Caso 1. La letra con sangre entra.
El cine tiene una deuda enorme con la literatura. Desde sus albores ha sido una de sus fuentes de inspiración más prominentes . Y debe mucho a la literatura de horror. Ésta ha comprobado –con creces- ser un negocio rentable. Lamentablemente ese es uno de los aspectos que resta méritos al género frente a los eruditos del séptimo arte. Vayamos al punto de origen, el cine expresionista alemán. Dos joyas literarias, El Golem de Gustav Meyrink y Drácula de Bram Stoker –apócrifamente adaptada como Nosferatu, sinfonía de horror- brillan como algunas de las mejores representantes del momento. Desde ese momento filmar versiones de importantes éxitos de librerías se convirtió en algo irresistible para los productores de cine, desde El extraño caso del Dr. Jekyll y el señor Hyde de Robert Louis Stevenson, Otra vuelta de tuerca de Henry James, El exorcista de William Peter Blatty, El bebé de Rosemary de Ira Levin, Tiburón de Peter Benchley hasta la muy reciente Déjame entrar de John Ajvide Lindqvist.
Una mención especial la merece el escritor estadounidense Stephen King, autor de incontables novelas y cuentos de horror y fantasía. La calidad y aportación de su narrativa despierta los más acalorados debates. Yo diré que es un hábil artesano que tiene una gran capacidad para retratar la Norteamérica rural, y que aprecio sus relatos cortos y algunas de sus novelas. En muchos sentidos es la punta de lanza de fenómenos literarios contemporáneos –como J. K. Rowling y Stephanie Meyer- y es uno de los autores –vivos- más llevado al cine y la televisión. Es evidente que King tiene esto en cuenta al escribir sus obras. Su estructura dramática, personajes y escenarios son idóneos para ser llevados a la pantalla –grande o chica-. Cuando sus editores anuncian su nueva creación, las productoras entran en una puja por sus derechos para ser llevada a diferentes medios. Así sucedió con Carrie (Bran de Palma, 1976), El resplandor (Stanley Kubrik, 1980), La zona muerta (David Cronenberg, 1983), Cementerio de mascotas (Mary Lambert, 1989), Miseria (Rob Reiner, 1990), Sueño de fuga (Frank Darabont, 1994), Corazones en la Atlántida (Scott Hicks, 2001), 1408 (Mikael Hafström, 2007), las miniseries La hora del vampiro (Tobe Hooper, 1979), Eso (Tommy Lee Wallace, 1990), Los Tommyknockers (John Power, 1993), La danza de la muerte (The stand, Mick Garris, 1994), La tormenta del siglo (Craig R. Baxley, 1999), y un larguísimo etcétera. Y lo curioso es que son pocas las obras de King a las que se le han hecho justicia.
Cosa semejante le sucede a su compatriota Phillip K. Dick, mejor conocido por su novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, base del guión para la película de culto Bladerunner (Ridley Scott, 1981. Dick ha sido llevado más veces al cine, con pobres resultados. El tinte pesimista, oscuro y paranoico de sus creaciones ha sido casi siempre deslavado. El vengador del futuro (Paul Verhoeven, 1990) es una de las más rescatables. Le seguiría –estéticamente- Minority report: sentencia previa (Steven Spielberg, 2002) y Una mirada a la oscuridad (Richard Linklater, 2006), pero no olvidemos El pago (John Woo, 2003) y El vidente (Next, Lee Tamahori, 2007), ambas correctamente realizadas, pero malogradas en más de un aspecto.
Hay cuentos memorables cuyo efecto no es suficiente para sostener un largometraje, con resultados infaustos. Edgar Allan Poe y H. P. Lovecraft lo comprenden muy bien. Muchos de sus cuentos han sido adaptados al cine, y casi siempre los guionistas añaden situaciones y personajes que desvirtúan a la fuente original en aras de ofrecer metraje. Si algo se estira demasiado, se rompe. Otro autor que ha padecido esto es Ray Bradbury. Su entrañable historia El sonido de un trueno, llevada a la televisión con gran eficacia en El teatro de Ray Bradbury, fue adaptada al cine como El cazador de dinosaurios (Peter Hyams, 2005). Quienes la vieron pueden comprobar que es fallida en todos sus aspectos.
Sobre este tema podríamos seguir indefinidamente, y estoy seguro que regresaré a él en este blog.
Caso 2. El teatro de sangre
Este fue el título de una de las más emblemáticas cintas de Vincent Price. La filmó en 1973 bajo la dirección de Douglas Hickox. En ella, un talentoso actor de teatro (Price) emprendía una venganza terrible contra sus detractores, asesinándolos a todos a la manera de las más famosas obras de William Shakespeare. Este dramaturgo inglés no sólo es uno de los más famosos y prolíficos de todos los tiempos, sino el más adaptado a la pantalla grande –en mis clases siempre digo que es el padre del cine gore, o al menos uno de sus más claros antecedentes-. De él se han producido cintas memorables, interpretadas por talentosos actores como Laurence Olivier, John Gielgud, Kenneth Branagh, Lawrence Fishbourne, Ian McKellen y Al Pacino. De todas ellas tengo en un lugar especial Titus (Julie Taymor, 1999), con Anthony Hopkins. También de Inglaterra es originario el dramaturgo Patrick Hamilton. Entre sus creaciones brilla La soga, magistralmente llevada a la pantalla por Alfred Hitchcock en 1948 -e inspirada en el caso criminal de Leopold y Loeb-. No he visto el resto de su obra, pero Hamilton definitivamente cobró notoriedad a partir del mago del suspenso.
Un ejemplo –relativamente- reciente es la obra Quills, del norteamericano Doug Wright, adaptada como Letras prohibidas: la leyenda del Marqués de Sade (Phillip Kaufman, 2000), un recuento de los últimos años de Donatien Alphonse François de Sade, magistralmente encarnado por Geoffrey Rush. Mencionemos también The man who was Peter Pan, de Alan Knee, llevada al cine por Marc Foster como Descubriendo el país de nunca jamás (2004), con Johnny Depp como James Matthew Barrie, o El fantasma de la ópera (Joel Schumacher, 2004) y Sweeney Todd, el barbero demoníaco de la calle Fleet (Tim Burton, 2007), basadas en las obras musicales de Andrew Lloyd Webber y Stephen Sondheim, respectivamente. Y de musicales olvidaba El show del horror de Rocky (Jim Sharman, 1975), basada en la obra de Richard O´Brien.
Aparte coloco el caso de películas que se han adaptado al teatro. En la Ciudad de México, recientemente se llevó a los escenarios El coleccionista, obra basada en la novela homónima de John Fowles, llevada al cine en 1965 por William Wyler. Y también es sonoro el caso de la reciente incursión de Spiderman en Broadway, desastrosa, según las noticias.
En la colaboración que tuvieron Milo Manara y el maestro Federico Fellini el último precisaba:
ResponderEliminar"El cómic es el encanto espectral de esos muñecos de papel, de esas situaciones fijadas para siempre, inmóviles como marionetas sin hilos, y resulta incompatible con el cine, que tiene su seducción en el movimiento, en el ritmo, en la dinámica...El mundo del cómic podrá prestar generosamente al cine sus escenografías, personajes e historias, pero no su atractivo más secreto e inefable que es el de la fijeza, la inmovilidad de las mariposas clavadas con un alfiler"
Creo que es excelente manera de decir que ambos medios son igualmente valiosos aunque diferentes y en ese sentido una adaptación más que fiel debe poseer su propia identidad.
Precisamente hablaré sobre cómics en mi siguiente entrada, Amedina. No conocía esa opinión de Fellini. Si no tienes inconveniente te citaré. Gracias por compartirla. Muchos saludos.
ResponderEliminarbuena la segunda parte, me acorde de grandes clásicos de adaptaciones de libros como cumbres borrascosas, el retrato de dorian grey (1945), maquina del tiempo, 2000 leguas de viaje submarino, las miles de versiones de la vuelta al mundo en 80 días y las miles de adaptaciones de julio Verne.
ResponderEliminargracias estas películas y muchas mas, ayudaron crear una imaginación sin limite.
Perfecto. Esperaré el post de cómics para compartir adaptaciones en concreto.
ResponderEliminarLa fuente de la cita es el cómic publicado en 2 partes de "Viaje a Tulum". Arte de Milo Manara y argumento basado en una historia de Fellini, que lamentablemente nunca llego a realizarce para cine.