En el panorama cinematográfico actual, dominado por “vampiros” que declaran su buen amor a jovencitas insulsas frente a un altar, las bocanadas de sangre fresca se agradecen. Esa fue la principal virtud de la maravilla sueca titulada Déjame entrar (Tomas Alfredson, 2008) o de la reelaboración de La hora del espanto (Craig Gillespie, 2011), cinta sin pretensiones que devuelve dignidad y malevolencia a los hijos de la noche. En esa misma línea se mueve Tierra de vampiros (Stake land, Jim Mickle, 2010), cinta post apocalíptica donde los monstruos del título son lo de menos. Fue inevitable que me hiciera recordar la muy reciente El último camino (John Hillcoat, 2009), adaptación de la novela de Cormac McCarthy y protagonizada muy eficazmente por Viggo Mortensen.
En una primera lectura, muchos de los espectadores de Tierra de vampiros podrían decir “esto ya lo he visto”. Tienen razón en cierta medida. Pero ya lo dije antes, “escribir un buen relato de horror es tan delicado como concebir un poema de amor. El éxito se logra al utilizar adecuada e innovadoramente las convenciones del género, cuando el autor es capaz de ensamblar dichos elementos, capturar la imaginación del lector y sorprenderlo”. En un futuro no lejano, muy en deuda con el de la novela canónica de Richard Matheson (no hace falta decir su título), los vampiros se han convertido en una abrumadora mayoría que lleva al colapso de las sociedades civilizadas. Los sobrevivientes se vuelven nómadas que sólo buscan su precaria subsistencia. Martin (Connor Paolo) es uno de ellos. El joven viaja con su familia hasta que una noche su destino cambia abruptamente. Tras el brutal asesinato de sus seres amados, queda bajo el cuidado de su inesperado salvador a quien sólo se refiere como el Señor (Nick Damici ), rudo cazador de vampiros que le enseña cómo mantenerse con vida en ese nuevo mundo. Ambos buscan llegar al Nuevo Edén, tierra prometida cuya existencia nadie ha comprobado. Ello demuestra una máxima: la esperanza muere al último y en la adversidad es el único alimento para seguir adelante. En su peregrinar el dúo –a quien se les une paulatinamente un variopinto grupo de personas- no sólo se enfrentan a peligros sobrenaturales sino, lo que es peor, a la maldad natural del hombre encarnada en el demente predicador Jebedia Loven (Michael Cerveris).
El guión del director Mickle y del mismo co estelar Damici tiene muchos aciertos. Toma la estructura básica del road movie, con escenarios que no son muy comunes en una película de este subgénero. Sus vampiros, muy semejantes a los zombis, tienen una notable cercanía con los que describe el folclore de la Europa central. No son seres lindos ni carismáticos. No les afectan los símbolos sagrados. Han perdido su identidad y capacidad de razonamiento, son increíblemente brutales y obedecen a un instinto primario: alimentarse. La dupla escritural propone algunas curiosidades, como que los colmillos de los vampiros son una suerte de moneda de cambio en el nuevo orden o que se pueden clasificar según la dificultad que supone exterminarlos. Al final la historia plantea un viaje iniciático, donde su joven protagonista evoluciona por la atroz experiencia. Un elenco de desconocidos (sólo en los créditos me enteré de la aparición de la otrora atractiva Kelly McGillis, interés amoroso de Tom Cruise en Top gun), efectos de maquillaje competentes pero limitados y una puesta en escena austera dan gran decoro a un relato que, espero, no genere una secuela. Porque mi amigo Miguel Ángel Arellano, en la obligatoria discusión posterior a la proyección, citó a Francis Ford Coppola en relación a la voracidad de los estudios, “hoy en día muchas películas se realizan en espera de generar franquicias”. El desenlace de Tierra de vampiros, con una vaga nota de esperanza, fue el oportuno. Ni más ni menos.
La cinta se estrenará de forma limitada en algunas salas comerciales este fin de semana, distribuida por la recién nacida Caníbal. Deseo prosperidad a la compañía y le auguro fortuna por confiar en propuestas inteligentes. Corran la voz.
I am legend
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