Querido Edgar Allan Poe:
Las cosas en el que fue su mundo han cambiado, pero aún permanece la barbarie del que todo lo quiere sin importar los medios. A ningún muerto le importa saber que vive en la memoria de quienes le sobreviven, pero desde donde Usted se encuentre debe sonreír, satisfecho por haber escrito “El extraño caso del señor Valdemar”: como él, nos habla desde un dominio que nuestras limitaciones nos obligan a llamar más allá. Usted lo supo mejor que nadie. Ser escritor es una victoria formada por una suma de fracasos. Como los boxeadores, usted vivió en un país y en un tiempo donde para mantenerse en la cúspide era necesario hacer a un lado la pasión del amateur que actúa porque quiere y no porque debe. Antes de Hawthorne y Melville, dos de sus grandes herederos, se atrevió a decir no y a escribir historias incomprensibles, ambiguas, laberínticas, cuyos lectores aún no nacían. Ahora las cosas son distintas y Usted tiene qué ver con todo y con todos: con el adolescente que en su ansia de vida se descubre entre el pozo y el péndulo antes de encender la televisión, esa caja del diablo que hubiera podido inventar el profesor Von Kempelen; con el proyecto de Alan Parson, quien tradujo al pentagrama no las anécdotas sino los climas de sus Tales of Mystery and Imagination; con los Beatles, que lo colocan en la portada de su Banda de los Corazones Solitarios del Sargento Pimienta; con Diamanda Galas y su desgarradora plegaria por la peste de este fin de siglo, tan devastadora como la muerte roja.
Usted nunca tuvo hijos, mas procreó una dinastía de descastados: el inmenso Charles Baudelaire, quien de no haber escrito nada, hubiera pasado a la Historia como el más generoso y eficaz agente literario, como el príncipe de los amigos en el más ingrato y solitario de los oficios; Horacio Quiroga, poseído por la fiebre diurna que azuzó los terrores de Arthur Gordon Pym; el torturado Howard Phillips Lovecraft, vagabundo en las calles de Providence, descubriendo en cada esquina que los monstruos nacen de las profundidades del corazón. Jorge Luis Borges, amante de los laberintos y la limpieza matemática de la prosa, nos enseñó a entrar con más cuidado en senderos de los que Usted fue pionero.
Ahora sus compatriotas –esos que en vida no lo merecieron- han alcanzado la Luna, como antes lo hizo el globo aerostático de su Hans Pfall. Las computadoras resuelven en segundos la criptografía que a los personajes de “El escarabajo de oro” les llevó una vida. El cine, desde la obviedad estremecedora de Vincent Price al lirismo de Louis Malle, se ha encargado de traducir, con mayor o menor fortuna, sus visiones. Marie Bonaparte, discípula de Sigmund Freud, lo tomó como modelo de laboratorio para ilustrar los abismos del alma. En fecha reciente, un ejemplar de Tamerlane, su libro de poemas, se vendió en una cantidad que sólo por vergüenza nos callamos.
El mal no termina, y para encontrar las fuerzas que lo mueven no bastan los tecnócratas: es necesaria la fuerza y la tenacidad de un August Dupin. El detective sigue siendo –por fortuna- un hombre común, víctima de sus iluminaciones y desastres. La literatura, tal y como Usted la concibió, sigue siendo un juego de inteligencia, de pasión domada: el azar es consuelo de los mediocres. El triángulo brevedad-intensidad-efecto que resolvió con limpidez de teorema en “La filosofía de la composición” está marcado a fuego en todo aquel que desea transladar la horrible realidad a la existencia incorruptible del texto perfecto.
Quien nace para vidente, intuye lo que vendrá, no obstante la imprecisión y vaguedad de las formas. Usted sabía todo esto. De ahí la ambigüedad de esa semisonrisa que lo caracteriza en la mayor parte de sus retratos. A 160 años de su partida, Usted, Edgar Allan Poe, es cada vez más joven. Si vuelve a morir, será por nuestra incapacidad para seguir mirando los fulgores de su exigente diamante. Lo afirman los más autorizados académicos; lo comprueba el niño que en mitad de la noche descubre que en su ropero se congregan los terrores del primer hombre, ése que en el cielo descubrió su miedo y con ello supo que, a pesar de todo, vivir es una aventura incomparable.
Vicente Quirarte.
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