Roberto Coria
Para Ofelia esa no era la feliz navidad que había imaginado. Los pleitos con sus tíos, sus cuñadas insoportables y la agitada vida social de sus amigos la obligaron a pasar la fiesta en casa, en compañía de su familia. “No siempre se tiene lo que se quiere”, pensó. Aun así decidió lucirse en la cocina. Había preparado dos tipos de ensalada, una deliciosa pasta, tres guarniciones diferentes y dos postres bajos en calorías (debía guardar la línea). En el lugar de honor de la mesa destacaba un gigantesco pavo que le tomó toda la mañana preparar. Ahora estaba recién salido del horno, mientras José (su esposo) luchaba con el corcho de la costosa botella de vino espumoso. El pequeño Pepe había dejado (a regañadientes) el sangriento videojuego y su hermana Yaris (según el acta de nacimiento se llamaba Yolanda) se despidió de sus amigas en Twitter para responder el llamado a cenar de su madre. Aún no era medianoche pero todos estaban hambrientos y querían terminar con el ritual para irse a sus habitaciones. Ofelia usó su mejor vajilla y los cubiertos de plata que le regaló su madre el día que se casó pues la ocasión lo ameritaba. Deliciosos olores saturaban el ambiente. En la sala el fuego de la chimenea y las luces del enorme cadáver de árbol (Ofelia odiaba el artificio, a pesar de sus incontables cirugías plásticas) recreaban una escena digna de una revista de decoración, de esas que compraba ansiosamente cada mes. El patriarca de la familia dio gracias al Creador (sin sentir auténtica gratitud) por el banquete y, ante el fastidio de sus hijos y la mirada complaciente de su mujer, tomó el trinche y el cuchillo eléctrico para irse directo a la pechuga de la gran ave. Todos tardaron en procesar lo que sucedió después. El pavo comenzó a temblar y súbitamente se irguió. Como lo leen. Se levantó y antes que el hombre reaccionara, le arrebató el cuchillo eléctrico y rebanó su garganta. Un chorro carmesí brotó de su yugular y salpicó a todos los presentes antes que, en medio de estertores, el padre se desplomara sobre la mesa (ensuciando el lujoso mantel). Las mujeres gritaron, horrorizadas, y huyeron hacia la cocina donde se escondieron en la alacena (que superaba en tamaño al departamento de muchas familias). Sólo el pequeño Pepe (temerario como era) se enfrentó al victimario de su padre. Cuando trató de tomar el trinche para defenderse, el pavo le hizo un gran corte en la muñeca. El niño retrocedió, al mismo tiempo que el alado saltó de la mesa. Pepe trató de parar la hemorragia con una servilleta (“al diablo lo que diga mamá”, pensó) y escrutó la habitación con la mirada, en busca de su adversario. Este surgió por debajo del mantel, hizo un corte veloz en las pantorrillas del niño, y una vez que lo derribó se lanzó con el cuchillo a su cara. En el interior de la alacena, cubiertas de sangre, desconcertadas e impotentes, Ofelia y Yaris escuchaban la masacre. Luego de un rato de silencio, Ofelia se armó de valor y, en contra de las súplicas de la joven, decidió salir a buscar ayuda. Abrió lentamente la puerta. Nada surgió a su paso (como pensaba sucedería). Por un instante pensó que todo era obra de su imaginación hasta que vio tumbado sobre la mesa al que alguna vez fue su marido y a Pepito en el suelo, en un gran charco rojo. Ahogó un grito y, sigilosamente, se dirigió a la sala para tomar el teléfono y llamar a la policía. La línea estaba muerta, justo como ella unos momentos después. De atrás del sillón, el pavo rodeó su cuello con el cable de las luces navideñas y apretó hasta que no pudo entrar más oxígeno en sus pulmones. El cuerpo inerte de la mujer se desplomó al lado del árbol que vistió con tanto esmero. En la alacena, Yaris escuchó horrorizada los últimos instantes de vida de su madre. Su cerebro no podía creer lo que estaba sucediendo. Lloró y lloró sin saber qué hacer. No supo cuánto tiempo permaneció en su escondite. Ruidos lejanos interrumpieron sus pensamientos (porque contrario a la percepción de sus padres y compañeros, sí pensaba). Aguzó el oído y distinguió gritos lejanos, genuinas muestras de miedo semejantes a las que vivió momentos atrás. También otros más fuertes que provenían de la misma cocina. Tuvo un instante de claridad y resolvió lo que debía hacer. En la semioscuridad encontró el objeto que posiblemente salvaría su vida. Salió aferrada a él, en silencio, al encuentro con su destino. Cuando sus ojos se acostumbraron a la iluminación, sintió cómo los vellos de su nuca se erizaban. El bote de basura estaba volcado y su contenido desparramado en la habitación. La puerta del refrigerador estaba entrecerrada y muchos envases y charolas yacían en el suelo. Sobre la mesa estaba el pavo. Pero lucía diferente. Sus patas no correspondían con su cuerpo (eran las de un pollo que su madre había comprado esa mañana en una tienda orgánica) y estaba concentrado en unir su cabeza a su cuerpo con la aguja y cáñamo de algodón (como hizo con sus extremidades inferiores) que usó su verdugo para amarrar sus piernas mutiladas e introducir relleno de carne y vegetales en su vientre. La chica contempló la maniobra del ave, casi hipnotizada. Ésta concluyó su improvisada cirugía y cobró conciencia que alguien lo observaba. Se volvió hacia Yaris y clavó en ella sus diminutos ojos. Se le arrojó de inmediato, salvajemente. La chica no dudó en arrojarle el polvo que contenía el frasco. El pavo retrocedió, en medio de convulsiones. Tosió (o al menos Yaris pensó que tosió) y comenzó a emitir escandalosos cloquidos de dolor. Segundos después la carne comenzó a ablandarse (como decía la etiqueta del frasco) y desprenderse de su cuerpo. Finalmente cayó inerte, ahora sí definitivamente.
Los medios dieron una gran cobertura a lo que sucedió esa navidad, pero ninguno acertó en la causa que hizo que los pavos volvieran a la vida y atacaran a sus consumidores. Algunos hablaban de radiaciones, de conspiraciones militares, de satélites que cayeron a la tierra y de las profecías mayas. Lo que era correcto es que casi todos los incidentes fueron fatales. La abuela de Yaris, tan pronto escuchó la noticia, tomó el primer vuelo de regreso de sus vacaciones en Oaxaca. Corroboró la aversión de su madre por las costumbres gringas. “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”, le decía siempre. Cuando se reunió con su nieta la abrazó, tratando de compensarla por no estar a su lado durante el infierno que vivió. No había muchos motivos para celebrar el año nuevo, pero a pesar de ello decidió confortarla del modo que mejor sabía y aconsejaron las autoridades. Preparó un gran platón de romeritos.
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