Una noche como hoy, hace exactamente 40
años, cientos de personas observaron con alivio los últimos momentos de El
Exorcista, el sexto largometraje del director estadounidense William Friedkin. Dudo que él imaginara
la dimensión que alcanzaría su obra, que motivó un alud de cintas sobre
posesiones demoníacas, desprendió dos desiguales secuelas, un par de precuelas
(una hecha dos veces, en realidad), propició incontables parodias e imitaciones
de diversas calidades. Costó poco más de 10 millones de dólares y ha recaudado,
hasta la fecha, más de 440.
La novela homónima de William Peter Blatty, adaptada para la
pantalla por él mismo, ofrece la materia prima perfecta para un clásico. Y le
sigue sin duda su reparto afortunado y preciso: Ellen Burstyn como la atribulada actriz Chris McNeill, Jack MacGowran (el Profesor Abronsius de La danza
de los vampiros) como el borrachín director de cine Burke
Dennings, Max von Sydow como
el experimentado Exorcista Lankster Merrin, Jason Miller como el atormentado sacerdote
y psicólogo de medio tiempo Damien Karras, Lee J. Cobb como el cinéfilo y detective William Kinderman y, por
supuesto, la entonces preadolescente Linda
Blair como Regan McNeill, la desgraciada presa del demonio Pazuzu. Todo aderezado con las ya
míticas Campanas tubulares de Mike
Oldfield, tema musical que ha sido empleado en una variedad incontable de
formas. Su horror contenido, que no necesita pilas de cadáveres o se sustenta
en sus prodigiosos efectos especiales –innovadores para entonces-, es
sobrecogedor hasta el final del metraje.
Todos conocemos su trama, y aun así
volvemos a disfrutarla como el primer día cada vez que la reencontramos: la
hija de padres divorciados que se establece con su madre en la ciudad de Georgestown, Washington, es poseída por
una entidad malévola. Es sometida a una interminable, tortuosa e inútil serie
de estudios médicos para descartar males físicos. La Psicología tampoco
demuestra mucha eficacia y finalmente se llega al reconocimiento que la
solución se encuentra en los territorios de la fe.
Alrededor suyo se tejieron toda serie de
inquietantes leyendas que sólo contribuyeron a su incrementar su perdurabilidad:
maldiciones, muertes misteriosas, sucesos sobrenaturales en los sets de
filmación y sacerdotes llevados para bendecirlos (William O'Malley, que interpretaba al Padre Joseph Dyer, era
reverendo en la vida real) y un destino funesto para sus actores. Si no lo
creen, pregunten a Blair –hoy una mujer de 54 años-, cuya carrera actoral nunca
despegó pese a su mítico personaje y se vio obligada a repetirlo en la poco
agraciada El Exorcista II, el Hereje
(John Boorman, 1977) o en la infame Reposeída (Bob Logan, 1990), comedia
diseñada para el lucimiento del veterano Leslie
Nielsen.
Sus escenas viven en las pesadillas de
muchos, desde la aparición del demonio en el desértico Irak, las “ratas” que se
pasean en el ático, el comportamiento perturbador de Regan, las apariciones fugaces –sólo para el espectador- en la
oscuridad de su habitación, las cosas volando violentamente en el lugar, el
vómito de sopa de chícharos, la cabeza giratoria de la chica, sus insultos (en
la voz de Mercedes McCambridge), las
alusiones sexuales y el estremecedor desenlace en las escaleras de la calle M
de Georgestown, auténtico acto de lucidez, fortaleza y heroísmo.
El
Exorcista se ganó con creces sus dos premios Óscar en 1974 (por Mejor mezcla de sonido y Mejor
guión adaptado, aunque fue nominada a Mejor
película, una auténtica hazaña para el género), su ingreso en 2010 al
Registro Nacional de Películas de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos
pero sobre todo su lugar inamovible en nuestra memoria y corazones. Me alegra
pensar que la veré cumplir 50 años y, si me mantengo en buena forma, 75. Porque
diferencia nuestra, la película no envejece. Hace un rato acabo de verla por
enésima ocasión (la primera fue en el monstruoso reproductor Betamax de un tío, a escondidas, cuando
tenía siete u ocho años) y debo reconocer que se mantiene tan vigente como
entonces. Envidio a todos los que se asustaron en las salas de cine aquél 26 de
diciembre de 1973. Significó el cierre de un gran año.
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