Bastaron sólo tres episodios (dos y
medio, en realidad) para confirmar mis enormes reservas sobre la nueva vida
televisiva de Drácula.
La serie, por más espectacular que sea,
se aleja en lo sustancial a la novela que inmortalizó al irlandés Bram Stoker. Sus productores ni
siquiera tienen la decencia de reconocerle su mérito autoral (ni al inicio ni
al final de cada capítulo) con las leyendas “basada en la novela o personajes
creados por”. Eso, a la larga, no sé si será un beneficio. Insisto, el producto
es visualmente impecable, pero decepcionante en lo sustancial. Muchos la
defenderán como una interesante reinterpretación del mito, pero si lo que se
buscaba era hacer algo nuevo debieron desligarse completamente de la fuente
original. Eso sólo crea altas expectativas y hace patente el afán de lucrar con
una creación que ha comprobado con creces su universalidad y alto valor comercial.
Posee parlamentos y situaciones que
inmediatamente repelen al conocedor y a la persona que va más allá del torso
desnudo de su productor y protagonista Jonathan
Rhys Meyers: “convertirla en algo como yo sería una abominación”, o ese dramático
y caricaturesco golpe que da a las teclas de un piano para rematar su maldad. Donde
yo crecí los vampiros no se lamentan de ser vampiros. Personajes con esos
dilemas existenciales abundan en la narrativa, como el Louise de Pont Du Lac de Anne Rice. Y eso no es malo. Pero
siempre tienen como contrapeso el espíritu byroniano y malévolo de seres como Lestat
de Lioncourt. Y volviendo al programa, pasa por alto aspectos obvios. Renfield
(Nonso Anozie) es su sirviente, no
su consejero sentimental. Jonathan Harker es un hombre de su
época –como el propio Stoker-, pero es respetuoso, abierto y pensante, no el
típico Victoriano de Oliver
Jackson-Cohen. “Ya se le pasará a mi vieja eso de ser médico”. Por otra
parte una pareja de enamorados nunca se besaría abiertamente en público, ni las
mujeres caminarían despreocupadamente por la calle con el cabello suelto –a lo Amanda
Miguel- y mostrando sus brazos desnudos. Luego están las incongruencias. “Convirtamos
a nuestro gran enemigo en un ser poderosísimo, al fin nunca escapará de su
cautiverio y con el paso de los siglos el odio que nos tiene desaparecerá” o “Masacremos
a la familia de este individuo. Que nos vea y dejémoslo vivir para que sufra.
Al fin nunca querrá vengarse”. Tonterías ambas. Y por otro lado, Rhys Meyers no es la mejor elección para interpretar al vampiro. No proyecta la malignidad ni el misterio que el personaje requiere. Por momentos (muchos) me parece falso, fuera de lugar.
No sigo más, pues corro el riesgo de
lucir como un anciano quejumbroso. Creo que tengo dos veces el derecho a
sentirme indignado con el resultado: como espectador y entendido del tema. Si
conozco de algo, como es evidente en mi trayectoria, es de Drácula. Y lo que se nos presentó se desvía enormemente de una
novela que es eterna, como su protagonista y el hombre que la creó.
Todavía me pregunto si algún día veré
una nueva adaptación digna. Mientras tanto, espero atento.
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