Siento un gran conflicto al escribir estas
líneas. Hace un par de semanas, antes de su pronta salida de la cartelera
comercial, pude ver Ojos grandes (2014), el decimoséptimo largometraje de Tim Burton, autor al que venero pese a
algunos descalabros que suceden a todo artista. Lo curioso es que el director
contó con una gran materia prima: un inteligente guión de Scott Alexander y Larry
Karaszewski –dupla responsable del libreto de Ed Wood (1994)-, la sobria
fotografía de Bruno Delbonnel –con
quien ya había trabajado en Sombras tenebrosas (2012) y lo hará en
la venidera El hogar de Miss Peregrine para
niños peculiares -, una partitura de su ya
habitual Danny Elfman, un colorido y
atrayente diseño de arte de su frecuente Rick
Heinrichs, un vestuario de la galardonada Colleen Atwood –también colaboradora habitual- y las muy correctas
actuaciones de los laureados Amy Adams
y Christoph Waltz. ¿Qué podía salir
mal? Nada. Y ese es el motivo de mi congoja. La cinta no me disgustó en
absoluto. No está producida por un gran estudio, ni gozó –al menos en nuestro
país- de una gran campaña publicitaria. Sin duda es la más atípica de sus obras,
quizá deliberadamente para sacudirse de un estilo al que nos ha acostumbrado en
su carrera de más de tres décadas. En su momento hablé del término burtoniano
para referirnos a su cine: “La filmografía de Tim Burton en conjunto es un
estupendo cuerpo de trabajo cinematográfico. Sólido y consistente en sus temas
(la marginalidad, la soledad, lo extraño, la dualidad de la condición humana,
la belleza interior y los límites que establece la sociedad), personajes,
actores (como Almodóvar reunió un ensamble actoral que bien podríamos llamar
los Chicos Burton, entre quienes brillan Johnny Depp, Danny de Vito, Jack
Nicholson, Michael Keaton, Christopher Walken, etc.), ambientes, estética y
técnica narrativa, reúne los elementos para ser calificado como cine de autor
si bien es inminentemente comercial”.
Me resulta inevitable compararla con la ya
mencionada Ed Wood porque se trata de otro bien ejecutado biopic
–biografía fílmica-, historias que disfruto enormemente. Esta vez sobre Peggy Doris Hawkins, conocida después
de su primer matrimonio como Margatet
Ulbrich y finalmente como Margaret
Keane, la popular pintora estadounidense que se caracterizó por sus cuadros
de niños con grandes y expresivos ojos. Recuerdo haber visto su trabajo cuando estudiaba
la primaria, en algún calendario o revista. Y aunque ha sido juzgada
severamente por la crítica especializada, su contribución al arte siempre será determinada
por su aceptación entre el público. En su horda de aficionados se encuentra el
propio Burton, uno de sus mayores coleccionistas, cuya vida le pareció
suficientemente atractiva para llevarla a la pantalla grande.
A principios de los años cincuenta, Margaret (Adams) escapa con su pequeña
hija de las garras de un marido abusador. Se instala en San Francisco, California,
donde pronto cae en las garras de Walter Keane (Waltz), un carismático,
oportunista y mentiroso agente de bienes raíces con pretensiones pictóricas.
Cuando la pareja descubre que el trabajo de Margaret
es mejor aceptado, Walter vislumbra
sus posibilidades comerciales, vendiéndolo incluso en supermercados. Comienza
así a firmar como suyas las pinturas de su esposa, con consentimiento de ella,
convirtiéndose en un fenómeno mediático gracias a sus dones de buen vendedor. Llega
así la lucha por la liberación y recuperar la dignidad y el mérito, con un
desenlace arrancado de los viejos programas de Perry Mason que tanto
gozaba el vivales Keane.
Todo en conjunto funciona. Podemos verla
como un estudio sociológico de una época donde la mujer era vista como un “cero
a la izquierda”, muy oportuna para verse en el pasado Día Internacional de la
Mujer. Pero al finalizar sentí que era algo que ya había visto antes. Es una
producción impecable, cierto, pero completamente normal. Definitivamente no es
el producto que espera el devoto promedio de Burton. Acaso hay breves momentos
donde lo reconocemos, como en el coreográfico amanecer suburbano, en el oscuro antro
jazzístico o en ese ático prohibido, repleto de pinturas que miran al
espectador. Si lo que trata es de “escapar” de su estilo y “evolucionar”, de
hacer algo académico, podría pensarse que “reniega” de su origen. Y si es así,
sus seguidores –entre los que me sumo- verían esto como una “traición”. Una película
como Ed
Wood me parece más auténtica, más fiel a su esencia. Con sus altibajos
recientes, prefiero al Burton de Beetlejuice (1988), Marcianos
al ataque (1996) o Frankenweenie (2012).
Hasta el momento Ojos grandes ha recaudado
un poco más del doble de los modestos 10 millones de dólares que costó (ya
saben a qué me refiero al decir “modestos”), así que no la podríamos considerar
como un fracaso económico. Ed Wood,
con todo y sus premios, recuperó sólo la tercera parte de su inversión. Burton quizá
obtuvo lo que merece y seguramente esperaba: el reconocimiento de la crítica,
aderezado por la melancólica canción de Lana
Del Rey, que encabeza una banda sonora donde incluso me cuesta identificar
a Elfman, quizá el apoyo más constante sin el que no se puede comprender el
cine de Tim Burton.