Cuando conocí el caso criminal del japonés Chizuo Matsumoto –quien se
rebautizaría posteriormente como Shoko
Asahara-, la secta que fundó –con una base de operaciones en las faldas del
Monte Fuji-, sus sueños de dominación mundial y los terribles atentados que
orquestó en el metro de Tokio el 20 de marzo de 1995, inmediatamente supe que
sería la única oportunidad de incluir el tema clásico que compusieron John Barry y Monty Norman para las cintas de James Bond 007. Esto fue
en el episodio 186 del extinto Testigos
del Crimen. Muchos pueden cuestionar esta decisión. Después de todo, como Batman,
Dexter
Morgan o Hannibal Lecter, James
Bond es un personaje de ficción. Pero a diferencia de los primeros, sus
actividades –el espionaje- lo alejan del fenómeno criminal. Las amenazas que
enfrenta el agente secreto Al Servicio de Su Majestad se inscriben en un ámbito
superior, uno que pone en peligro la supervivencia de la civilización
occidental.
La fama del personaje creado en 1953 por el novelista, reportero y oficial de inteligencia inglés Ian Fleming se incrementó
sustancialmente gracias a sus aventuras fílmicas producidas por Albert R. Broccoli y Harry Saltzman, protagonizadas –a lo
largo de 50 años- por los actores Sean
Connery, George Lazenby, Roger Moore, Timothy Dalton, Pierce
Brosnan y Daniel Craig, todos
ilustres paisanos del espía (dejo fuera de mi lista a los Bond no oficiales, como Barry Nelson y David Niven).
Soy aficionado de ellas desde que tengo memoria. Son parcialmente responsables
de mi formación como cinéfilo. Por eso me dolió tanto no estar disponible para
grabar con otro devoto del personaje, Carlos
del Río, un podcast especial de CinemaNet.
Y lo digo con plena consciencia, porque las cintas de Bond no admiten
academicismos, están plagadas de situaciones incongruentes, personajes
inverosímiles y fórmulas que conocemos hasta el hartazgo. No obstante son un
entretenimiento puro –para hombres, pues no todas las mujeres comparten mi
opinión-, impactante, a prueba de balas. No polemizaré sobre cuál actor lo
encarna de una mejor manera, o sobre su calidad como aportación artística. El
triunfo de Bond es divertirnos,
sustraernos de la realidad. Punto.
Se que me alejo diametralmente de los intereses de este blog, pero no
puedo evitarlo. Sobre todo porque ayer vi su vigésima tercer cinta oficial, la
de su cincuentenario cinematográfico, Operación Skyfall (Sam Mendes, 2012). Ésta cuenta con
todos los elementos que debe tener una película de su clase: locaciones
exóticas, situaciones peligrosas, persecuciones trepidantes, tiroteos, momentos
pasionales, atractivo visual para el público masculino (Naomie Harris y Bérénice
Marloheun), un buen villano (Javier
Bardem), y la recuperación de los clásicos (como la aparición del Aston Martin DB5 que usó en 007
contra Goldfinger), que tanto disfruté. Considero a Skyfall el punto medio entre el Bond de sus inicios y el del nuevo
milenio, con un hacker incluido (Ben Whishaw de El perfume): puedo hacer
más daño con mi lap top y en pijama del
que tú harás en todo un año. Cuando da al héroe una nueva versión de su
flamante pistola Walther PPK, la más famosa pieza de su arsenal, le pregunta: ¿Qué esperabas? ¿Una pluma explosiva?. La presencia de Albert Finney fue emotiva y la inclusión de Ralph Fiennes un relevo apropiado. El Rey ha muerto, larga vida al
Rey.
Por fortuna, Bond está más vivo que nunca. Se han anunciado dos
aventuras suyas más. Y estoy seguro que continuarán cuando haya abandonado este
planeta. Porque el personaje tiene vidas inagotables y ha demostrado su capacidad
de adaptación a todas las épocas y todos los males.
Fin de la pausa.
Fin de la pausa.
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