Una pausa
obligatoria (porque quería seguir con Psicosis y Alfred Hitchcock). En sus inicios hablé de la teleserie Fringe,
producto del ingenio de J. J. Abrams,
Roberto Orci y Alex Kurtzman, trinomio que estoy seguro tiene mucho por
ofrecernos. Ayer, tras cinco temporadas, ví su desenlace. De forma inesperada,
porque después de incontables reclamos sobre su tardanza por Twitter a su distribuidora en
Latinoamérica, Warner Channel,
tomaron la inexplicable decisión de transmitir los 13 episodios finales el fin
de semana, en lo que llamaron La maratón
Fringe. Debo decir que el resultado no me decepcionó en lo más mínimo. Fue
ese uno de los aspectos que me hizo admirarla: a lo largo de 100 episodios, fue
constante en su nivel argumental y en su impecable factura, con efectos
especiales de primer nivel. No fue la pérdida de interés de sus huestes de
seguidores la que la condenó, sino fallidas decisiones institucionales de
programación. La crítica, casi siempre de forma unánime, alabó la calidad del
producto. Observó que la serie, de una fórmula convencional (el “monstruo de la
semana”), evolucionó en un maduro programa de ciencia ficción, con una temática definida que giraba en torno a un
universo paralelo y la alteración de
la línea temporal.
El actor
australiano John Noble, sin duda uno
de sus principales atractivos, supo modificar la imagen del “científico loco”.
Su Walter
Bishop siempre hizo alarde de su intelecto superior pero dando cabida a
todo tipo de conductas, de su abierto consumo de alucinógenos a extravagancias deliciosas, de su vaca de
laboratorio Gene, insólitas peticiones (“revisa su ano” o “córtenle la mano
al cadáver y llévenla a mi laboratorio”) a acciones inesperadas e inverosímiles
en una crisis (mientas graba en video instrucciones que definirán el destino de
la humanidad, se detiene abruptamente en la vidriera de una panadería cuando
exhiben producto recién salido del horno y pregunta “¿son de zarzamora?”). En
la prestigiada Comic Con, Noble
llamó a su conclusión “la temporada de los fans”. Y es que la serie supo
atender las opiniones de sus admiradores, que crecieron hasta convertirla en un
objeto casi de culto. Para ellos nunca faltaron referencias a decisivas obras
de nuestra educación sentimental, como las películas Estados alterados (Ken Russell, 1980) y Volver
al futuro (Robert Zemeckis,
1985) o mitologías contemporáneas como la saga Viaje a las estrellas (Star
Trek). No fue gratuito que Leonard
Nimoy, el inmortal Señor Spock, encarnara a uno de sus
personajes más importantes y ambiguos, el genio científico William Bell, antiguo
asociado de Walter y cabeza de la
todopoderosa Massive Dynamics, centro importante de la intriga; que Chistopher Lloyd, el inolvidable Dr.
Emmet Brown, encarnara a una leyenda musical que hizo ver a Walter las consecuencias de sus acciones;
o que Peter Weller, el igualmente
entrañable Robocop, interpretara a un científico obsesionado con el amor
perdido que muestra a Walter el
significado de la esperanza en su mundo dominado por la lógica. Si el escenario
de la temporada final de la serie era un futuro distópico muy en deuda con la
novela 1984 de George Orwell
(en su brillante cortinilla de entrada leíamos conceptos como “libre
pensamiento”, “privacidad”, “debido proceso” y “libertad”) y da sentido a símbolos
(como el sapo, el caballito de mar, la mano con seis dedos y la manzana partida
a la mitad con fetos humanos en lugar se semillas que veíamos en su salida a
comerciales) y situaciones de temporadas pasadas (esos parásitos que se
incubaban en las personas, el misterioso “hombre-puercoespín”, o las mariposas
con alas cortantes), el eje central es la redención. El intento de Walter por jugar a ser Dios (“sólo hay
cabida para un Dios en este laboratorio”) y sus actos irresponsables pusieron
en riesgo no sólo a sus seres amados, sino a toda nuestra civilización. Por eso
el científico está dispuesto a hacer el último sacrificio, alimentado por algo
tan inocente y maravilloso como los significados de un tulipán blanco.
Extrañaré a
Walter, a Olivia Dunham (Anna Torv), a Peter Bishop (Joshua Jackson), a la fiel Astrid
Farnsworth
(Jasika Nicole), al férreo Phillip
Broyles (Lance Reddick), a
la misteriosa Nina Sharp (Blair Brown),
al idealista Lincoln Lee (Seth Gabel),
al malvado David Robert Jones (Jared
Harris), al bondadoso Septiembre (Michael Cerveris) y a todo el equipo de la División
Fringe. Se fueron en el momento preciso, en la
plenitud de toda buena serie. Comprueba la máxima popular: “de lo bueno, poco”.
http://angiiee19.blogspot.com/
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