Que las figuras que admiraste en tu
infancia comiencen a fallecer es terrible. Esto marca el final tangible de una
era, generalmente más simple, asociada a sucesos que definieron al adulto que
eres hoy. También es signo de tu propia mortalidad. Cuando hace unos años expiró
el actor Jerry Orbach, quien por más
de una década encarnó a uno de los más entrañables detectives de la televisión,
sentí un profundo pesar. Nunca tuve el placer de conocerlo físicamente, por lo
que para muchos puede ser una reacción exagerada, pero lo seguí de manera
regular en mi juventud. Su muerte –si bien anunciada por el cáncer contra el
que luchaba- fue como la de un tío lejano, a quien quisiste mucho aunque no lo
veías todos los días. Lo mismo ocurrió cuando mi amigo Bernardo Esquinca me informó, a través de un mensaje de texto a mi
teléfono celular, del deceso de Ray
Bradbury. En ese momento me encontraba rodeado de cientos de personas, en
un congreso de ciencias forenses. Aun así no pude reprimir un nudo en la
garganta ni el enrojecimiento en mis ojos. Ambos ejemplos, por sólo mencionar
dos, fueron artistas que marcaron a generaciones de amantes de la ciencia
ficción que conocieron la gloria y el reconocimiento de una manera que sólo
podemos imaginar. También eran hombres, tan frágiles como tú y yo. Sabíamos que
su camino en este mundo estaba por concluir, que habían vivido plenamente el
tiempo en que habitaron este mundo, pero eso no hizo menos dolorosa su pérdida.
Es la inevitable ley de la vida, nos guste o no.
El viernes pasado me encontraba frente al
teclado en el que escribo estas palabras cuando me enteré de la muerte de Leonard Simon Nimoy, actor que obtuvo
la inmortalidad gracias al papel del Sr. Spock en la odisea televisiva Viaje
a las estrellas, programa creado en 1966 por otra leyenda, Gene Rodenberry. Tenía 83 años de edad,
casi 84. No pude evitar sentir un vacío en el estómago. Desde hace más de un
año enfrentaba una enfermedad pulmonar, aunque abandonó el tabaquismo hace casi
tres décadas. Nimoy, nacido el 26 de marzo de 1931 en Boston, Massachusetts,
hijo de inmigrantes judíos de Ucrania, sintió una atracción desde temprana edad
por las artes escénicas. Esto lo llevó preparase y eventualmente a participar
interpretando papeles menores en programas como Perry Mason, Dragnet,
La
Dimensión Desconocida, Bonanza, Policía de Caminos y El
Agente de C.I.P.O.L. Pero su consagración definitiva llegó al portar la
piel del cerebral vulcano en la serie que ya mencioné, hijo de un padre
extraterrestre y una madre humana, puente entre civilizaciones que conoció de
frente la discriminación y el rechazo –el bullying
de nuestro tiempo- por ser un producto del mestizaje entre su elevada raza y
una inferior. Es innecesario decir que inmediatamente gozó de una inusitada
popularidad que siempre utilizó de la manera más benéfica. Hace unos días leí
una carta que en su momento de mayor fama le envió una niña, hija de un padre
blanco y una madre negra, en la que la menor le aseguraba que comprendía
cabalmente el drama del niño Spock
pues lo vivía cotidianamente. Nimoy le conminó a no hacer caso de las burlas de
sus condiscípulos y a mantenerse fuerte, pues eso no era algo que debería
avergonzarla.
Sus actos humanitarios, su labor como
divulgador de las consecuencias del holocausto Nazi, su pasión por la
fotografía y la poesía, su incursión en el canto, su labor teatral, su
presencia en otras series de televisión –siempre lo recuerdo en Misión:
Imposible o presentando la serie En busca de…-, todos quedaron
sepultados por la fascinante sombra de Spock,
personaje que encarnó en la televisión, el cine –en 8 ocasiones-, videojuegos y
caricaturas. Spock siempre ocupó un
lugar especial en una redituable franquicia muy viva a casi 50 años de su
creación. Ha aparecido por igual en incontables manifestaciones de la cultura
popular contemporánea. Las tiras cómicas del genial caricaturista tapatío Trino, llamadas adecuadamente Crónicas
marcianas, siempre me arrancan sonoras carcajadas, con Spock como segundo oficial del Enterpice
Club. Nimoy ha aparecido en numerosos episodios de las aventuras de la
amarillenta familia Simpson o en el reciente sitcom
The
Big Bang theory. En la ficción, el veterano actor tenía una orden
judicial restrictiva contra su protagonista Sheldon Cooper (Jim Parsons) por el acoso constante del
brillante joven. También fue el enigmático y elusivo genio científico William
Bell, fundador de la siniestra y multimillonaria transnacional Massive
Dynamics, en el extinto serial Fringe. La escena final de su
primera temporada, en la que la desconcertad agente federal Olivia
Dunham (Anna Torv) recorre
los pasillos de un edificio, llega a una oficina en la que lo recibe un hombre que
se oculta en las sombras, resuena en mi memoria. Ella pregunta, “¿dónde estoy?,
¿quién es usted?”. El individuo contesta “la primera pregunta es difícil de
responder. La segunda es más simple. Soy Wiliam
Bell”. La cámara se aleja de la habitación y revela que se encuentran en un
universo paralelo, en el que el World Trade Center neoyorkino sigue en pie. Todo
en conjunto es fascinante, en palabra de su personaje más reconocido. En más de
una ocasión, mis alumnos me han sometido a la cruel disyuntiva de elegir entre Viaje
a las estrellas y La guerra de las galaxias, a riesgo
de herir susceptibilidades y aunque soy un devoto de la mitología creada por George Lucas, siempre me decanto por la
primera opción.
Hace poco tiempo actuó con su heredero
fílmico, Zachary Quinto, en un
comercial televisivo de la compañía automotriz Audi. El anuncio exhibía la
lucha entre lo nuevo y lo aparentemente obsoleto. Ambos jugaban ajedrez a
distancia, gracias a la tecnología. Quinto lo invita a continuar su duelo a la
manera tradicional, en un campo de golf. El joven conduce un flamante Audi con
encendido digital y utiliza la tecnología GPS, mientras Nimoy conduce un muy
clásico y elegante Mercedes Benz. Al encontrarse en el campo, Quinto se muestra
condescendiente para para la apuesta. El veterano le dice “técnicamente aun no
entramos”, y deja inconsciente a su rival aplicándole un “pellizco vulcano”. Le
dice, “nos vemos adentro”.
Los gestos de pesar por la muerte física
de Nimoy abundaron. El presidente de su país, Barak Obama, declaró
acertadamente “Mucho antes de que ser un cerebrito fuese cool, ya estaba Leonard Nimoy. Me encantaba Spock. Leonard fue un gran amante de las artes y las humanidades,
un gran defensor de la ciencia. Pero, por supuesto, Leonard era Spock. Cool, lógico, de largas orejas y equilibrado, el centro de la
optimista e incluyente visión del futuro de la humanidad de Star Trek. En 2007, tuve la oportunidad de
conocerle en persona. Fue lógico saludarle con el gesto de Vulcano, el signo
universal de Larga vida y prosperidad”. Pero las palabras más justas fueron
las que le dedicó su hermano no consanguíneo Willian Shatner en su funeral fílmico en los momentos finales de Viaje
a las estrellas II: La ira de Kahn (Nicholas Meyer, 1982), la que es para mí mejor película de la saga:
“Estamos reunidos para presentar nuestros respetos finales a nuestros amados muertos.
Y sin embargo hay que señalar, en medio de nuestro dolor, que esta muerte ocurre
a la sombra de una nueva vida, en el amanecer de un nuevo mundo. Un mundo por
el que nuestro querido amigo dio su vida para proteger y nutrir. Él no sentía
este sacrificio como algo vano o vacío, y no vamos a debatir su profunda
sabiduría por su actuar. De mi amigo, sólo puedo decir esto: de todas las almas
que he encontrado en mis viajes, la suya era la más humana”.
Gracias por entregarnos tanto, querido
Leonard Nimoy. Siempre podré verlo en las interminables repeticiones de sus
programas o con sólo presionar la tecla de un control remoto. Sé que sólo
regresó al espacio sideral al que siempre nos llevó, a donde usted siempre
pertenecerá. Hasta ahí le envío mi cariño y un saludo vulcano.