Debo dos de las comedias que más disfrutado
en los últimos 10 años, Shaun of the dead (aquí fue
rebautizada como El desesperar de los muertos, 2004) y Hot fuzz, superpolicías
(2007) al ingeniosísimo binomio escritural conformado por los británicos Edgar Wright y Simon Pegg, director y protagonista de ambas, respectivamente. Vale
la pena aclarar que sus cintas no son parodias, pues no se mofan gratuitamente del
tema o sus películas más representativas. Su acierto es que usan las reglas de
la comedia más respetuosa y géneros
populares como el horror y el policial para hacer una crítica social
y hablar de temas como la alienación,
la pérdida de la humanidad, el conformismo y la voracidad sociedad de consumo.
Imagino que ese fue el motivo por el que decidieron nombrar su saga La trilogía Cornetto –en clara alusión
al popular cono de helado hecho con grasa vegetal-. Para cerrar el tríptico con
broche de oro, pusieron sus ojos en la ciencia
ficción.
El resultado, Una noche en el Fin del Mundo
(The
World´s End, 2013) es una película entretenida de principio a fin. El
cuarentón Gary King (Pegg) es un
eterno adolescente, un hombre alcohólico, desobligado y atrapado en los noventa
que usa una playera de Sisters of mercy
y unas desgastadas botas Dr. Martens. Como en una historia de Stephen King, reúne –con engaños- a sus
otrora compañeros de escuela, el agente inmobiliario Oliver Chamberlain (Martin Freeman), el vendedor de autos
de lujo Peter Page (Eddie Marsan)
el contratista Steven Prince (Paddy
Considine) y el abogado corporativo Andy Knightley (Nick Frost) para regresar a su natal pueblo Newton Haven y completar
un gran pendiente de sus días juveniles: una gran parranda por la Milla Dorada,
un recorrido etílico por las doce tabernas locales (El Primer Puesto, El Viejo Conocido,
El Gallo Famoso, Las Manos Cruzadas, El Buen Compañero, El Siervo Fiel, El Perro
de Dos Cabezas, La Sirena, La Colmena, La Cabeza del Rey, El Agujero en la Pared
y, la que título a la película, El Fin del Mundo). Todo luce igual pero se
sienten inmediatamente como extraños. En la cuarta estación descubren que se
encuentran en medio de una intriga similar a la que Jack Finney nos presentó en su novela La invasión de los secuestradores
de cuerpos (1955), cuatro veces llevada a la pantalla grande. Juntos y
unidos, los amigos tratan de detener una amenaza que pone en peligro al mundo
como lo conocen.
La dirección de Wright es precisa. Se da el
permiso de utilizar un elenco recurrente (Pegg, Frost, Freeman y los veteranos David Bradley y Billy Nighy, además de visitar situaciones que dan unidad a su saga
(“¿Qué pasa? ¿Nunca has tomado un atajo?”, el encierro en una cantina, ese
letrero de “prohibido pisar el pasto”, muchas pintas de cerveza y, por supuesto, la popular golosina que le da
nombre a la serie). La estupenda partitura de Steven Price es aderezada clásicos de nuestra juventud como I'm Free de The Soup Dragons y Get a Life de Soul II Soul, canciones
más que apropiadas para la trama.
En el final de este viaje nostálgico se
encuentran el triunfo de la amistad y la naturaleza humana, los otros dos
grandes temas de Wrigth y Pegg. El regreso a lo básico, los que da sentido a la
existencia. Todo nos ayuda, como a Gary, a descubrir nuestro verdadero papel en
la vida, incluso en el borde del fin del mundo. Maravilla total.
Divertida e ingeniosa cinta, digno cierre para la trilogía. Los comentarios del maestro Coria nos empujan a la sala de cine este próximo viernes.
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