Regreso al viejo tema de los remakes
(uso deliberadamente el anglicismo, pues casi todos lo aceptan). También los
llaman, en la era de la corrección política, reelaboraciones.
Coloquial y despectivamente, refritos. Este último calificativo
tiene base en nuestra renuencia a aceptarlos, cosa parcialmente comprensible.
Tendemos a formarnos un criterio en base a la experiencia, y de ésta hemos
aprendido que muchos suelen ser malos, terribles e irrespetuosos con la obra
que los origina. Esto es ultrajante. Más cuando se realizan con un propósito
meramente comercial. Pero de eso ya he hablado en el pasado. Quiero defender a
las minorías, porque no todos merecen ser menospreciados simplemente por
tratarse de una nueva versión de una historia que conocimos y admiramos. Tomemos
el caso de Drácula. Hacerlo sería descalificar el trabajo que Gary Oldman hizo en 1992, o la
actuación de Sir Christopher Lee en
1957 y colocarlos por debajo de la interpretación de Bela Lugosi de 1931. Todos son vampiros memorables, con maíces distintos
y que se colocan dignamente en la misma posición en nuestra memoria y afectos.
El tema de los remakes supone un gran dilema. Sigamos con el caso de Drácula. No considero uno estricto a la
versión que Francis Ford Coppola –sobre
un libreto de James V. Hart- dirigió
en 1992. Sobre todo si tenemos en cuenta que la de 1931, dirigida por Tod Browning, usa como base un guión
escrito por Garrett Fort que parte –más
que de la novela de Bram Stoker- del
libreto que Hamilton Deane escribió
para los escenarios ingleses y que –al comprobarse su éxito- John L. Balderston adaptó para las
audiencias estadounidenses.
Algo similar ocurre con la película La
mosca (Kurt Neumann, 1958), adaptación
escrita por James Clavell del cuento
La
mosca de la cabeza blanca de George
Langelaan. En 1986 el canadiense David
Cronenberg llevó la historia a su universo. Escrita por el mismo Cronenberg
y Charles Edward Pogue, en lugar de
ofrecernos de nuevo la historia clásica, “es el drama de dos amantes, uno de
ellos con una terrible enfermedad degenerativa”, como escuché decir al cineasta
hace años en la Cineteca Nacional. Y
nadie puede negar que brilla por méritos propios. Lo mismo sucedió con La
noche de los muertos vivientes, remake
que en 1991 Tom Savini hizo de la
cinta que valió su pase a la posteridad a su maestro George Romero en 1968. Ambas son, con la debida distancia,
maravillosas.
Incluso hay algunos remakes que logran superar a su original. Y sé que eso puede sonar
a sacrilegio. Pero los hay, pese a que son escasos. Para mí siempre será más
afortunada la versión de 1988 de La mancha voraz, dirigida por Chuck Russell, que la original de 1958
de Irvin Yeaworth, estelarizada por el
entonces debutante Steve McQueen. Las
dos son entrañables B movies, cierto,
y quizá tiene mucho que ver que la segunda es parte importante de mi
adolescencia.
Lo anterior me permite identificar 3 aspectos
que definen a un buen remake:
1. Un buen remake nunca debe realizarse con fines puramente mercantilistas, sólo por
aprovecharse de la fortuna económica o la fama de una película. Ahí están para
demostrarlo los desastrosos remakes
de Psicosis (Gus Van Sant, 1998) o La casa de cera (Jaume Collet-Serra,
2005).
2. Un buen remake debe poner al día de forma
inteligente, afortunada y respetuosa una idea ya presentada, incorporando
aspectos que demuestren su vigencia.
3. Un buen remake agrega elementos reconocibles por
el aficionado –guiños-, sean elementos, actuaciones especiales, parlamentos o
algo que nos permita trazar un vínculo con su original. Todo usado de forma
inteligente que no le reste una identidad propia.
En resumidas cuentas, no debemos
generalizar. Dicen que “el que pega primero, pega dos veces”, cierto. Pero el
que disfrutemos un remake bien hecho no
es un atentado contra una obra que siempre será insustituible, ni mucho menos nos
convierte en traidores. Esto me será de utilidad para compartir con ustedes mi
visión sobre el nuevo RoboCop. Pero eso será mañana.
Espero.
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