Uno de
tantos caminos que puede tomar la ficción contemporánea es centrar su atención
en personajes históricos. Eso exige al autor apegarse en la medida de lo
posible a hechos que son del conocimiento popular en aras de lograr
verosimilitud y la complicidad del espectador. Identifico dos formas básicas de
este tipo de historias:
1. Las que son fieles a los acontecimientos que documenta la historia y emplean el juego de la imaginación para explicar momentos poco conocidos. En El cuervo, guía para un asesino (James McTeigue, 2012), los guionistas Ben Livingston y Hannah Shakespeare, a pesar de las incontables licencias que se toman, respetan que Edgar Allan Poe (John Cusack) fuera encontrado moribundo en la banca de un parque de Baltimore y que llamara insistentemente a un tal Reynolds en su lecho de muerte. En nuestra tierra, el dramaturgo Flavio González Melo exploró la vida de Pedro Lascuráin (1856-1952), presidente mexicano que gobernó el país durante 45 minutos el 19 de febrero de 1913, tras el cobarde asesinato de Francisco I. Madero y José María Pino Suárez en la obra Lascuráin o la brevedad del poder. Mi amigo Vicente Quirarte hizo lo propio al ficcionar lo vivido por Oscar Wilde en sus últimos días en El fantasma del Hotel Alsace. Yo mismo profundizo los motivos que llevaron al irlandés Bram Stoker para escribir su novela más celebrada en El hombre que fue Drácula. Podría seguir así por un largo rato. Y la figura histórica no debe ocupar siempre el primer plano. En su novela El Alienista (1994), Caleb Carr toma a Theodore Roosevelt –vigésimo sexto Presidente de los Estados Unidos- en sus días como Jefe de Policía dela Ciudad de Nueva York y
lo convierte en aliado de su ficticio protagonista Laszlo Kreizler en
la cacería de un asesino en serie. Las posibilidades son infinitas.
2. Que la figura histórica sea un mero pretexto para crear un universo completamente nuevo, donde no necesariamente hay un respeto notable por los acontecimientos que documentan los libros, ofreciendo la posibilidad de realidades alternativas. En la muy reciente Hombres X, primera generación (Matthew Vaughn, 2011), los personajes de Marvel comics alternan espléndidamente sus correrías con la actuación de John F. Kennedy enla Crisis Cubana de Misiles. En su cuento La Bestia
ha muerto, mi amigo Bernardo
Fernández BEF usa a héroes y villanos del México decimonónico (Benito Juárez y Maximiliano de Habsburgo) para
crear un relato que se encuentra a medio camino entre las ficciones de Julio Verne y los mundos de William Gibson o el de los
hermanos Wachowski y su Matrix.
1. Las que son fieles a los acontecimientos que documenta la historia y emplean el juego de la imaginación para explicar momentos poco conocidos. En El cuervo, guía para un asesino (James McTeigue, 2012), los guionistas Ben Livingston y Hannah Shakespeare, a pesar de las incontables licencias que se toman, respetan que Edgar Allan Poe (John Cusack) fuera encontrado moribundo en la banca de un parque de Baltimore y que llamara insistentemente a un tal Reynolds en su lecho de muerte. En nuestra tierra, el dramaturgo Flavio González Melo exploró la vida de Pedro Lascuráin (1856-1952), presidente mexicano que gobernó el país durante 45 minutos el 19 de febrero de 1913, tras el cobarde asesinato de Francisco I. Madero y José María Pino Suárez en la obra Lascuráin o la brevedad del poder. Mi amigo Vicente Quirarte hizo lo propio al ficcionar lo vivido por Oscar Wilde en sus últimos días en El fantasma del Hotel Alsace. Yo mismo profundizo los motivos que llevaron al irlandés Bram Stoker para escribir su novela más celebrada en El hombre que fue Drácula. Podría seguir así por un largo rato. Y la figura histórica no debe ocupar siempre el primer plano. En su novela El Alienista (1994), Caleb Carr toma a Theodore Roosevelt –vigésimo sexto Presidente de los Estados Unidos- en sus días como Jefe de Policía de
2. Que la figura histórica sea un mero pretexto para crear un universo completamente nuevo, donde no necesariamente hay un respeto notable por los acontecimientos que documentan los libros, ofreciendo la posibilidad de realidades alternativas. En la muy reciente Hombres X, primera generación (Matthew Vaughn, 2011), los personajes de Marvel comics alternan espléndidamente sus correrías con la actuación de John F. Kennedy en
En esa
última línea ubico a Abraham Lincoln, cazador de vampiros
(2012), película estadounidense que se encontraba entre mis grandes pendientes.
Dirigida y producida por el esteta ruso del cine de acción Timur Bekmambetov (quien dirigiera el díptico Guardianes de la noche y Se
busca), con el endoso del buen nombre de Tim Burton y a partir de un guión de Seth Grahame-Smith –basado en su novela homónima- se convierte en
un gran divertimento, una pirotecnia visual que se adhiere perfectamente al
estilo desmedido y estridente del artista. En un universo paralelo, Abraham Lincoln (Benjamin Walker),
décimo sexto Presidente de los Estados Unidos, escribe sus memorias, apacible
en su despacho. En ellas narra su oficio no conocido por la posteridad. Desde
su infancia en 1818 es testigo de las enormes injusticias de la clase
privilegiada. Pero no sólo eso. Descubre que su mundo alberga otro tipo de
horrores, unos que viven ocultos en las sobras y se alimentan de sangre. Cuando
en su adolescencia intenta hacer justicia a la memoria de sus padres, el
misterioso Henry Sturges (Dominic
Cooper) lo salva del atroz terrateniente Jack
Barts (Marton Csokas), quien es nada menos que un vampiro. Bajo la tutela
de Sturges aprende a combatir a estas
amenazas. Elige un hacha como herramienta de trabajo, cuya hoja recubre
ceremoniosamente de plata. En medio de sus nuevos deberes como cazador de
vampiros, encuentra tiempo para estudiar Derecho y conocer el verdadero amor en
la figura de la bella Mary Todd (Mary Elizabeth Winstead). Pero el
malvado Barts es sólo la punta del
iceberg. Detrás de todo se encuentra el malvado Adam (Rufus Sewell),
líder de un clan de vampiros con poderosísimos intereses. El conflicto deriva
en uno de los episodios más dolorosos de la historia del país vecino: la Guerra de Secesión (1861-1865), un conflicto
del que dependía que “Estados Unidos fuera un país que perteneciera a los
vivos”.
La
espectacularidad de la puesta en escena de Bekmambetov, la vertiginosa cámara
de Caleb Deschanel, la briosa partitura de Henry Jackman contrastan a la
perfección con homenajes a clásicos como La danza de los vampiros (Roman Polanski, 1967), Vampiros
en la Habana
(Juan Padrón, 1985) o a tantas
memorables persecuciones en el techo de un tren en movimiento. Sobre todo, a
pesar de tomar notables desviaciones con la Historia y la figura mítica que tan bien
conocemos, es respetuosa a máximas que estableció Bram Stoker en la novela canónica del tema: “Aunque no pertenece a
la naturaleza debe, no obstante, obedecer a algunas de las leyes naturales. No
sabemos por qué”. Como nos enseñara Anne
Rice, hay cosas que un vampiro no puede hacer, literalmente.
El
desenlace es el mismo que aparece en los libros de texto: la fatídica noche del
15 de abril de 1865 en el teatro Ford de Washington, el actor y espía
confederado John Wilkes Booth y su cobarde disparo a la cabeza del mandatario.
A diferencia de la novela, y con la posibilidad de obtener la vida eterna,
Lincoln elige el destino del hombre común. Del héroe. Y como bien advierte Grahame-Smith,
“hay hombres demasiado interesantes para dejarlos morir”.
A mí me pareció muy buena también... muy divertida, con excelentes efectos! Soy Ariadna Quijano (Ari), por cierto... :)
ResponderEliminarGracias por pasar por aquí, Ari querida. Muy a destiempo, te mando un abrazo.
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