En este país hay tres prácticas muy
arraigadas: ver el fútbol cada domingo, ir a misa –también en domingo, muy
temprano- y elaborar teorías de conspiración.
Desconfiar de cuanto nos enteramos en
las noticias tiene raíces muy alarmantes. Es síntoma claro de la falta de
credibilidad de –muchos de- los poderes fácticos, sean los medios de
comunicación, la iniciativa privada y los gobiernos. En la horrible realidad,
muchas de estas dudas tienen cimientos poderosos. En pocas situaciones, no. Lamentablemente
las instituciones luchan contra una mala reputación –muchas veces- ganada a
pulso y heredada de tiempos previos a mi nacimiento. En muchos casos la falta
de datos, las prisas, la presión social y la ausencia de cautela hacen que una
autoridad se precipite y haga pública información que el tiempo demuestra que
es inexacta e incongruente, lo que alimenta la incertidumbre y el enojo de la
población. Lo que es imposible negar es que siempre existen intereses oscuros
que se afanan en ocultar la verdad a opinión pública, lo cual alimenta la
imaginación y obliga al cuestionamiento. Teorías de conspiración sobran y se
remontan a la antigüedad. ¿El emperador Napoleón
Bonaparte realmente murió envenenado? ¿Tras el asesinato del presidente John Fitzgerald Kennedy hubo una
conspiración entre un sector del gobierno estadounidense, la milicia, la mafia
italiana e inmigrantes cubanos? ¿Estados Unidos llegó realmente a la Luna? ¿Cuál
es la verdad tras el homicidio del aspirante a la presidencia mexicana Luis Donaldo Colosio? ¿Quién es el
verdadero asesino del conductor de televisión Paco Staney? ¿La activista Digna
Ochoa realmente fue asesinada? ¿Un artefacto ultrasecreto en la Antártida es
el responsable de las recientes tragedias climáticas? ¿La carne de los
productos de hamburgueserías transnacionales realmente es de rata? Todas estas preguntas
acechan el imaginario colectivo.
Recuerdo esto porque ayer pensé en Los
Pistoleros Solitarios, el grupo de excéntricos que asesoraban al agente
especial Fox Mulder (David
Duchovny) en la desaparecida teleserie Los Expedientes Secretos X, la cual
no requiere más presentaciones. El inusual trío, John Fitzgerald Byers (Bruce Harwood), Melvin Frohike (Tom Braidwood) y Richard Langly (Dean Haglund), tuvieron una presencia discreta
pero constante en las 9 temporadas de vida del drama y eventualmente se hicieron
merecedores de su propio programa, que tuvo una efímera existencia –de una
temporada-. Ellos tomaron su nombre artístico precisamente de una de las
teorías de conspiración más populares en Estados Unidos: la del pistolero
solitario Lee Harvey Oswald que
privó de la vida al presidente Kennedy el 22 de noviembre de 1963, curiosamente
la fecha del nacimiento de Byers.
Sobre el perfil o patologías de los
creyentes en conspiraciones –delirios,
esquizofrenia paranoide, histeria, ilusiones- no profundizaré. Cada quien es libre de creer –o no
creer- en lo que le plazca, siempre y cuando no afecte el bienestar de terceros.
El Sargento John Munch (Richard
Belzer), recientemente sacado del elenco de La Ley y el Orden, Unidad de
Víctimas Especiales, era un paranoico funcional que desconfiaba del Sistema
al cual pertenecía. Yo diré, como sabiamente responden las abuelas cuando les
cuestionan sobre fantasmas, “no creo en esas cosas, pero de que existen,
existen”.
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