El pasado
martes 19 de febrero de 2013 dejó de respirar Joaquín Cordero Aurrecoechea, un actor al que siempre guardaré un
especial cariño. Tenía 80 años de edad. Lo conocí en El libro de piedra (1968), la ya clásica
cinta de Carlos Enrique Taboada. Con
gran dignidad daba vida a Eugenio Ruvalcaba, el atribulado
padre de una niña que conocía de frente a la otredad. Su interpretación, segura
y creíble, daba gran dignidad a temas poco respetados por muchos: el horror y
la fantasía. A pesar que en su amplia carrera en cine y televisión recorrió
todos los géneros, de la comedia romántica al drama, del cine de luchadores al melodrama
familiar, siempre lo recordaremos por sus apariciones en cintas que conocimos
en la infancia y significaron nuestras primeras aproximaciones a estos
territorios. A la anterior sumo Orlak, el infierno de Frankenstein (Rafael
Baledón, 1960), El monstruo de los volcanes (Jaime Salvador, 1963), El Museo
del horror (Rafael Baledón, 1964), Cien gritos de terror (Ramón Obón, 1965),
Doctor
Satán y la magia negra (Miguel Morayta, 1966) y por supuesto, una de
sus más entrañables, La loba (Rafael Baledón, 1965). Sobre esta última hablaré
abundantemente el un futuro no lejano.
Fue
despedido tanto por sus pares actores como por figuras del mundo intelectual. Fue
más que justo que su cuerpo se homenajeara en el Palacio de Bellas Artes, señal de su importancia y trascendencia. Rafael Tovar y de Teresa, actual
Director del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, le dirigió unas palabras de
despedida que nos dan una idea de su dimensión:
Hoy, Joaquín Cordero
se reúne con Alma, su esposa durante sesenta y dos años. Joaquín, en vida,
decía que mucho de lo que hizo en la actuación se lo debe a la gente, y así lo
vimos todos en las pantallas de los cines y en la televisión o en los
escenarios, haciendo su tarea actoral, consolidando año con año una carrera que
afortunadamente fue de muchas décadas y dejó testimonios que nunca se
olvidarán.
Joaquín Cordero tuvo
la oportunidad de encarnar muchos personajes emblemáticos que identifican a
nuestro cine. Lo mismo fue el médico citadino que regresa a su pueblo natal a
luchar contra las costumbres salvajes en 'El río y la muerte', de Luis Buñuel,
o el pendenciero de rancho en 'Yo soy gallo donde quiera'; fue sacerdote,
entrenador deportivo, ranchero y abogado. Todo lo encarnó porque para un actor
no hay nada imposible. Lo mismo fue el boxeador Lalo Gallardo, el amigo de Pepe
el 'Toro', con quien encontró la amistad y fue fiel a sus principios, que muere
en el ring a manos de su mejor amigo en la cinta que forma parte de la
identidad e historia de México.
Cordero representa al
actor versátil, dedicado, confiable dueño del personaje, al que le daba cuerpo
de su cuerpo, pero también representa al hombre de los compromisos,
inquebrantable con su profesión y su familia. La herencia que nos deja es muy
grande y será más grande con el tiempo. Descanse en paz.
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