La última y
nos vamos a Mórbido.
Las
creencias en fantasmas y vida después de la muerte son tan antiguas como la
humanidad misma. Uno de los primeros casos que recuerdo a este respecto es el
del filósofo griego Atenodoro de Tarso
(74 A .C.-7
D.C.), quien en su juventud alquiló una casa en Atenas, a un precio ínfimamente
bajo en comparación a sus dimensiones. Una noche, mientras escribía, se le
apareció un fantasma que arrastraba cadenas que lo guió hasta un punto en el
jardín, donde desapareció. Una excavación en el lugar reveló el cadáver de un hombre encadenado, al
cual se le dio una apropiada sepultura, con lo cual cesaron las apariciones. Y
así podríamos seguir indefinidamente, en todas las épocas y países. Sobre esta
tradición los autores victorianos
alcanzaron momentos sobresalientes gracias a las pluma de Montague Rhode James, Joseph
Sheridan Le Fanu, Charlotte Riddell,
Algernon Blackwood o Elizabeth Gaskell, entre otros,
artífices del llamado Ghost story, respuesta de la era
para enfrentar la angustia derivada del cambio, una forma de anclarse al pasado
ante un presente aún no definido, una continuidad entre la vida y la muerte.
Si el
fantasma era el elemento principal de estas historias, la locación donde
aparecía era igualmente importante. Un personaje muy importante. Abadías abandonadas, cementerios,
castillos, mansiones eran los lugares más frecuentados por los espíritus, todos
tan elementales desde los albores de la literatura de horror, del relato gótico. Estos sitios se
convirtieron en toda una institución en el imaginario colectivo de todos los
países. Lugares de infame memoria, con una carga energética y emotiva
desagradable. Los parques de diversiones los imitan para el entretenimiento (y
los sustos) de las personas. De hecho todos recordamos una casa abandonada en
la colonia donde vivíamos cuando éramos niños, ese lugar prohibido que
incendiaba nuestra imaginación y despertaba nuestros miedos. Escritores
contemporáneos han llevado esta idea a cimas muy altas. En La hora del vampiro (Salem´s
Lot), Stephen King describe
a la maldita Mansión Marsten, espacio recordado por los horrendos asesinatos
cometidos ahí y seleccionado por el vampiro Kurt Barlow como lugar de
descanso y base de operaciones:
“La casa miraba hacia el pueblo. Era enorme y
parecía desdibujada y vencida. Las ventanas descuidadamente cerradas le daban
ese aspecto siniestro de todas las casas viejas que han pasado vacías mucho
tiempo. La pintura se había descascarado a la intemperie, y toda la casa tenía
un aspecto uniformemente gris. Los temporales de viento habían arrancado muchas
tejas, y y una densa nevada había hundido el ángulo oeste del techo principal,
dejándolo vencido. A le derecha, un destartalado cartel clavado sobre un poste
advertía: Prohibida la entrada”.
Más allá de
esto, se ha preguntado usted ¿quién habitaba el edificio donde reside? o ¿quién
durmió en la cama del cuarto de hotel donde se hospeda? o ¿es cierto que su
escuela se construyó sobre un cementerio? Esas son respuestas que quizá no
queremos saber.
Escribo
todo esto como un gran pendiente desprendido de mi fascinación por la
galardonada teleserie American horror story, creada por Ryan Murphy y Brad Falchuk, que ha despertado todo tipo de comentarios
entusiastas entre los aficionados y la crítica especializada. El proyecto de la dupla,
responsable de la popular serie Glee, recibió luz verde al
comprobarse el éxito del musical adolescente. Básicamente, American horror story es una historia de fantasmas ambientada en un
contexto fácilmente reconocible, protagonizada por personas que se parecen a
nosotros. La familia Harmon se muda de Boston y se
instalan en la Mansión
Montgomery , una enorme construcción gótica de la
ciudad de Los Ángeles construida en 1922 por el prestigiado cirujano Charles
Montgomery (Matt Ross). Los Harmon
distan de ser una familia común. Como muchas, arrastran sus demonios: Ben
(Dylan McDermott), el padre, es un
psiquiatra que tuvo un romance extra marital con una de sus estudiantes (Kate
Mara) y busca un nuevo comienzo; Vivien (Connie Britton), la madre, es una chelista retirada que lidia con
el penoso recuerdo de la aventura de su esposo; Violet (Taissa Farmiga), la hija de ambos, es
una adolescente que sufre bullying y
tiene graves tendencias depresivas. Como si esto no fuera suficiente, los
rodean extraños y atormentados personajes: su vecina Constance Langdon (Jessica Lange), su hija Adelaide
(Jamie Brewer), su perturbado hijo Tate (Evan Peters), el deforme Larry
Harvey (Denis O'Hare), la veterana
ama de llaves Moira O'Hara (Frances
Conroy) y su sensual doble (Alexandra
Breckenridge), acompañados de los antiguos residentes de la casa, desde la
pareja homosexual Chad y Patrick (Zachary
Quinto y Teddy Sears), el mismo Dr.
Montgomery y su esposa Nora (Lily Rabe), las víctimas del tiroteo en la Preparatoria Westfield , e incluso Elizabeth Short (Mena Suvari),
conocida por la posteridad como La Dalia Negra. Todos guardan tortuosos secretos, acumulados al transcurrir los años, que se
revelan paulatinamente.
Una
atmósfera opresiva aderezada por un lóbrego tema musical de Charlie Clouser (su
secuencia de créditos es perturbadora), fragmentos de la partitura que Wojciech Kilar compuso para Drácula
de Bram Stoker (Francis Ford
Coppola, 1992) y la presencia constante del terrible Hombre de Goma, personaje
representativo del programa, completan un serial imposible de perderse. Muchas
personas dignas de todo mi respeto se quejan del exceso de personajes (“parece
la vecindad del Chavo del 8 con
fantasmas”) y de su final feliz, que en realidad es una tragedia, porción menor
de una historia cíclica, condenada a repetirse una y otra vez.
Ayer vi el
tercer episodio de su segunda temporada, American horror story: Asylum, una
nueva historia ambientada en el ficticio Hospital Psiquiátrico Briarcliff, un
lugar inquietante por sí mismo en el que se reúnen una monja sádica, una
periodista lesbiana, un médico loco, un psiquiatra progresista, un presunto
asesino e incluso posesiones satánicas y elementos que lindan con la ciencia
ficción. Muchos de los actores de su primera
temporada aparecen nuevamente, sólo que interpretando papeles completamente
distintos, sin relación con sus encarnaciones previas. La principal sigue
siendo la laureada Jessica Lange,
quien demuestra su camaleónica capacidad actoral, todo en una historia
prometedora, digna de Los renglones torcidos de Dios (1979)
de Torcuato Luca de Tena o Alguien
voló sobre el nido del cuco (1962) de Ken Kesey, esta última convertida
en la flamante cinta Atrapado sin salida (Milos Forman, 1975), sólo que con la presencia
de una maldad sobrenatural. Sobre su desenlace, escribiré cuando éste llegue.
Y ahora sí,
vámonos a Mórbido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario