"Cuanto más documentes tus historias, la gente mejor creerá tus mentiras", citó mi amigo Bernardo Esquinca a otro buen amigo, Bernardo Fernández Bef, la semana pasada, durante la presentación de su más reciente libro Demonia. Lo he comprobado en numerosas ocasiones y lo recordé ayer que vi Un día para sobrevivir (The Grey, Joe Carnahan, 2012), cinta nombrada así por los magos del subtitulaje nacional, cuando "La manada" pudo ser más apropiado. Es cierto que el guión de Joe Carnahan e Ian MacKenzie Jeffers nos presenta un drama de supervivencia mil veces narrado, pero retrata uno de mis más grandes temores: perderme sin ninguna posibilidad de orientarme o ser rescatado, cosa que aún es posible en la era de los mapas y la orientación satelital. Ese fue el aspecto que más me inquietó de El Proyecto de la Bruja de Blair (Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, 1999). Los posibles escenarios son muchos: el mar abierto, un bosque, la selva o una isla desierta. Y en la literatura los ejemplos de este último sobran, desde Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe, La familia Robinson (1812) de Johann David Wyss, La Laguna Azul (1908) de Henry De Vere Stacpoole a El señor de las moscas (1954) de William Golding. Recientemente podemos recordar la cinta Náufrago (Robert Zemeckis, 2000) o el popular serial televisivo Lost (2004-2010). Pero me estoy desviando.
Al ver Un día para sobrevivir no pude evitar evocar la ansiedad al leer El Wendigo (1910) de Algernon Blackwood, con ese grupo de cazadores acechados en los bosques canadienses, y a Anthony Hopkins y Alec Baldwin en Al margen del peligro (The edge, Lee Tamahori, 1997). En el presente caso, como en la cinta de Tamahori, el horror no emana de lo sobrenatural. Por el contrario. Proviene de la naturaleza misma. Ottway (Liam Neeson) es un francotirador contratado por una compañía petrolera en Alaska para asesinar lobos, esos depredadores tan amados y temidos por el diletante del género. Mientas son trasportados, su avión atraviesa una tormenta y se estrella en medio de la nada, en la inmensidad del paisaje nevado. Los pocos sobrevivientes se reagrupan en espera de ser rescatados y a continuación viene lo terrible: son rodeados por una manada de lobos que buscan alimentarse y defender su territorio. Uno a uno los descastados mueren, sea por el inclemente clima, accidentes o devorados por los caninos. El mismo Ottway bromea tras ser atacado por uno: "seguramente voy a convertirme en hombre lobo". Es en este punto donde se nota que los guionistas hicieron su tarea: describen detalladamente el comportamiento y estructura social de estos animales, "los únicos que buscan venganza". En sus últimos momentos, los hombres que quedan recuperan su humanidad, la misma que les arrebataron sus empleadores. Porque ellos son desechables, no diferentes a los mineros de Pasta de Conchos. "Me llamo John", se presenta Ottway. Al final los machos alfa de las dos manadas -lobo y humano- se enfrentan en busca de demostrar su superioridad.
La película cuenta con una opresiva partitura de Marc Streitenfeld y una eficaz fotografía de Masanobu Takayanagi, que por momentos se acerca al documental -con sus tomas cámara en mano-, todo avalado por el buen nombre de los hermanos Scott (Ridley y Tony) y su compañía productora. Y está por supuesto la actuación de Liam Neeson como Ottway, un hombre desencantado de la vida, endurecido por ella, sin nada que perder. Como él, la cinta que no pretende trascendencia. Pero es innegable que es un entretenimiento trepidante y por momentos filosófico. "Vive y muere este día", es el mantra del protagonista.
A mí me gustan las de aventura. Disfruto ver la naturaleza del lugar donde se filmó y las destrezas que realizan los personajes. Me enteré que estuvieron rodando una peli estadounidense en la laguna de Lobos que se va a estrenar el año que viene. Los productores decían que era ideal porque tenía desniveles que facilitaban un casi cien por ciento la filmación y el uso de las cámaras!
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