Robin
Williams era la clase de actor que tenía dos
tipos de públicos: el que lo adoraba o reconocía sus méritos y el que lo
detestaba apasionadamente. El segundo grupo lo calificaba como un comediante sobrevalorado
e insufrible, que obtuvo notoriedad por interpretar papeles sensibleros. En
cierta manera puedo comprenderlos. Esto porque aún yo, su declarado admirador,
estaba consciente de sus excesos. Él mismo los reconocía y hacía escarnio de
ello. Cuando en 1991 promocionaba la desigual Hook, el regreso del Capitán
Garfio, decía con ironía “por un lado tenemos al hombre que estelarizó Popeye (Robert Altman, 1980) y por el otro al que estelarizó Ishtar (por Dustin Hoffman, coprotagonista de la cinta de 1987 de Elaine May).
Comencemos”. Los argumentos de sus detractores se fortalecen si vemos Un mujeriego en apuros (Cadillac man, Roger Donaldson, 1990), Juguetes (Toys, Barry Levinson,
1992), y recientemente Locas vacaciones sobre
ruedas (RV, Barry Sonnenfeld, 2006) o Licencia
para casarse (Ken Kwapis, 2007), entre muchas fallidas películas.
Ayer los medios de comunicación
anunciaron su muerte, en circunstancias aún no aclaradas, que apuntan al
suicidio por asfixia. Mucho se especulará de ello en los siguientes días. La
nota no dejó de sorprenderme, pues es una figura que sigo desde mis primeros
días como cinéfilo y le debo muchas de las actuaciones que más he disfrutado.
Nació como Robin McLaurin Williams el 21
de julio de 1951 en la ciudad de Chicago, Illinois. Abandonó sus estudios en
política con la intención de convertirse en actor. Ingresó a la prestigiada Julliard
School de Nueva York, donde estudió actuación al lado Christopher Reeves bajo la tutela del talentoso histrión John Houseman. Posteriormente obtuvo
sus primeras oportunidades en la televisión hasta conseguir el papel que
catapultó su carrera, el del alienígena Mork en Mork del planeta Ork (o Mork y Mindy, en su idioma original).
Inevitablemente migró al cine. Cintas como El mundo según Garp (George Roy Hill,
1982) o Moscú en Nueva York (Paul Mazursky, 1984) cimentaron su carrera
hasta que el papel del subversivo conductor de radio Adrian Cronauer en Buenos
días, Vietman (Barry Levinson, 1987) le mereció el reconocimiento
internacional y numerosas nominaciones
reconocidos premios. Su grito (la orden que daba nombre y marcaba el inicio
de su programa) me despertó esta mañana en el noticiero radiofónico. Luego
siguió su fugaz y casi desapercibida aparición en Las aventuras del Barón
Munchausen (Terry Gilliam,
1988) hasta llegar a La Sociedad de los Poetas Muertos (Peter
Weir, 1989), donde su desafiante e inspirador pedagogo John Keating hizo que el
público que me acompañaba en el desaparecido cine Viveros le aplaudiera al
término de la función, aquél verano de 1989. Despertares (Penny Marshall, 1990), Pescador
de ilusiones (The Fisher King, Terry Gilliam, 1991),
Aladino
(Ron Clements y John Musker, 1991, donde dio voz al Genio de la lámpara), Papá por siempre (Mrs. Doubtfire, Chris Columbus, 1993), Jumanji (Joe Johnston, 1995) o El
Agente Secreto (Christopher Hampton, 1997) lo llevaron hasta su
consagración definitiva, la que le valió el codiciado premio Óscar, Mente indomable (Good
Will Hunting, Gus Van Sant,
1997).
De ahí tuvo una trayectoria variada que
incluyó títulos como Flubber, el invento de siglo (Les Mayfield 1997),
Día de los padres (Ivan Reitman, 1997), Patch
Addams Tom Shadyac, 1998), Más allá de los sueños (Vincent Ward,
1998), El Hombre Bicentenario (Chris
Columbus, 1999) y las que quizá son las que más se alejan de sus papeles
tradicionales: el remake estadounidense de Insomnia (Christopher Nolan, 2002) y Retrato de una obsesión (Mark Romanek, 2002), cintas donde
encarnaba a dos futuros asesinos en serie. Poco conocida y digna de recordarse
es La
memoria de los muertos (The Final Cut, Omar Naim, 2004),
donde daba vida a Alan Hakman, una suerte de editor de pecados. Con ellas luchó
por librarse de su imagen tradicional. Por ejemplo, en August Rush, encuentra tu destino
(Kirsten Sheridan, 2007) caracterizaba a un moderno Fagin dickensiano y en El
mayordomo de la Casa Blanca (Les Daniels, 2013) al Presidente Dwight D.
Eisenhower.
Sus apariciones en televisión fueron muy
disfrutables, desde Homicidios, la vida en la calle y Friends a Plaza
Sésamo y La Ley y el Orden: Unidad de Víctimas Especiales, donde dio
vida al homicida del médico que mató por negligencia profesional a su esposa y que
se convirtió en un crítico del sistema. Incluso logró que el paranoico detective
Munch (Richard Belzer) se
enfrascara en una multitudinaria pelea con almohadas.
Que se haya quitado la vida no me parece
del todo improbable. Luego de ver la que sería la última teleserie que
protagonizó, The crazy ones, no pude
evitar sentir que estaba en plena decadencia. Esto a pesar que se mofaba de alguna
manera de su propia situación: personificaba a un talentoso ejecutivo de
publicidad, divorciado y adicto en recuperación que trataba de reestablecer la
relación con su hija. Se anunció la cancelación del programa el 10 de mayo
pasado, luego de sólo una temporada de vida. Es de todos conocida su adicción
al alcohol y las drogas, que data desde su ascenso a la popularidad y contra las
que luchaba intermitentemente desde entonces. También que se encontraba en un
estado de depresión pese a que en redes sociales se dejó ver siempre optimista
y simpático. Ayer Susan Schneider, su tercera esposa, declaró algo que resume
el sentir de muchos: “Esta mañana, perdí a mi esposo y a mi mejor amigo,
mientras el mundo perdió a uno de sus más queridos artistas y hermosos seres
humanos. (...) Mientras es recordado, tenemos la esperanza de que la atención
no se centre en su muerte, sino en los incontables momentos de alegría y risa
que dio a millones”.
Así es como prefiero recordarlo, porque
me encuentro entre esos millones de personas. Como dije en el pasado, muchos cuestionan
al suicida por su aparente falta de valor para enfrentar la adversidad. La
abrumadora realidad es que, esté afectado por un padecimiento físico o mental, el
suicidio es la última decisión lúcida de una persona que tiene el valor para
poner el punto final. Y como tal debemos respetarla. Pensaré que Robin Wiliams fue
tragado por un mágico juego de mesa y regresará, en plenitud, en tiempos
mejores. Unos muy parecidos a los recuerdos de mi juventud. Confío que hasta
ahí le llegarán mi gratitud y mejores pensamientos.
Qué bonitas palabras :')
ResponderEliminarGracias, Marina. :)
ResponderEliminarExcelente comentario mi buen amigo, es mejor recordar la parte positiva. Saludos.
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