llevado a cabo de trasladarla a los escenarios. He aquí un fragmento, ejemplo de la forma en que la ficción nutrió a la realidad y modificó para siempre la percepción sobre el ser humano.
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Escena 4. Transición. Viena, Suiza. El ladrido de Toby, un sabueso, que corre agitado. Sherlock Holmes lo lleva por la correa. Les sigue el Dr. Watson.
Holmes.- ¡Bien hecho, Toby, muchacho! ¡Eso es, sigue así! Nunca dejará de sorprenderme la capacidad olfatoria de nuestro amigo, Watson.
Watson.- Cierto, Holmes. Sus lectores le adoran.
Holmes.- Nunca perdió el rastro. Ni en el ferrocarril, ni en el vapor, ni en el carruaje.
Toby se detiene frente a una casa y ladra insistentemente.
Holmes.- ¿Es aquí, muchacho?
Más ladridos.
Holmes.- La paciencia rinde frutos Watson. Encontramos a nuestra presa.
Watson.- ¿Aquí se esconde Moriarty?
Holmes.- Es el lugar ideal para una mente criminal de su calibre. Un edificio pequeño, discreto, pero atractivo.
Watson.- ¿Y ahora qué hacemos?
Holmes.- Lo mejor es siempre la acción frontal. Llamemos a la puerta.
Holmes hace sonar una campanilla. Un instante después abre la puerta una doncella.
Doncella.- A sus órdenes.
Holmes.- Somos los señores Sherlock Holmes y John Watson. Buscamos al profesor Moriarty.
Doncella.- Síganme por favor, caballeros. Permítanme encargarme de su mascota. Le daré de comer y beber.
Watson.- Gracias.
Holmes.- Bien, Watson. ¿Qué piensas de esto?
Watson.- No pienso nada.
Holmes.- Y sin embargo es obvio, obvio, aunque increíblemente diabólico. ¿Tomaste precauciones?
Watson.- Traigo mi pistola aquí mismo, Holmes.
Holmes.- Bien, mantente alerta. Es posible que la necesitemos.
Doncella.- Pasen al estudio, por favor. El doctor les recibirá en un momento.
Ambos entran a un estudio. Unos instantes después aparece un hombre con barba, que viste un traje oscuro con una cadena dorada que pende de su chaleco.
Freud.- Buenos días, Herr Holmes. Los estaba esperando.
Holmes.- Puede quitarse esa barba ridícula, Moriarty. Y no use ese acento de cómico de opereta. Se lo advierto, es mejor que confiese o le irá muy mal. ¡El juego ha terminado!
Freud.- No me llamo Moriarty. Mi nombre es Sigmund Freud.
Holmes.- (Enmudece, incrédulo) ¿Usted no es el profesor Moriarty? Pero él estuvo aquí. Toby nunca se equivoca. ¿Dónde está ahora?
Freud.- En un hotel, creo.
Holmes.- (Medita un instante y se vuelve hacia Watson) Tú. ¡Judas! Me has entregado a mis enemigos. Espero que te recompensen bien por todas las molestias que te he causado.
Watson.- (Molesto) ¡Holmes, cómo se atreve siquiera a insinuar eso!
Holmes.- Soy yo y no tú el que debe indignarse. Sin embargo, no seamos tan sutiles. Reconocí tus huellas la otra noche frente a la casa de Moriarty, y me di cuenta que llevabas una maleta pesada, como si fueras a salir de viaje, por largo tiempo. Sólo quiero saber qué planeas hacer ahora, que me tienes en tu poder.
Freud.- Si me permite una palabra, Herr Holmes, creo que está cometiendo una grave injusticia con su amigo. Él no lo trajo hasta aquí para causarle ningún daño. Y en lo que respecta al profesor Moriarty, el doctor Watson y su hermano Mycroft le pagaron una considerable suma para que viajara hasta aquí, con la esperanza de que usted lo siguiera hasta mi puerta.
Holmes.- ¿Y por qué hicieron tal cosa?
Freud.- Porque estaban seguros de que era la única manera en la que podían inducirlo a que me viera.
Holmes.- ¿Y por qué estaban tan ansiosos de que eso ocurriera?
Freud.- ¿Qué razón se le ocurre a usted? Vamos, soy un devoto lector de sus casos y acabo de ver una pequeña muestra de sus sorprendentes facultades. ¿Quién soy? ¿Y por qué están tan ansiosos sus amigos de que nos conociéramos?
Holmes.- Además del hecho de que usted es un brillante médico judío nacido en Hungría, que estudió durante algún tiempo en Paris, y de que algunas teorías suyas, muy radicales, han alienado a la respetable comunidad médica a tal punto que usted ha llegado a cortar relaciones con varios hospitales y sociedades, además del hecho de que como resultado ha dejado de ejercer su profesión, poco puedo deducir. Está casado, posee sentido del honor, le gusta jugar a las cartas, leer a Shakespeare y a un autor ruso cuyo nombre no soy capaz de pronunciar. Poco puedo decir que sea de interés.
Freud.- ¡Magnífico!
Holmes.- Nada fuera de lo común. Sigo esperando una explicación por este intolerable ardid, si es que fue un ardid. El doctor Watson le puede decir que es muy peligroso que me aleje de Londres. Mi ausencia genera en las clases criminales una excitación poco saludable.
Freud.- Sin embargo, me gustaría saber cómo adivinó esos detalles de mi vida con una exactitud tan sorprendente.
Holmes.- Yo nunca adivino. Es un hábito terrible que destruye la capacidad lógica. Un estudio privado es el lugar ideal para observar las facetas del carácter de un hombre. Que el estudio le pertenece, exclusivamente, es evidente por el polvo. Ni siquiera se le permite entrar a la doncella, o no se habría atrevido a dejar que se llegara a ese punto.
Freud.- Fascinante. Siga, por favor.
Holmes.- Cuando a un hombre le interesa la religión, y posee una muy buena biblioteca, por lo general guarda todos los libros sobre el tema en un solo lugar. Sin embargo, sus ediciones del Corán, la Biblia en la edición del Rey Jaime, el Libro de los Mormones, y varias otras obras de naturaleza similar están separadas -del otro lado, en realidad-, de sus elegantes ediciones del Talmud y la Biblia en hebreo. Éstas, por lo tanto, no son parte de sus estudios simplemente, sino que tienen alguna importancia especial. ¿Y cuál podría ser, excepto que usted es de la fe judía? El candelabro de nueve brazos sobre su escritorio confirma mi interpretación. Se llama Menorah, ¿no? Ahora bien. Sus estudios en Francia se infieren por la gran cantidad de obras médicas que posee en francés, incluyendo un número importante de alguien llamado Charcot. La Medicina ya es compleja por sí misma para que se estudie en un idioma extranjero por diversión. Además, el hecho de que estos volúmenes estén gastados habla claramente de las muchas horas que ha pasado leyéndolos. ¿Y adónde más podría un estudiante alemán leer textos de Medicina en francés, si no en Francia? Es más aventurado, pero el hecho de que estén tan gastadas esas obras de Charcot –cuyo nombre parece contemporáneo- me hace sugerir que él fue su propio mentor; o si no, sus libros tienen una atracción especial, relacionada con el desarrollo de sus propias ideas. Puede darse por sentado que sólo una mente brillante podría penetrar los misterios de la Medicina en una lengua extranjera, para no decir nada del hecho de que se ocupe de tal amplitud de temas, como demuestran los libros de esta biblioteca. Que lee a Shakespeare se deduce del hecho de que el libro haya sido puesto al revés. Es imposible no notarlo en medio de la literatura inglesa, pero el que no lo haya arreglado me hace pensar que sin duda intenta volver a sacarlo en un futuro cercano, lo que me lleva a pensar que le gusta leerlo. Debe sentirse halagado Watson, aquí hay varios de sus libros –Estudio en escarlata, El signo de los cuatro, El sabueso de los Baskerville-. Y con respecto al autor ruso...
Freud.- Dostoievski.
Holmes.- Dostoievski... la falta de polvo en el libro, que también falta en Shakespeare, incidentalmente, proclama su interés por él. Que es médico es obvio, ya que veo su diploma en aquella pared. Que ya no ejerce la Medicina es evidente por su presencia aquí en casa en la mitad del día, y no hay aparente ansiedad de su parte por cumplir un horario. Su separación de varias sociedades está indicada por esos espacios en la pared, que claramente están destinados a exhibir otros certificados. El color de la pintura allí es algo más oscuro, en pequeños rectángulos, y una silueta trazada por el polvo revela que estaban ocupados. Ahora bien, ¿qué puede obligar a un hombre a quitar los testimonios de sus éxitos? Creo que el que haya dejado de estar afiliado con todas esas sociedades. ¿Y por qué hacerlo, ya que alguna vez se molestó en relacionarse con ellas? Es posible que se haya desengañado de una o dos, pero no probable que se haya decepcionado de todas, y al mismo tiempo. Por lo tanto, llego a la conclusión de que fueron ellas quienes se desengañaron de usted, doctor, y le pidieron que renunciara como miembro. ¿Y por qué iban a hacer tal cosa, y simultáneamente, según atestigua la pared? Usted sigue viviendo plácidamente en la misma ciudad donde todo esto ha sucedido, por lo que alguna posición que ha tomado usted –evidentemente profesional- lo ha desacreditado ante sus ojos y como reacción ellas –y todas ellas- le han pedido que se vaya. ¿Cuál puede ser esta posición? No tengo idea, pero su biblioteca, como hice notar anteriormente, evidencia una mente de gran alcance, inquisitiva y brillante. Por eso me tomo la libertad de postular alguna especie de teoría radical, demasiado avanzada o escandalosa para ser aceptada de inmediato por el pensamiento médico actual. Posiblemente la teoría está relacionada con la obra de Monsieur Charcot, que parece haberlo influenciado. Aunque eso no es seguro. Su matrimonio sí lo es. Está claramente proclamado por el anillo de su mano izquierda, y su acento balcánico sugiere Hungría o Moravia. No sé si he omitido algo de importancia en mis conclusiones.
Freud.- Dijo que poseía sentido del honor.
Holmes.- Espero que lo posea. Lo inferí del hecho de que se preocupara en quitar las placas y testimonios de esas sociedades que han dejado de reconocerlo. En privado, en su propia casa, podría haber permitido que siguieran en el mismo lugar.
Freud.- ¿Y mi amor por los naipes?
Holmes.- Ah, ese es un punto que requiere mayor sutileza, pero no voy a insultar su intelecto describiendo cómo llegué a esa conclusión. Ahora, le pido que me diga por qué he tenido que venir hasta aquí para verlo. No fue simplemente para una demostración tan elemental como la que acabo de hacer.
Freud.- Le pregunté antes qué pensaba usted que lo había causado.
Holmes.- No tengo la menor idea. Si está en dificultades, dígalo, y haré lo que pueda para ayudarlo.
Freud.- Entonces es usted el que está siendo ilógico. Como ha deducido tan hábilmente, yo no estoy en dificultades. Y como ha señalado también, el método que se usó para traerlo no fue nada ortodoxo. Está claro que no creíamos que usted viniera por propia voluntad. ¿No le sugiere nada eso?
Holmes.- Que yo no hubiera querido venir.
Freud.- Precisamente. ¿Y por qué? No porque temiera que le causáramos algún mal. Yo podría ser su enemigo, incluso el profesor Moriarty podría serlo también. Incluso, perdóneme, el doctor Watson. ¿Pero es probable que su hermano se uniera a nosotros? ¿Es probable que todos estemos unidos en contra de usted? ¿Con qué propósito? Si no es para hacerle mal, tal vez sea para hacerle bien. ¿No había pensado en eso?
Holmes.- ¿Y qué bien podría ser?
Freud.- ¿No se lo imagina?
Holmes.- Nunca imagino nada. Y no puedo pensar ahora.
Freud.- ¿No? Entonces, es usted quien no está siendo sincero, Herr Holmes. Porque usted padece un abominable vicio, y prefiere insultar a sus amigos, que se han unido para ayudarlo a que se libere de ese yugo, antes de admitir su propia responsabilidad. Me decepciona, señor. ¿Éste es el Sherlock Holmes de quien tanto he leído? ¿El hombre que he llegado a admirar no sólo por su cerebro sino también por su caballerosidad principesca, su pasión por la justicia, su compasión por el que sufre? No puedo creer que esté tan sojuzgado por el poder de la droga que, en el fondo de su corazón, se niegue a reconocer su dificultad al mismo tiempo que su hipocresía al condenar a sus fieles amigos que, sólo por el amor a usted y su preocupación por su bienestar, se han molestado tanto.
Holmes.- (Guarda silencio, luego su voz se quiebra) Soy culpable de ello. No tengo excusa. Pero en lo que se refiere a ayuda, deben olvidarse de ello. Estoy en las garras de esta enfermedad diabólica, y debo consumirme. No traten de convencerme. No deben hacerlo. He recurrido a toda mi fuerza de voluntad para liberarme de este horrible hábito, y no he podido hacerlo. Y si yo, utilizando toda mi resolución, no puedo triunfar, ¿qué posibilidad tiene usted? Una vez que un hombre da un paso en falso, sus pies se encaminan para siempre por el sendero de la destrucción.
Freud.- Sus pies no se encaminan inexorablemente por ese camino. Un hombre puede darse vuelta y abandonar ese sendero, aunque eso requiere ayuda. El primer paso no es necesariamente fatal.
Holmes.- Siempre lo es. Ningún hombre ha hecho lo que dice usted.
Freud.- Yo lo hice.
Holmes.- ¿Usted?
Freud.- He tomado cocaína y estoy libre de su poder. Si me permite, lo ayudaré a liberarse también.
Holmes.- No puede hacerlo...
Freud.- Puedo hacerlo.
Holmes.- ¿Cómo?
Freud.- Llevará tiempo, y no será fácil. He dispuesto que se queden en mi casa, como mis huéspedes, mientras dure su recuperación. ¿Le agrada eso?
Holmes.- ¡Es inútil! ¡En este momento me domina la horrenda compulsión!
Freud.- Puedo detener esa ansiedad... por un tiempo. Siéntese, por favor. ¿Sabe algo acerca del hipnotismo?
Holmes.- Algo. ¿Se propone hacerme ladrar como un perro y que me arrastre a cuatro patas?
Freud.- (Ríe) Si coopera, si confía en mí, puedo disminuir sus deseos por la droga por un tiempo. La próxima vez que se ejerza su atracción, lo volveré a hipnotizar. De esta forma, reduciremos de manera artificial su necesidad hasta que la química de su cuerpo complete el proceso. ¿Está de acuerdo?
Holmes.- (Asiente con un gesto)
Freud.- Bien. (Se coloca frente a él, saca el reloj de su chaleco y comienza a balancearlo ante los ojos de Holmes) Quiero que se siente derecho y mire fijamente el reloj.
Unos instantes después, Holmes queda dormido. Freud se vuelve inmediatamente hacia Watson.
Freud.- ¡Rápido! Debemos revisar todas sus pertenencias.
Transición.
martes, 12 de enero de 2010
Puritanismo holmesiano
Pueden llamarme puritano, pero la idea de Sherlock Holmes como héroe de acción me parecía arriesgada e inapropiada, a pesar que Arthur Conan Doyle nos ofreciera certeza de sus dotes con la espada y atisbos de sus conocimientos en boxeo y artes marciales. Después de ver el espectáculo dirigido por Guy Ritchie puedo confesar que mis reservas eran infundadas. Sherlock Holmes (2009) es grandiosa, el salto de este personaje al nuevo milenio y su presentación a las nuevas generaciones.
Es cierto que no es el Holmes al que estamos acostumbrados, el que inmortalizara a Basil Rathbone o interpretara venturosamente Jeremy Brett. Los antecedentes que explican el enfoque que el director británico dio al detective más célebre son obvios: Ritchie es un eficaz artesano a quien debemos pequeñas joyas del llamado cine neo noir como Juegos, trampas y dos armas humeantes, Snatch y Revólver. Su estilo vertiginoso, pleno de cámaras lentas, flashforwards, flashbacks, dotan a la historia de una personalidad atractiva.
El guión de Lionel Wingram, Simon Kinberg, Michael Robert Johnson y Anthony Peckham toma numerosas situaciones, diálogos (“Datos, datos, datos. No puedo hacer ladrillos sin arcilla”) y personajes (Mary Morstan, Irene Adler y el infaltable Inspector Lestrade) que conocimos en las 4 novelas y los 56 cuentos escritos por Conan Doyle. Su eficaz puesta en escena, la impecable recreación de época con todo y un Puente de Londres en construcción, la partitura de Hans Zimmer y, sobre todo, sus actuaciones convierten a la película en el presagio de un venturoso 2010 (al menos en lo fílmico).
Su elenco, Jude Law, Rachel McAddams, Kelly Reilly y Mark Strong, es más que competente. También su protagonista, Robert Downey, Jr. Contradictoriamente es él, pese a su incuestionable talento interpretativo, el único aspecto que puedo recriminar a la película. Downey es estadounidense. Y repito, pueden llamarme puritano. No es un prejuicio hacia los actores de esta nacionalidad, pero creo que hay personajes que deben ser interpretados por británicos. Así sucedió con los actores que han dado vida a James Bond y con el elenco completo de la serie Harry Potter. Los mencionados Rathbone, Brett y Peter Cushig, algunos de los Holmes más memorables, eran ingleses. Lo vuelvo a decir, es una opinión puritana. También reconozco que no imagino a actor británico alguno capaz de llenar sus zapatos y las expectativas de una cinta de tan grande presupuesto.
El desenlace de la película, que incluye la promesa de un nuevo y conocido enemigo y me emocionó tanto como el final de Batman inicia (Nolan, 2005) es en realidad el comienzo de una franquicia a la que deseo una larga vida. Dondequiera que se encuentre, Arthur Conan Doyle debe sonreír satisfecho al comprobar la perdurabilidad de su creación.
Es cierto que no es el Holmes al que estamos acostumbrados, el que inmortalizara a Basil Rathbone o interpretara venturosamente Jeremy Brett. Los antecedentes que explican el enfoque que el director británico dio al detective más célebre son obvios: Ritchie es un eficaz artesano a quien debemos pequeñas joyas del llamado cine neo noir como Juegos, trampas y dos armas humeantes, Snatch y Revólver. Su estilo vertiginoso, pleno de cámaras lentas, flashforwards, flashbacks, dotan a la historia de una personalidad atractiva.
El guión de Lionel Wingram, Simon Kinberg, Michael Robert Johnson y Anthony Peckham toma numerosas situaciones, diálogos (“Datos, datos, datos. No puedo hacer ladrillos sin arcilla”) y personajes (Mary Morstan, Irene Adler y el infaltable Inspector Lestrade) que conocimos en las 4 novelas y los 56 cuentos escritos por Conan Doyle. Su eficaz puesta en escena, la impecable recreación de época con todo y un Puente de Londres en construcción, la partitura de Hans Zimmer y, sobre todo, sus actuaciones convierten a la película en el presagio de un venturoso 2010 (al menos en lo fílmico).
Su elenco, Jude Law, Rachel McAddams, Kelly Reilly y Mark Strong, es más que competente. También su protagonista, Robert Downey, Jr. Contradictoriamente es él, pese a su incuestionable talento interpretativo, el único aspecto que puedo recriminar a la película. Downey es estadounidense. Y repito, pueden llamarme puritano. No es un prejuicio hacia los actores de esta nacionalidad, pero creo que hay personajes que deben ser interpretados por británicos. Así sucedió con los actores que han dado vida a James Bond y con el elenco completo de la serie Harry Potter. Los mencionados Rathbone, Brett y Peter Cushig, algunos de los Holmes más memorables, eran ingleses. Lo vuelvo a decir, es una opinión puritana. También reconozco que no imagino a actor británico alguno capaz de llenar sus zapatos y las expectativas de una cinta de tan grande presupuesto.
El desenlace de la película, que incluye la promesa de un nuevo y conocido enemigo y me emocionó tanto como el final de Batman inicia (Nolan, 2005) es en realidad el comienzo de una franquicia a la que deseo una larga vida. Dondequiera que se encuentre, Arthur Conan Doyle debe sonreír satisfecho al comprobar la perdurabilidad de su creación.
viernes, 8 de enero de 2010
Feliz cumpleaños, señor Holmes.
En espera de ver la nueva aparición de Sherlock Holmes en el cine, conviene recordar que el pasado 6 de enero se celebró el cumpleaños 156 del más célebre detective de todos los tiempos. La fecha la provee William S. Baring-Gould en su erudita investigación de 1962 “Sherlock Holmes de Baker Street”, publicada en español por la benemérita editorial Valdemar en su colección El Club Diógenes.
Baring-Gould armó una biografía literaria del personaje a partir de las 4 novelas canónicas y los 56 cuentos que escribió Arthur Conan Doyle sobre su más popular personaje. Más allá, el libro pretende leer entre líneas y develar misterios sobre la vida personal del héroe y sus incondicionales. ¿Tuvo padres Sherlock Holmes? ¿Se casó más de una vez el Dr. Watson? ¿Por qué no siguió la pista a su contemporáneo, Jack el destripador, en lugar de quejarse tanto de que “ya no hay grandes crímenes”? ¿Acabó su relación con Irene Adler en “Un escándalo en Bohemia”? Son algunas de las preguntas que el autor trata de responder.
De acuerdo a la “Cronología holmesiana”, William Sherlock Scott Holmes nació el 6 de enero de 1854 en la Hacienda de Mycroft, en el North Riding de Yorkshire.
Por ello, en lugar de partir rosca de Reyes, propongo que a partir de hoy celebremos el natalicio del señor Holmes, un personaje que aún conserva su capacidad de asombrarnos y evidentemente nos sobrevivirá.
Baring-Gould armó una biografía literaria del personaje a partir de las 4 novelas canónicas y los 56 cuentos que escribió Arthur Conan Doyle sobre su más popular personaje. Más allá, el libro pretende leer entre líneas y develar misterios sobre la vida personal del héroe y sus incondicionales. ¿Tuvo padres Sherlock Holmes? ¿Se casó más de una vez el Dr. Watson? ¿Por qué no siguió la pista a su contemporáneo, Jack el destripador, en lugar de quejarse tanto de que “ya no hay grandes crímenes”? ¿Acabó su relación con Irene Adler en “Un escándalo en Bohemia”? Son algunas de las preguntas que el autor trata de responder.
De acuerdo a la “Cronología holmesiana”, William Sherlock Scott Holmes nació el 6 de enero de 1854 en la Hacienda de Mycroft, en el North Riding de Yorkshire.
Por ello, en lugar de partir rosca de Reyes, propongo que a partir de hoy celebremos el natalicio del señor Holmes, un personaje que aún conserva su capacidad de asombrarnos y evidentemente nos sobrevivirá.
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