Bernardo Couto Castillo (1879?-1901) fue el escritor maldito del modernismo mexicano. Por una ocurrencia suya nació la tan famosa Revista Moderna. Murió a los 22 años, consumido por el alcohol, las drogas, las noches disipadas. Su obra completa fue publicada en el 2001 por la Factoría Ediciones, en su serie La Serpiente Emplumada, de donde se recoge este cuento.
LA ALEGRÍA DE LA MUERTEBernardo Couto Castillo
Para Jesús E. Valenzuela.
Nuestra Señora la Muerte sentíase profundamente malhumorada. Durante toda la noche había errado de un lado a otro del cementerio, paseando su manto blanco a lo largo de las avenidas, haciendo chocar los huesos de sus manos y mirando con sus miradas profundas y sin expresión las blancas filas de sepulturas. Se detenía ante los túmulos suntuosos, plegando sus labios secos con macábrico gesto, y los observaba sintiéndose llena de satisfacción al considerarse la dueña de todo lo creado, la soberna derramadora de lágrimas, el terror del pobre mundo, la grande, la Todopoderosa.
A lo lejos, de la ciudad se levantaba luminosa polvareda; la malhumorada la veía fríamente, preguntándose si todos cuantos la habitaban podrían fácilmente caber en su tenebroso dominio, y extendía su vista sobre los campos, pensando en reemplazar trigos y árboles por desnudas o labradas piedras y en apagar con paletadas de tierra el brillo de la ciudad.
Al amanecer se pudo en marcha, razonando silenciosa. Su descontento era en verdad bien grande: desde arriba no la ayudaban; los tiempos eran malos hasta el exceso; durante todo el año ninguna epidemia, ninguna guerra, ninguna de esas matanzas en grande que la regocijaban, llenándola de trabajo y librándola del roedor fastidio. Para alimentar a sus gusanos, pobres y débiles criaturas confiadas a su cuidado, para nutrir la voraz tierra, había tenido que ir de un lugar a otro, acechando, sitiando, poniendo el revólver o el veneno en las manos de los cansados, afligiendo madres, viéndose obligada a ahogar las súplicas y a apartar bruscamente los brazos defensores de las vidas queridas.
En su irritación, se proponía trabajar duro y poblar toda una avenida del camposanto, que en sus nocturnos paseos le disgustaba por hallarse virgen de despojos humanos.
En la primera casa que acertó a distinguir, penetró fieramente como Señora y Reina, encontrándose a un anciano, lo que la llenó de despecho, aumentando su criminal impaciencia y su fastidio. Los cabellos blancos le hacen pensar en la nieve y el frío de sus cementerios. Las arrugas, los rostros ajados, le recuerdan su existencia, vieja ya como el mundo. Ella busca, sobre todo, los rostros jóvenes, los cuerpos fuertes, los seres que harán falta, y sobre los que el llanto dejará su humedad.
El anciano sintió que en él pasaba algo de anormal; su cabeza y sus miembros se entorpecían, sus pies se enfriaban, se turbaba su vista y un inmenso terror le invadía; alarmado, pidió a gritos el auxilio de un médico. La Muerte, exasperada, ahogó el grito, rompió el hilo que a la vida lo sujetara y se alejó impávida.
-Decididamente –se decía al salir-, soy demasiado buena y por lo mismo demasiado estúpida. ¡Llevarme a un viejo que en unos meses más tarde hubiera ido por sí solo, librarlo de una vida que solo era un peso, un constante temblor, una ruina!... no, decididamente he sido demasiado buena a es preciso vengar mi torpeza.
Caminando, llamó su atención un poco más lejos, una casa en la que todo parecía sonreír; las hay así, casas que parecen rostros amables, con sus rejas recién pintadas, sus cortinas de colores muy claros, y sus enredaderas en los que hay prendidos ramilletes de flores; casas que detienen al transeúnte para hacerlo envidioso. “Bonito nido –murmuró la visitante- ya lo veremos dentro de una hora”, y haciendo chocar los huesos de sus manos, se entró recta hasta un cuarto en cuyo fondo, y elevado como un trono, aparecía el lecho.
La esposa dormía. La Muerte tocó sus brazos desnudos, haciéndola estremecer de frío, oprimió ligeramente el cuello para procurar un poco de ansiedad, le dio tiempo para llamar, vio con placer que todo el mundo se alarmaba, rió de las carreras, de los frascos traídos, prolongó sus frías caricias e hizo profunda reverencia acompañada de horrible mueca al médico que precipitadamente entraba. Volvió a oprimir con más fuerza, acercó su boca infecta para aspirar el aliento de su víctima, paseó sus dedos ásperos por el hermoso cuerpo, le estrujó el corazón, y cuando, después de haber jugado con esa vida como juega el gato con el ratón, se hubo cansado, la sacudió y alejó impasible, sonriendo al coro de lamentos que tras sí dejaba. Fue luego una larga sucesión de asesinatos; por donde quiera que pasaba, dejaba ventanas cerradas, casas donde las abandonadas se miraban con huraños ojos sin atreverse a hablar, largas letanías de rezos entrecortadas por sollozos- A las cuatro de la tarde, algo atormentada por tanto llorar, se introdujo en el cuarto de uno que la llamaba.
Ahí fue recibida como una Redentora; los dedos fríos, largos y duros como tenazas, parecieron suaves y blandos; el rostro ajado, el gesto espantoso, tomaron las formas de un rostro joven y piadoso, llegando como una amada a imprimir el beso sagrado; el manto húmedo, el sudario medio desgarrado, pareció ligera gasa velando un cuerpo muchas veces soñado y deseado en todas las horas de desfallecimiento.
Las bendiciones que allí recibió, de nuevo la disgustaron, y cuando buscaba a quién llevar consigo una vez más, tropezó con un médico.
¡Ah! ¡Señor Doctor! ¡Apresurados vamos!, sin duda será para arrebatarme algún pensionario. Vuestra ciencia es tan grande, prodigáis tanto la salud y la vida, que yo, pobre Muerte, necesito de vos. Y diciendo esto, maltrataba al sabio, que muy ocupado con la muerte de los otros, apenas si se ocupaba de la suya: con precipitación penetró a una botica, pidió agua y polvos, pero cuando se disponía a usarlos, la disgustada dueña del cementerio le ahogó de un seco y formidable manotazo.
En la noche, antes de volver a su dominio, una gran iluminación la atrajo y lentamente entró a un circo. Como a buen tirano, el goce de los otros la ofendía, le estorbaba, pareciéndole que de algo la despojaban; las luces, el brillo de los colores, la orquesta, la pusieron fuera de sí; consolóse, sin embargo, pensando que todos, absolutamente todos, le pertenecían; lo mismo los alegres que los fastidiados, los inteligentes que los estúpidos; los poderosos que los miserables; todos eran carne que engordaría a sus gusanos; con sólo extender su mano o dar fuerza a sus soplo, interrumpiría la risa y evitaría el aplauso, sin que nadie, absolutamente nadie, pudiera librarse de su yugo. “Adiós, pues, rostros jóvenes, rostros hermosos, corazones inflamados y seres que esperáis la ventura; ninguno de vosotros pensáis que sois míos; reflexionáis, os movéis, hacéis ruido, y vuestra vanidad, inflándose inmediatamente, os hace creeros libres y dueños de vosotros mismos: ¡ah!”
“¡Ah!, ¡pobres locos!, yo sola soy vuestro dueño; me pertenecéis desde el principio de los siglos y me perteneceréis hasta que mis huesos se rompen bajo las ruinas del Universo. Reíd, reíd, haced los movimientos que en mí causan espanto; el hilo de vuestra vida, pobres fantoches, está en mis manos; reíd, representad vuestra comedia hasta que el sostén se rompa y os deje caer sobre el tablado frío, enlutado escenario de silenciosa tragedia, que será el ataúd”.
Vino a interrumpirla en su amenazante monólogo la aparición de un payaso blanco como ella; hacía gestos irónicos parodiando el dolor de una pasión no correspondida; en su ancho traje de seda ostentaba, delicadamente bordadas, inmensas calaveras llorando por sus órbitas vacías. “¡Hola! –exclamó la fúnebre espectadora_, ¡hola!, conmigo juegas y el dolor parodias, amiguito mío; yo contendré tus risas y te haré no reír del dolor”, y saliendo fue derecho a la casa del clown.
“Bebé”, el niño que alegraba el hogar con lo sonoro de sus risas y la constante movilidad de su pequeño cuerpo, dormía descansando de sus innumerables carreras y su eterno charlar. Sobre su rostro caía el resplandor de una lámpara azul. “Bebé” dormía risueño, los diminutos puños cerrados y el aire satisfecho.
La criminal se detuvo un momento; aunque no quería confesárselo, sentía debilidad, algo así como un remordimiento de arrebatar un ángel tan hermoso, de cambiar sus facciones nunca quietas por las inalterables líneas, y su constante bullicio por el más completo silencio. Pensó en los besos y en las caricias que diariamente debía recibir, en las carcajadas que el padre tenía que arrancar a su humor no siempre riente, para rodear de cuidados al niño, y casi estuvo por retirarse. Su debilidad la detuvo; llevó un dedo a su frente y miró de nuevo al niño: “Vamos –se dijo-, ¿es que por casualidad me volveré compasiva? No, mi honor no lo permite”, y comenzó la obra.
Ésta, que al parecer era sencilla, no lo fue tanto. La madre abrazaba al niño, lo defendía, lo resguardaba, lo cubría son su cuerpo para evitar los abrazos de la cruel.
Cuando sentía que los pequeños miembros se helaban, ella les daba su calor y cuando la respiración era difícil, ella le daba su propio aliento.
Fueron horas de ansiedad; a veces los dedos fríos tocaban la piel fina, pero la madre removía a la criatura haciendo circular la sangre, y la vida volvía lenta, los pequeños ojos se abrían, la cabeza pálida encerrada en su marco de cabellos rubios, recobraba la vida, hasta que algunos minutos después los dedos tocaban de nuevo, y el frío volvía y la palidez era más grande.
La lucha duró varias horas, la madre no se cansaba nunca y la muerte se indignaba. Hubo un momento en que pensó llevarse también a la defensora, pero entonces no habría dolor y el triunfo no sería completo.
Al fin venció, cuando la madre se apartó un momento dejando al descubierto el cuerpecito.
El honor de la Muerte, estúpido como el honor de los hombres, había dado muerte a “Bebé”.
Al día siguiente, sus víctimas llegaron una después de otra. Ella las recibía ceremoniosamente, les rendía todos los honores, aceleraba a los sepultureros, hacía remover la tierra y sonar las campanas. Vino el ataúd de la desposada, cubierto de flores llenas de frescura y de vida: ironía propia de todo funeral. Vino el niño en su caja pequeña, blanca y acolchonada como un lecho; vinieron el viejo y el joven y los otros, siendo colocados a pequeñas distancias, en la avenida, un día antes desierta y llena ahora de flores. Vinieron los dolientes, rostros afligidos y sinceros, rostros indiferentes o imbéciles, rostros de ocasión, como los trajes que llevaban, como las palabras que decían. Las cajas desaparecieron, las flores murieron bajo las paletadas de tierra, las lágrimas se secaron, y de nuevo, sólo hubo silencio.
Esa noche, la Luna brilló con todo su esplendor. Cerca del cementerio los perros ladraban; a lo lejos, la ciudad mostraba sus millares de puntos luminosos brillando como estrellas en cielo oscuro, y el viento mecían las ramas que dan sombra a los lechos donde nunca llega el calor. La Muerte se paseó a lo largo de las tubas; abría las recién cubiertas y se alegraba viendo el cuerpo puro, el cuerpo joven de la desposada que un día antes dormía sobre brazos amados, amarillento, con manchas azuladas, siendo pasto de los gusanos, y observaba atenta los lugares donde más abundaban, animándolos en su obra iba al niño, desbarataba los cabellos que caían a lo largo de la cara color de cera, palpaba las manecitas que antes removieran todo; meneaba los cuerpos, se embriagaba en su olor, e indiferente se alejaba, acosada otra vez por el soberano fastidio.
Pero su gran satisfacción, su mayor goce, era pensar que si todos le pertenecían en cuerpo, por completo le pertenecían un mes, un año, dos años después, cuando el olvido los hubiera borrado de la memoria de los hombres. La muerte se retiró; su día no era del todo malo.