“Todo
intento de recuperación de los cuerpos era una imposibilidad, y allí, en la
profundidad de aquella horrorosa caldera de aguas turbulentas, yacerán para
siempre el más peligroso de los criminales y el más grande defensor de la ley
de su generación”. –Arthur Conan Doyle. El problema final (1893).
Hay pérdidas que nunca se superan, aunque
eventualmente te enteras que nada era lo que creías. El único aspecto que
empañó mis festejos por el centenario luctuoso de Bram Stoker fue el episodio final de la brevísima segunda temporada
de Sherlock,
la grandiosa serie británica creada por Steven
Moffat y Mark Gatiss. Y no fue
así porque fuera malo. Lo fue porque me permitió vivir la angustia y el
desconsuelo que los lectores victorianos –de la Reina Victoria al trabajador
más humilde- sintieron al llegar a los últimos momentos de El problema final, el
cuento donde Arthur Conan Doyle
asesinó a su personaje más memorable. Pero ya volveré a ello.
Sherlock
es una propuesta inteligente y respetuosa que trae con gran fortuna a un
personaje clásico al nuevo milenio, a la era de los mensajes de texto y el
internet. Como entusiasta lector del autor escocés siempre he creído que éste,
desde un lugar mejor, debe sonreír al comprobar la adaptabilidad y vigencia de su creación. Así
lo comprobé a través de ingeniosas menciones a numerosas de sus historias,
desde El pulgar del ingeniero (1892), El intérprete griego
(1893), El tratado naval (1893),
Escándalo en Bohemia (1891), La
aventura del pie del diablo (1910) hasta su relato más famoso, El
sabueso de los Baskerville (1901). Me emocioné al disfrutar guiños,
como el momento donde, abrumado por el acoso de la prensa, Sherlock Holmes (Benedict Cumberbatch) se colocó el gorro
de cazador que popularizó el cine.
Sobre todo descubrí el lado humano del detective. En
el primer capítulo, Escándalo en Belgravia, Holmes
se topó con uno de sus más interesantes antagonistas: Irene Adler (Lara Pulver),
“La Mujer”, ahora convertida en una dominatrix
de altos vuelos, objeto de amor idílico –nunca admitido- del personaje y
verdadero desafío intelectual. Cuando Holmes
trató de “desnudarla” utilizando sus capacidades deductivas, no descubrió nada.
Incluso aparecieron textos –ya tan característicos de la producción- con signos
de interrogación. Desconcertado, el héroe volvió la mirada a Watson
(Martin Freeman) y comprobó que todo
seguía en orden. Luego regresó a ella y se topó de nuevo con un gran muro. En
su segundo capítulo, Los sabuesos de Baskerville, el detective
no sólo puso a prueba sus capacidades: cuestionó la lógica que lo define. Esto
por la leyenda local de un terrible sabueso, experimento engendrado en la base
militar de Baskerville, en la región de Dartmoor. Luego de confrontar al
monstruo, pude ver por primera vez auténtico miedo en el rostro de Holmes. La razón, como en el texto
original, se impuso e el último momento.
Todo concluyó en La caída de Reichenbach,
historia –un enorme flashback- que anunció
su desenlace desde el inicio pero no dejó de sorprenderme. En el fondo de todo se
encontraba James Moriarty (Andrew
Scott), el “Napoleón del Crimen”, esa “araña que mueve todos los hilos en
el centro de la telaraña”, quien urdía un complicado plan para desacreditar a
su enemigo. El guión de Steve Thompson nos presentó a un criminal muy en deuda
con El
Guasón de Heath Ledger, un
hombre que sólo quiere ver arder el mundo por placer, usa la canción “Staying
alive” de los Bee Gees como tono de su teléfono celular y se sienta en una
vitrina de la Torre de Londres usando las joyas de la Corona, cual Sid Vicious o Freddie Mercury. Al malvado debemos frases memorables como “tú y yo
somos iguales, sólo que tú eres aburrido” o “todo cuento de hadas requiere un buen
villano clásico”. En el clímax las dos caras de la moneda se encuentran frente
a frente en la azotea del Hospital de San Bartolomé, y ahí ocurrió lo
impensable. “Moriarty no puede vencer a Holmes”, pensé inmediatamente. Aunque
siempre he manifestado mi predilección por los villanos, inevitablemente deseo
el triunfo del héroe. Por eso, he aquí algunas de mis dudas: ¿Un megalómano
sería capaz de quitarse la vida? ¿Cómo evitar la muerte por una caída de más de
40 metros? La clave seguramente se encuentra no en lo que reveló la última escena,
sino en los detalles que pasamos por alto: la aparente traición fraterna, la
charla con la médica forense Molly Hooper (Louise Brealey), el
ciclista que derriba a Watson. “La gente ve, no observa”, dice Holmes todo el tiempo. El problema final
se resolverá en una tercera temporada, como anunciaron en la red sus creadores
y su productor. Tendremos que esperar un largo año. Ese es un buen motivo para
no anticipar el Fin del Mundo.
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