lunes, 1 de julio de 2013

De cómo el mundo casi terminó (a causa de los zombis)

Seamos estrictos. La cinta Guerra Mundial Z (Marc Foster, 2013) sólo comparte el título con la estupenda novela que la desprende. Guerra Mundial Z: Una historia oral de la guerra zombi, autoría del estadounidense Max Brooks (Almuzara, 2011) es propiciada a su vez por otro texto indispensable del autor, Guía de supervivencia zombi: protección completa contra los muertos vivientes (Berenice, 2008). Si estos monstruos carecen de un relato canónico, ambos textos son lo que más se aproxima a esto. Ponen en un contexto realista, terriblemente contemporáneo, a una figura que se ha integrado por incontables méritos al imaginario colectivo. El libro en que se basa la película, como indica su título, es una gran colección de entrevistas que realiza un relator de la Organización de las Naciones Unidas –su nombre nunca se menciona, acaso es el propio Brooks- que te captura desde el primer párrafo. “Le dan muchos nombres: La Crisis, Los Años Oscuros, La Plaga que Camina, y también nombres más nuevos y de moda como Guerra Mundial Z o Primera Guerra Z. En lo personal me disgusta ese último título, pues sugiere una inevitable Segunda Guerra Z. Para mí, siempre será La Guerra Zombi, y aunque algunas personas pueden discutir acerca de la exactitud científica de la palabra zombi, me gustaría invitarlos a encontrar otro término que tenga una aceptación tan universal para las criaturas que estuvieron a punto de provocar nuestra extinción. Zombi sigue siendo una palabra devastadora, con un poder sin igual para conjurar un sinfín de recuerdos y emociones, y son precisamente esos recuerdos y emociones los que forman el tema principal de este libro”. Apoyado por un “ejército de intérpretes” y su “pequeño pero invaluable aparato de transcripción activado por voz”, el narrador recorre el mundo –de Estados Unidos a Cuba, del Tíbet a Grecia, de Brasil a Barbados- recolectando testimonios, 10 años después de concluido el conflicto, de personas de todos los enfoques y procedencias –científicos, políticos, militares, ciudadanos de a pie y demás-. A los ojos de los jefes del cronista, el documento es “demasiado personal” –y largo, evidentemente- y le sugieren que mejor escriba un libro. Brooks aprovecha para ofrecer un detallado recuento de las implicaciones políticas, culturales, religiosas y ambientales del acontecimiento que casi llevó a la especie humana a la extinción. La ineptitud de la clase gobernante, la ineficacia de las estrategias militares y sanitarias para enfrentar el desastre y la incertidumbre son temas dominantes en la trama. Todo esto brilla por su ausencia en la versión cinematográfica. Surge de un material tan extenso que sólo podría resolverse satisfactoriamente en una serie de televisión –o en una extinta mini serie-. Sin embargo, si separamos el resultado que nos ofrece Foster –siempre atesoraré sus filmes Descubriendo el País de Nunca Jamás y Más extraño que la ficción- nos encontraremos ante una película disfrutable. Eso sí, con muchos aspectos a considerar.
El primero de ellos: es un gran espectáculo diseñado para el lucimiento de su protagonista, Brad Pitt. Su compañía productora, Plan B Entertainment, compró los derechos del libro cinco años atrás con la intención de llevarlo a la pantalla. No sabía que se metía en camisa de once varas. Demoras, cambios de locación y la triple re escritura del guión hicieron su producción muy atropellada. El libreto de Matthew Michael Carnahan, Drew Goddard y Damon Lindelof repite un esquema que hemos visto en incontables películas de desastre, donde un héroe intrépido (Pitt, obviamente) es el encargado de salvar el día. Omite grandes momentos del libro, como la gran ofensiva en Yonkers, Nueva York, el dispositivo lobotomizador –su nombre oficial es “Herramienta Estándar para Infantería de Trincheras”, pero fue bautizado cariñosamente como Lobo-, la migración masiva de ciudadanos de Estados Unidos a Cuba o a los territorios al norte del continente –“ya que los muertos vivientes se congelan por completo, el frío extremo era nuestra única posibilidad”-, con nefastas consecuencias, los no muertos aún activos en el suelo marino. Y luego viene la parte incómoda: “Cuba ganó la Guerra Zombi; quizá no es una declaración muy humilde, teniendo en cuenta lo que pasó en los demás países, pero tan sólo mire cómo estábamos hace veinte años y cómo estamos hoy”. Y omitieron algo que adoré porque tiene que ver con los perros que tanto amo, héroes anónimos en toda conflagración. “Los perros rastreadores los encontraban [a los zombis] y sus entrenadores los despachaban con armas silenciadas”. O esa emotiva entrevista al hombre que dirige una granja para perros veteranos de guerra en Nebraska.
Lo atractivo es ver a una gran estrella, corriendo por todo el mundo para salvarlo. De paso mostrar una gran pirotecnia de efectos especiales –libre de todo elemento gore, para evitar la censura-. Y sobre esto, los aficionados pueden quejarse. Los zombis de la cinta corren, atacan como una gran e incontrolable turba de linchamiento, muy opuesta a la masa lenta y torpe que nos presentó George Romero, a quien Brooks reconoce al final del libro. Muestran también una mediana capacidad de organización al trepar uno sobre otro para forman una inmensa escalera mortuoria y escalar muros. Esto no me desagrada –lo de los zombis corredores-, especialmente si tomamos en cuenta que es la evolución natural del monstruo –como la inauguró Danny Boyle en Exterminio- para conservar su capacidad de atemorizarnos.
El resultado es grandilocuente, pero no inolvidable. Sólo debo reconocerle que el final –que pudo deducir cualquier epidemiólogo con mediana capacidad- no es en absoluto feliz. “Sólo compramos un poco de tiempo adicional”, lo que sin duda –como demuestra su éxito de taquilla- asegurará secuelas.


                                                                       

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