Hyde
era pálido y muy pequeño, daba una impresión de deformidad aunque sin
malformaciones concretas, tenía una sonrisa repugnante, se comportaba con una
mezcla viscosa de pusilanimidad y arrogancia, hablaba con una especie de ronco
y roto susurro: todas cosas, sin duda, negativas, pero que aunque las
sumáramos, no explicaban la inaudita aversión, repugnancia y miedo que habían
sobrecogido a Utterson […] ¡Ese hombre, Dios me ayude, apenas parece humano!
¿Algo de troglodítico?
El retrato que leemos en El
extraño caso del Dr. Jekyll y el Sr. Hyde sin duda está influido por el
pensar de los positivistas italianos, como Cesare
Lombroso (1835-1909), que asociaba la conducta criminal a una especie de
involución natural, a una suerte de regresión física que, en términos
coloquiales, podrá equipararse a decir que todo lo feo es malo. La maldad, como
eventualmente demostró el Psicoanálisis
y la Criminología, es un viaje que
nada tiene que ver con aspectos físicos, sino biológicos, psíquicos y sociales.
Stevenson asoció a su malvado Hyde
con la visión tradicional del monstruo. Y éste, como bien lo sabemos, no
necesariamente es malévolo.
Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, la
palabra monstruo –del latín monstrum-
es todo aquello producido contra el orden regular de la naturaleza. Si esto es
correcto, no sería equivocado afirmar que la belleza extrema puede ser
considerada otra forma de aberración. Hace válida la apariencia que la
escritora estadounidense Valerie Martin
dio Hyde en su novela de 1990 Mary
Reilly, convertida en una deslumbrante largometraje homónimo dirigido
por el laureado Stephen Frears en
1996. Visto por un personaje que sólo conocemos como una pincelada sin nombre
en la historia de Stevenson, la empleada doméstica que da nombre a la creación
de Martin, el vicioso Hyde no es un
personaje repelente, sino un malicioso, cruel y vibrante seductor –en deuda con
los populares libertinos del siglo XIII- que despierta las más bajas pasiones
en el sexo opuesto. En la película fue encarnado hábilmente por John Malkovich, cuyo estado natural y
bondadoso es el de un hombre avejentado y gris. Su personalidad liberada lo
hace florecer doblemente.
Las apariencias engañan. Sin no lo
creen, pregunten a las víctimas de Theodore
Robert Bundy o de Jeffrey Lionel
Dahmer, asesinos que –en oposición a Hyde-
usaban su máscara de sanidad como
una herramienta de seducción para ejercer libremente su oficio carnicero. La
belleza también mata.
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* Texto originalmente aparecido ayer en la página web de Mórbido
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