Los vampiros son
mi primer romance literario. Son el tema con que más me he vinculado a través
de cursos, conferencias y obras de teatro. Aunque he estudiado otras figuras,
no puedo resistir el llamado de la sangre. Eso comprueba el embrujo que ejerce
en casi todos los aficionados del horror. Hoy escribo de él nuevamente por el
avance –trailer le dicen hoy- de la teleserie que la cadena estadounidense NBC
estrenará en breve. El proyecto es protagonizado por el irlandés Jonathan Rhys Meyers, mejor conocido
por interpretar al Rey Enrique VIII
en el drama The Tudors. Curioso.
Ahora tiene el difícil reto de encarnar al Rey de los Vampiros con digitad y
eficiencia. Las imágenes trazan un vínculo con el personaje histórico que
inspiró en parte a Bram Stoker para concebir su creación más perdurable, el príncipe
Vlad III, conocido como Drácula, Hijo del Dragón, por los
honores conquistados por su padre. El proyecto, pese al deslumbrante
espectáculo visual que promete, provoca mis más grandes reservas. No por las
capacidades del estelar, pues creo que Rhys Meyers es un actor competente, sino
por la aportación que haría al mito. No digiero a un vampiro haciéndose pasar
por un inventor estadounidense para infiltrarse en la sociedad británica y de paso llevarle la energía eléctrica, para
comenzar. El eje será, como en el guión que escribió James V. Hart para Drácula de Bram Stoker (Francis Ford Coppola, 1992), una
historia de amor y reencarnaciones. Y aunque la estatura e incontables méritos
de la cinta que dirigió uno de los mejores cineastas vivos me hace pasar por
alto esta licencia, Drácula no es una historia de amor. La insistencia me alarma
por la proximidad al fenómeno Crepúsculo. Ya conoceremos el resultado. Lo único
incuestionable es la perdurabilidad del vampiro. Vean y juzguen.
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