“El bien no
hace gran literatura”, afirma mi amigo Vicente Quirarte. Los ejemplos de esto
abundan. Pero lo podemos comprobar cotidianamente en los kioscos de periódicos,
donde los peatones interrumpen el camino a sus labores para observar, algunos
cautivados y otros con repulsión, la primera plana de los tabloides
sensacionalistas que muestran el homicidio más brutal de la jornada.
Curiosamente, la contraportada suele exhibir a una mujer voluptuosa en un breve
atuendo. Eros y Thanatos, las dos pulsiones más elementales del ser humano. Desde
los inicios del siglo pasado, una forma literaria ha retomado las oscuras de acciones de los individuos convertirse en
algo que ya es conocido como True crime,
o crímenes verdaderos, donde el autor
–en muchas ocasiones un periodista, en otras alguien relacionado con el medio
legal- hace un recuento detallado de las atrocidades cometidas por alguien,
desde un enfoque estrictamente objetivo, sin juicios ni emotividades. Estas
investigaciones llegan a madurar en novelas verdaderamente memorables, como la
novela A sangre fría (1966) de Truman
Capote, libro que inaugura la llamada non-fiction
novel y una de las obras fundamentales de la literatura norteamericana del
siglo XX. Describe el terrible asesinato de la familia Clutter en la pacífica
comunidad de Holcomb, Kansas, ocurrido
el 15 de noviembre de 1959,
a manos de Richard Hickock y Perry Smith. He aquí una
pregunta inquietante: ¿tuvo que morir violentamente una familia para que un
escritor creara una obra maestra?
La muy
reciente película Hitchcock (Sacha
Gervais, 2012) propone un cuestionamiento similar. Su guión, escrito por John
McLaughlin, parte del libro Alfred
Hitchcock and the Making of Psycho de Stephen Rebello, y como tal tiene el
acierto de comenzar la mañana del 16 de mayo de 1944 en una granja en el
poblado de Plainfield, Wisconsin, donde los hermanos Henry y Edward Gein queman
maleza en su propiedad. Súbitamente, cual Caín, Ed golpea mortalmente en la
cabeza a su hermano con su pala. La cámara hace un travelling donde Alfred Hitchcock (Anthony Hopkins), como en su
programa televisivo, nos saluda cordialmente e introduce la historia mientras
bebe con delicadeza una taza de té, como todo buen británico. Aunque no se tiene
plena certeza de ello y la
Policía calificó el hecho como un accidente, suele atribuirse
a Ed el homicidio del mayor de los Gein como el inicio de su breve carrera
homicida. Y dice el cineasta “agradezcamos la credulidad de la Policía de Plainfield.
Pues si hubieran detenido a Ed por el crimen, no tendríamos nuestra película”. Naturalmente
habla de Psicosis (1960), pero
también de sus cimientos, la novela homónima de Robert Bloch –otrora discípulo
de Howard Phillips Lovecraft- y profundamente inspirada en la carrera criminal
de Gein, un caso escandaloso que estremeció a la sociedad de su época. No por
su número comprobado de víctimas –dos-, que es ínfimo en comparación a otros
notables asesinos, sino por lo que representó. Nadie pensaba que en una
pacífica comunidad rural, en el idílico Estados Unidos de los años cincuenta,
pudieran producirse tales horrores. El guionista Robin Wood lo calificó como
“el sueño americano convertido en pesadilla”.
Mucho se ha
escrito sobre Gein, en la realidad y la ficción. Uno de los mejores estudios
que se ha hecho sobre él lo debemos a Harold Schetcher titulado Deviant, the shocking trae story of Ed Gein,
the original Psycho:
Pero el evento que
verdaderamente inmortalizó a Eddie fue, por supuesto, su aparición en 1960 en
el consumado filme de terror Psicosis, basado en la novela que Robert Bloch
modeló a partir de materiales del caso Gein. Aunque no hay indicaciones de que Eddie haya visto –o incluso sabido de-
la adaptación cinematográfica que sus crímenes inspiraron, la película de
Hitchcock lo transformó de una leyenda local hasta una imperecedera parte de la
mitología popular norteamericana. […] Eddie Gein se había convertido en el
“verdadero Norman Bates”.
Su figura
fue modelo de otras notables creaciones, desde el asesino Leatherface de La masacre de
Texas (Tobe Hooper, 1974), el necrófilo Ezra
Cobb (Roberts Blossom) de la cinta Deranged:
The confessions of a necrophile (lan Ormsby y Jeff Gillen, 1974) o el
sastre homicida James Gumb en la
novela El silencio de los corderos de
Thomas Harris. Físicamente Gein, quien alegó demencia por sus crímenes y fue confinado
en una institución psiquiátrica, murió por una insuficiencia respiratoria el 26
de julio de 1984 a
la edad de 77 años. No sólo se salió con
la suya, obtuvo una infame forma de inmortalidad.
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