Dos policías llevan su segunda cena a un
hombre en el inicio de sus cincuentas, vestido de blanco y convenientemente
encerrado en una amplia jaula. El prisionero está rodeado de sus libros y
dibujos, y escucha afablemente Las variaciones de Goldberg de Johann Sebastian Bach. El menú de la
noche: chuletas de cordero, casi crudas, acompañadas de una guarnición de
guisantes, granos de elote y una papa horneada. Los guardias, respetuosos pero
precavidos, ordenan al custodiado ponerse contra los barrotes para esposarlo.
Seguros de su inmobilidad, uno de los uniformados penetra en la jaula con el
manjar, incluso procura no manchar los papeles que descansan en el escritorio.
Antes de que puedan reaccionar, el hombre de blanco coloca las esposas al
improvisado maître: se ha liberado
con el alma de un bolígrafo que hábilmente escondió en su boca. Como un
relámpago muerde el rostro del otro uniformado, luego le vacía su gas
lacrimógeno antes de golpear repetidamente su cabeza contra la estructura
metálica. El policía esposado grita de horror antes que el hombre de blanco,
con el rostro ensangrentado y una expresión serena, le destroce el cráneo con
su propio tolete. Los dos guardianes yacen inertes, en sendos charcos de
sangre, mientras el homicida disfruta los últimos acordes su melodía. Su
nombre, Hannibal Lecter. Su profesión, psiquiatra. Su naturaleza,
asesino antropófago.
La anterior es una escena memorable de El
silencio de los inocentes, adaptación cinematográfica de la novela
homónima (se titula originalmente El silencio de los corderos) de Thomas Harris. Esta cinta valió a sus
artífices, en 1991, incontables premios y el reconocimiento de la crítica y el
público. Según la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Estados
Unidos, es una película perfecta: ganó su prestigiado premio Óscar como Mejor Película, al Mejor
Director (para Jonathan Demme),
Mejor Guión Adaptado (para Ted Tally),
Mejor Actor (para Anthony Hopkins) y
Mejor Actriz (para Jodie Foster). Más
allá, legitima a “todo un subgénero que no solo se nutre de la nota roja
cotidiana, sino del suspenso, el relato policial, el horror y sus derivaciones
el gore y el splatter, e incluso de la pornografía”, como bien asegura el
investigador y crítico de cine Rafael
Aviña.
El
silencio de los inocentes es una cinta, que a
casi 25 años de distancia, no puedo evitar volver a ver cuando la transmiten
por televisión. Y ese efecto –que comparto con muchos- lo advirtieron muy bien Mario Candia Gómez y la Cineteca Alameda de San Luis Potosí cuando decidieron
programarla dentro de su ciclo de cine “Asesinos seriales”, que tuve el placer
de clausurar el sábado anterior. Con una selección compuesta de especímenes de
varias partes del mundo, la muestra presentó a los espectadores una visión panorámica
de estos modernos monstruos trastocados en figuras admiradas en el nuevo
milenio. Y de ello sabe un poco Stephen
King, quien dijo que Hannibal Lecter
es el Conde Drácula de la era de las computadoras y los teléfonos
celulares.
Sin importar la admiración que le
tengamos, no podemos evitar reconocer la terrible verdad: Hannibal Lecter es un
psicópata. Encantador, refinado, inteligente y carismático, indudablemente,
pero un psicópata más allá de toda redención. Por ejemplo, su reciente vida
televisiva –de la que posteriormente hablaremos- hace alarde de sus destrezas culinarias.
En lo personal, después de verlo en acción no puedo evitar sentir un gran
apetito. Lo curioso es que poco nos importa su ingrediente principal: carne
humana. Es un antropófago y un asesino en serie despiadado. A nuestros ojos,
sus víctimas pueden merecer su fatal destino. Su infame naturaleza le brinda
cierta justificación. Pedófilos, cazadores y funcionarios corruptos son algunas
de sus presas predilectas. “Creo que hay personas socialmente inaceptables y tienen
el derecho de morir”, se dice el Caníbal, quien odia la descortesía y la
vulgaridad. Nosotros elegimos pasar por alto los pecados del criminal porque no
nos encontramos entre sus potenciales corderos de sacrificio.
Ese es un claro efecto que buscan muchos
especímenes de la ficción contemporánea: lograr que el público se identifique
con sus personajes, antihéroes a todas luces, sin importar su vocación. Más
allá, que se ponga de su lado y se preocupe por su suerte cada vez que está por
caer sobre ellos el peso de la Justicia. Ocurre algo semejante con Dexter
Morgan, el alegre hematólogo forense, padre de familia, leal hermano y
asesino serial de medio tiempo creado por el novelista estadounidense Jeffrey Lindsay –e interpretado en la
televisión por Michael C. Hall, de
quien hablaremos en otro momento- o el apocado profesor de Química convertido
en narcotraficante Walter White (Bryan
Cranston) en la laureada teleserie Breaking bad. Ambos casos, el de Dexter y White, dejaron un hueco en la televisión de nuestros días,
imposible de llenar.
No debe extrañarnos nuestra respuesta.
Algunos héroes se mueven en la misma línea. En su primera aparición, paralela a
la del protagonista, James Gordon –detective en ese
entonces- reprobaba las correrías de Batman, porque en esencia se encontraba
al margen de la ley. En aras de conseguir un bien mayor, el enmascarado no dudaba
en cometer delitos como lesiones, amenazas, privación ilegal de la libertad, daño
en propiedad ajena o allanamiento de morada. Y ni hablar del valor legal que
tendrían las evidencias que vincularan a sus enemigos con actividades
criminales. “En su momento, Batman pagará
por sus delitos”, aseguró a los medios el Fiscal de Distrito Harvey
Dent (Aaron Eckhart) en la
segunda entrega de la saga de Christopher
Nolan. Ambos –Gordon y Dent- atestiguaron que si bien sus
métodos eran diferentes a los del hombre murciélago, compartían ideales. ¿El
fin justifica entonces los medios?
Pero el moverse por encima de la Ley,
sobrepasar las normas creadas por el hombre, ha permitido a Lecter posicionarse poderosamente en
nuestros afectos. Más porque representa la oscuridad que todos llevamos dentro.
¿Quién, en algún momento de nuestras vidas, no ha deseado matar a alguien? Sea
al abusador que nos victimiza todos los días en la escuela, a la persona que
nos traicionó o rompió el corazón, al profesor que utiliza su posición para
martirizarnos indebidamene, al jefe que abusa impunemente de su autoridad o al
conductor de un vehículo de transporte público que casi nos provoca chocar en
nuestro vehículo. Nos detenemos por muchas razones, llámenles moral, ética,
religión o leyes. Lecter no tiene
esas ataduras. Por eso es tan atrayente. Realiza lo que nosotros no. Al final,
lo más prohibido es lo más deseado.
Excelente comentario, ansío leer más.
ResponderEliminarEn breve, Vanessa. Muchos saludos.
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