Este es un tema que debí tratar con Guadalupe Gutiérrez en el extinto Testigos del Crimen.
La cuarta edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la Asociación Americana de Psiquiatría o DSM-IV (cuyas siglas en inglés refieren
al Diagnostic and Statistical Manual of
Mental Disorders) habla, entre muchos, de trastornos que tienen su origen
en la infancia, la niñez o la adolescencia, como los ocasionados por déficit de
atención y comportamiento perturbador, que comprenden alteraciones de la conducta cuyas
características son la desadaptación por impulsividad o hiperactividad,
afectaciones del comportamiento (violación de derechos de otros,
hostilidad, conducta desafiante). Todos son antecedentes claros del Trastorno antisocial de la personalidad,
también conocido como sociopatía. Y
aunque el documento prohíbe diagnosticarlo en menores (se recomienda detectarlo
a partir de los 18 años), la historia documenta casos que contravienen esta
premisa. Los niños también matan. Esto puede remitirnos al añejo debate si la
maldad puede heredarse o sólo es un constructo de factores bio-psico-sociales.
Los hechos son escalofriantes y hablan por sí solos.
Pensar en esto fue oportuno, inevitable, el otro
día que vi un gran pendiente: la película Tenemos que hablar de Kevin (We
Need to Talk About Kevin, Lynne Ramsay, 2011), la cual me comprueba que
no es necesario recurrir a un fantasma o un vampiro para producir horror. En un
gran flashback conocemos la trágica
historia de Eva Katchadourian (Tilda Swinton), otrora brillante
escritora de viajes y mujer cuya vida parece marcada por el color rojo (de la
tradicional Tomatina valenciana a las
manchas de la deshonra en su nueva casa). Ella y su eventual esposo Frank (John C. Reilly) son pronto “bendecidos” con un pequeño vástago, Kevin
(Jasper Newell de niño, Ezra Miller
de adolescente) quien desde sus primeros años tiene una conducta poco común –solapada
por su padre- que rebasa peligrosamente los arranques propios de su edad y desencadenan
en una masacre semejante a la cometida por Eric
Harris y Dylan Klebold en la Escuela Preparatoria Columbine el 20 de
abril de 1999. Eva vive –si a eso se
llama vivir- en un entorno suburbano que la estigmatizó, está consumida por el
alcohol, los antidepresivos y el remordimiento. No obstante la fuente de sus
penas le da la única esperanza para seguir adelante.
La cinta me
remite a una joya poco conocida, La mala semilla (Mervyn
Le Roy, 1956), basada a su vez en la adaptación teatral de Maxwell Anderson a la
novela de William March, donde la inocente Rhoda (Patty McCormack, interpretada en los escenarios nacionales por
Angélica María) comete todo tipo de atrocidades que dejan en manifiesto que nació
la maldad está en sus genes. O al episodio “Consciencia” de la sexta temporada
de La
Ley y el Orden: Unidad de Víctimas Especiales, donde el pequeño Jake
O´Hara (Jordan Garrett)
asesina a su condiscípulo, hijo de un prominente psiquiatra (Kyle MacLachlan). El profesional pronto
cae en cuenta de su naturaleza. “Es un sociópata”. Acto seguido, toma el arma
de un policía y dispara al menor. Tras ser enjuiciado y exonerado por el
homicidio, el médico admite que lo mató con plena consciencia. “La diferencia
es que él volvería a hacerlo. Yo no”.
Por lo anterior remato con una sugerencia: sean
generosos cuando sus vecinitos les pidan “calaverita” el siguiente Día de
Muertos.
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