martes, 19 de junio de 2012

Ciudad Bradbury

Su ausencia de días sólo hace más patente la pérdida, Maestro Ray Bradbury, aunque usted ya era eterno en muchas formas. Mi querido amigo Vicente Quirarte compartió conmigo un ensayo que otro de sus devotos, el talentoso poeta avecindado en Guadalajara Jorge Esquinca, le dedicó recientemente. Con el amable permiso de su autor, se lo presento a sus deudos como una manera de honrar su memoria. Porque como bien afirman muchos, usted no murió. Sólo regresó a casa. 
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Ciudad Bradbury
Jorge Esquinca
A Jorge Aceves Azcárate, que me inició en su lectura.

Al salir de una infancia poblada por las desventuras de Robinson Crusoe, el estrépito de las batallas en altamar de los piratas de Mompracem y los viajes dentro y fuera de la tierra al mando del capitán Verne, estaba yo, sin duda, listo para emprender la prodigiosa literatura de Ray Bradbury. El adjetivo le conviene pues un prodigio, dice la RAE, es un “suceso extraño que excede los límites regulares de la naturaleza”. Y probado está que el territorio proyectado por el escritor de Illinois a lo largo de miles de páginas no conoce otros límites que los de una imaginación que con frecuencia crea y desborda sus propias fronteras.
Comencé, igual que muchos otros, con esa obra maestra titulada Crónicas marcianas -que sigue reimprimiéndose con el prólogo de Borges- y cuyo final aún nos aguarda ya que la última de las historias está fechada en octubre del año 2026. Seguí con El hombre ilustrado, esa fascinante colección de relatos que cobran vida a partir de los dieciocho tatuajes dibujados en la piel de un desconocido por una mujer del futuro: “Una vieja bruja que en un momento parecía tener cien años y poco después no más de veinte. Me dijo que ella podía viajar por el tiempo. Yo me reí. Pero ahora sé que decía la verdad”. Vendría luego su imprescindible Farenheit 451 donde el “arte de la memoria” -expuesto por Giordano Bruno en el siglo XVI- adquiere una importancia capital para salvaguardar las obras del pensamiento y la imaginación en un mundo donde los libros han sido prohibidos. Por cierto, Bruno postulaba la teoría heliocéntrica del cosmos y creía en la existencia de infinitos universos. Condenado por la Inquisición, terminó sus días en la hoguera, como los libros en la novela de Bradbury.  A mediados del siglo pasado, Francois Truffaut realizó una película que sigue muy de cerca el argumento de la novela y que, vista hoy en día, resulta un nostálgico homenaje; no obstante su atmósfera ineludiblemente sesentera, el film logra transmitir el culto al libro tan caro a Bradbury, quien, luego de ver la película, celebró la puesta en escena de Truffaut y no dudó en afirmar: “Cada uno de nosotros conserva una parte de algún libro en su cabeza. Unos tienen buena memoria, en otros la memoria es más pobre, pero todos tenemos recuerdos de un libro y de cómo cambió nuestras vidas”.  Novela emblemática,  resulta particularmente significativo que su autor la eligiera para el escueto epitafio de su lápida: Ray Bradbury. Author of Farenheit 451. Sin embargo, el mejor tributo no explícito a su mente fabuladora se encuentra, me parece, en las dos únicas temporadas (2004-2005) de la estupenda serie de televisión Carnivàle producida por HBO, la misma compañía que había llevado a la pantalla chica The Ray Bradbury Theater en los años ochenta.
Escritor visionario, Bradbury privilegiaba la lectura de poesía. En un libro delicioso, poblado de páginas que destilan bonhomía y sapiencia literaria, Zen en el arte de escribir, recomienda: “Lea usted poesía todos los días. La poesía es buena porque ejercita músculos que se usan poco. Expande los sentidos y los mantiene en condiciones óptimas. Conserva la conciencia de la nariz, el ojo, la oreja, la lengua y la mano. Y, sobretodo, la poesía es metáfora o símil condensado. Como las flores de papel japonesas, a veces las metáforas se abren a formas gigantescas. En los libros de poesía hay ideas por todas partes; no obstante, qué pocos maestros del cuento recomiendan curiosearlos.” Habla también de sus poetas predilectos y señala particularmente a dos de ellos, Gerard Manley Hopkins y Dylan Thomas, considerados difíciles. Aun así,  Bradbury alienta siempre al lector: “¿Dice que no entiende a Dylan Thomas? Bueno, pero su ganglio sí lo entiende, y todos sus hijos no nacidos.” Y añade esta frase espléndida que subrayo: Léalo con los ojos, como podría leer a un caballo libre que galopa por un prado verde e interminable en un día de viento. No conozco mejor invitación a la lectura del autor de Vision & Prayer y a la de cualquier otro poeta considerado difícil. Una frase que me hace recordar al cineasta Andrei Tarkovski, quien pedía a los espectadores de sus larguísimas películas que las vieran como quien contempla el paisaje desde la ventanilla de un tren. Toda dificultad aquí se disuelve y da paso al continnum de la imaginación humana.
Aunque él mismo no se consideraba estrictamente un escritor de ciencia ficción, la Era del Espacio –como solía llamársele- rindió a Bradbury dos homenajes que deben haberle alegrado la vida.  En 1971 los astronautas de la misión Apolo 15 bautizaron al Cráter Dandelion en honor de la novela Dandelion Wine (se tradujo como El vino del estío). Veinte años después el proyecto Spacewatch de la Universidad de Arizona le dio el nombre de Bradbury al asteroide 9766 recién descubierto. ¿Sería llevar demasiado lejos la imaginación al sugerir el nombre de nuestro autor para la primera colonia que habrá de establecerse en el planeta rojo algún día?

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