La rebelión de los insectos
El siguiente trabajo de Guillermo del Toro, como él mismo declara
continuamente, fue una de sus peores experiencias pese a que significó su gran
salto a la industria hollywoodense. Su migración al vecino país fue ocasionada
no sólo para ampliar sus horizontes, sino por terribles y vergonzosos
acontecimientos de la vida real, tan comunes en nuestro querido México. El
horror de lo cotidiano. Algo es cierto: era un pez grande y creciente cuyo lago
era insuficiente para contenerlo. Lo que se supondría una evolución natural y
merecida le abrió los ojos ante un gran negocio que muchas veces asfixia y
devora a un artista sensible. Y aunque el director declara abiertamente que es
la menor de sus obras, es una experiencia gozosa que consolida sus obsesiones.
Mimic
(1997), cinta que coescribió con Matthew
Robbins a partir de un cuento de Donald
A. Wollheim, es un relato de horror, una B-movie sin pretensiones académicas o científicas. Tras una
secuencia de créditos conceptual, que inmediatamente evoca a la de Seven
(David Fincher, 1995), aderezada con
una sombría partitura de Marco Beltrami
–en la que fue su primera colaboración-, vemos una serie de imágenes de la
nevada ciudad de Nueva York. Es la época actual. Una plaga conocida como “la
Enfermedad de Strickler”, transmitida por la cucaracha común, mata sin
misericordia a miles de niños. Incapaz de enfrentar la conflagración, el
subdirector del Centro de Control de
Enfermedades, Peter Mann (Jeremy
Northam), une fuerzas con la entomóloga Susan Tyler (la laureada Mira Sorvino) para crear una nueva raza
de insectos, híbrido entre la termita y la mantis religiosa, que habría de acabar con la amenaza y morir seis
meses después. Les llaman la Especie de
Judas. Los científicos lo logran y, de paso, se casan. Pero la felicidad no
podía ser indefinida. Tres años después, un sacerdote chino huye de algo y
llega a la azotea de un edificio, de donde cae estrepitosamente. Naturalmente,
muere. Su perseguidor introduce luego el cadáver, a la mala, a las
alcantarillas. Mientras tanto, la Dra.
Tyler sigue ejerciendo su profesión. Es visitada por un par de niños,
traficantes de insectos extraños, que le ofrecen especímenes que encuentran para
sus estudios, entre ellos uno muy particular. Para su sorpresa, es uno de sus
“hijos” que creía muertos. Alarmada, con su esposo, acude al subterráneo donde
una amenaza aún mayor se gesta y está lista para lanzarse a la conquista de la
superficie. Un equipo heterogéneo conformado por la dupla de sabios, el
epidemiólogo (un muy joven Josh Brolin),
un policía negro (Charles S. Dutton),
un maduro bolero (Giancarlo Gannini)
y un niño autista (Alexander Goodwin)
son la última línea de defensa del hombre contra un mal creado por el hombre
mismo.Del Toro añade uno de sus ambientes
favoritos a su universo fílmico (los drenajes) y encuentra la oportunidad para visitar los temas que estableció dos años atrás
en su debut y disertar sobre la ética y los límites de la ciencia, como lo hace
el sabio profesor Gates (F. Murray Abraham).
Sus protagonistas no son diferentes de Víctor Frankenstein. Aspiran a ser
padres cuando ya lo fueron, sin medir las consecuencias de sus acciones. Dicen
que el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones. Sus pequeños,
representados en la terrible figura de Long John, son el punto más memorable de
la cinta. Creadas por el experimentado Rob
Bottin y TyRuben Ellingson, sus
monstruosas cucarachas gigantes son tal vez su aspecto más logrado y recordado,
con su mecanismo para mimetizarse con nosotros. Y la forma en que nuestros
héroes se mimetizan a su vez –embadurnarse con las tripas del enemigo-, sin
duda repercutió en uno de los mejores momentos de la teleserie The
walking dead. Los bichos súper desarrollados se dan incluso el lujo de
matar a los dos infantes, cosa impensable desde a corrección cinematográfica. Su
desenlace, inspirado sin duda en lo ocurrido en 1992 en el drenaje de la nativa
Guadalajara del “Gordo”, es –valga la expresión- explosivo.
La influencia de la cinta es sonora en
el resto de su obra, sobre todo en la trilogía novelística Nocturna, de la que ya he
hablado en este espacio. Hace un par de años, ya instalado como uno de los
artesanos del horror más prestigiados de la industria y quizá como una deuda de
honor, del Toro elaboró una versión especial de la cinta, un director´s cut –que espero conseguir en
unos días-, que añade seis minutos más de metraje y una edición que disminuyó su
malestar sobre su “patito feo”. Muchos cineastas quisieran tener este tipo de
descalabros.
Casi olvidaba mencionar sus infames
secuelas, de las que del Toro -como Poncio Pilatos- se lavó las manos.
Motivadas seguramente para lucrar con la idea del tapatío, las cintas fueron
lanzadas directamente al video, con las peores respuestas posibles. Mimic 2 (Jean de Segonzac, 2001) y Mimic 3: Centinela (J. T. Petty, 2003) son
penosas. A la última ni siquiera logra dar dignidad la presencia de Lance Henriksen como centro de atención
de un voyeurista melindroso a los gérmenes. Ahora sé por qué las omití. En
cambio, la cinta de Guillermo del Toro sólo produce mis mejores recuerdos.
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