Ayer dejó de existir físicamente el
laureado poeta, narrador, ensayista y traductor José Emilio Pacheco. Su aportación a las letras nacionales es
invaluable y sólo aumenta el pesar por su partida. Uno de sus alumnos más
aventajados y uno de sus amigos más entrañables es Vicente Quirarte, figura indispensable en este blog. Con su amable
permiso reproduzco este retrato, como un humilde tributo a su genio y grandeza.
Hace un rato escuché decir en la radio a su amada Cristina "me cuesta
trabajo hablar en pasado de alguien tan presente en mi vida". Lo mismo
podemos decir todos, aunque su legad es imperecedero.
El ejemplo de José Emilio Pacheco
Vicente
Quirarte
En la página 45 de Las batallas en el
desierto, uno de nuestros escasos libros clásicos que gozan de fama pero además
de numerosos y cada vez más jóvenes lectores, José Emilio Pacheco hace el
retrato de Carlos, ese niño héroe que se atreve a entrar en el más solitario de
los combates. Cuando el psiquiatra lo interroga sobre aquello que más detesta,
el personaje responde: “La crueldad con la gente y con los animales, la
violencia, los gritos, la presunción, los abusos de los hermanos mayores, la
aritmética, que haya quienes no tienen para comer mientras otros se quedan con
todo; encontrar dientes de ajo en el arroz o en los guisados; que poden los
árboles o los destruyan; ver que tiren el pan a la basura.”
Quien conoce la obra de José Emilio
Pacheco o ha gozado el privilegio de su cercanía, puede hallar en las
características anteriores un retrato del autor. La personalidad de Carlos, el
niño que en su edad adulta tiene el valor de recordar, es un resumen de los
valores defendidos por José Emilio Pacheco, esos que lo han llevado a construir
una escritura que admite varias fraternidades pero al final nos deja con la
sensación de estar ante un estilo que, por diversos motivos, hacemos
inmediatamente nuestro. Mis alumnos de la Universidad Hebrea de Jerusalén, que
para el curso Historia y Literatura
leyeron Las Batallas en el desierto, me agradecieron haber compartido con ellos
la odisea de Carlos y no haber necesitado acudir a diccionario para
descifrarla. Para un miembro del Colegio Nacional, que pertenece a tan alta
institución por el modo cimero en que utiliza el lenguaje, semejante opinión
parecería una ofensa. En el caso de José Emilio se trata de un elogio y un
agradecimiento. Elogio, porque la limpieza de su sintaxis es fruto de una
intensa lucha con el lenguaje; agradecimiento, porque pocos ejemplos tenemos en
nuestras letras de una correspondencia tan fiel entre las palabras y las cosas.
El altruismo y las buenas intenciones no
bastan para hacer literatura. En un amplio espectro que va de John Donne a Mafalda,
José Emilio Pacheco sufre auténticamente como si cada una de las dolencias del
mundo fueran la suya. Lo admirable es que, con base en las rebeliones
inmediatas que todo ser sensible experimenta ante los desequilibrios de la
creación, él haya podido construir una obra unánimemente admirada por su
compleja sencillez, por su envidiable claridad, por su honestidad avasallante,
por su maestría para borrar la primera persona del singular y fundirla,
imperceptible y permanentemente, con la primera persona del plural. José Emilio
Pacheco ha logrado, con sus letras articuladas en los diversos géneros, el
triunfo del nosotros considerado como obra de arte. La familiaridad de los
lectores con su escritura ha llegado a ser tan próxima que ha logrado, en
nuestro imaginario, perder su apellido para ganar el más próximo y cálido de
José Emilio.
Existen los escritores que construyen la
gran obra y después guardan silencio. Y existen los que piensan que no basta
romper el cerco individual, sino que es necesario volver a decir de otro modo
lo mismo. En 1956, un muchacho de diecisiete años publica “Tríptico del gato”
en la revista Estaciones. El texto parece obra de un autor experimentado: la
cuidadosa disección del animal doméstico y siniestro está realizada con la maestría
de Durero al reproducir cada uno de los detalles en la armadura natural del
rinoceronte; con el buril seguro y obsesivo
de un maestro mexicano de José Emilio, Juan José Arreola, que trazó cada
una de las criaturas de su Bestiario.
Más que el hallazgo metafórico, la idea que modela el concepto; más que
el retrato lírico, el ensayo que es conceptualidad musculada, sabiduría
esencial. Todo parecía anunciar, en
“Tríptico del gato”, que ese joven autor, lector tanto de Jules Renard como de
tratados de zoología, era de la estirpe de aquellos que labran libros
perfectos. Más de medio siglo después, José Emilio Pacheco es el hermano más
fiel de ese joven: aún es el niño grande, rebelde ante los entuertos del
mundo. Ahora es también el maestro que
enseña sin pontificar, que ilumina sin querer deslumbrar, que rescata sin
exigir una recompensa ni siquiera nominal. “En defensa del anonimato”, título
de uno de sus poemas, es una fe de vida y uno de los principales emblemas de su
quehacer.
Entre 1963 y 1967, el joven José Emilio
Pacheco publicó tres libros perfectos, articulados en diferentes géneros: los
cuentos de El viento distante, los poemas de
Los elementos de la noche y la novela
Morirás lejos. Tradición y vanguardia, clasicismo y experimentación se
dan la mano en los trabajos de un autor que parecía haber nacido hecho. Sus
temas y obsesiones pasan en esas obras lista de presente: la solidaridad con
los condenados de la tierra, el huracán implacable de la Historia, la materia
en constante transformación, la infancia como territorio del descubrimiento y
anticipo del futuro desastre. Sin embargo, nunca los concibió como obras
terminadas. Sus libros son, como la obra maestra de Michael Ende, la historia
interminable y, en su perfecto mecanismo, cada una de sus piezas narrativas es
un ejemplo del género. En sus homenajes a la pulp fiction, José Emilio es
nuestro Tarantino; en sus magistrales cuentos de fantasmas, no olvida el
consejo de Montague Rhode James en el sentido de dejar la puerta abierta con
objeto de permitir, mínimamente, la explicación racional. En Morirás lejos
obliga a replantear las estructuras narrativas tradicionales, en una novela que
aún hoy mantiene su vigor formal y su peso moral.
Maestro en todos los géneros literarios
que cultiva, José Emilio dejó de apostar todas sus cartas a la idea de El
Libro, para emprender, mediante textos breves e intensos, un combate contra la
ignorancia, la indiferencia y el olvido. Con sus ediciones, prólogos, notas e
inventarios, José Emilio es uno de los más importantes historiadores y críticos
de la literatura mexicana, uno de nuestros auténticos educadores. Su
importancia proviene no solo de su fecundidad
sino de su preocupación por aventurar nuevos juicios o por corregir
rumbos trillados. El gran escritor se
adelanta en la práctica a los teóricos literarios. La intertextualidad, la
deconstrucción, la escritura del desastre son constantes en los textos de José
Emilio, siempre de manera activa, nunca como ejercicios de retórica. A él no se
le ocurriría llamarse historiador de las mentalidades, pero sus inventarios
constituyen, en conjunto, un Tratado de la Vida Privada como no lo ha hecho
ninguno de nuestros historiadores, sobre todo de un siglo contra cuyas
calamidades no ha dejado de advertirnos y cuyos esplendores ha celebrado.
En la feria de vanidades de nuestra
República Literaria, José Emilio Pacheco escapa a toda clasificación. La
versatilidad de su trabajo lo hace indefinible; no concede entrevistas, casi
nunca presenta sus libros, se niega
rotunda y valientemente a responder encuestas sobre temas de los que se espera
que el escritor sepa todo. La modestia
es su principal enemiga pero también el arma que se vuelve contra quienes, en
busca de elementos para criticarlo, lo quisieran más mundano, más débil, más
expuesto a las mezquindades de nuestro a veces tan innoble oficio.
José Emilio es uno de nuestros grandes
escritores porque es el más inseguro de todos. Su exigencia es uno de las
lecciones que nunca agradeceremos suficientemente. No se trata sólo de que todo
lo hace bien, sino que en cada una de sus actividades propone caminos nuevos.
Sus intentos, en su opinión modestos, y que son auténticos logros, siempre
trascienden la primera intensión. A
fuerza de huir la originalidad, es uno de nuestros escritores más originales.
De ahí que cada vez sea más común la frase “yo quisiera hacer esto como lo hace
José Emilio”.
En un fin de siglo donde la palabra
libro pretende ser sustituida por el término soporte papel, José Emilio ha sido
fiel al texto impreso, en una que es literalmente, columna de la cultura
mexicana, de la cultura desde México. Pocos espacios nuestros gozan del
horizonte de expectación de Inventario, palabra que, de acuerdo con María
Moliner, significa “Lista de lo encontrado. Lista de cosas valorables”. En
cualquiera que lo practica, el oficio es motivo de gratitud. Si quien lo firma
es el monograma JEP, es digno de nuestro homenaje. José Emilio descubre, pero
nos hace creer que está encontrando y, más aún, que nosotros con él somos
responsables y partícipes de la iluminación. Quiere ser el cronista en su más
original sentido: la conciencia de la tribu, el encargado de mantener viva la
llama de la historia. Edmundo Valadés, en un volumen que reúne colaboraciones
de su columna Excerpta, escribió la siguiente dedicatoria: “A José Emilio
Pacheco que lo hace mejor.” ¿Por qué cada Inventario es leído, disfrutado y
atesorado, más allá de la intención pragmática y presente para la cual fue
escrito? Difícilmente habrá un lector suyo que no conserve alguno de esos
Inventarios donde el autor reinventa el término donde todo cabe: la
agudeza de José Emilio, su amor a la
verdad, su huida del lugar común lo obligan en cada una de sus jornadas a dar
fe de las cosas como si por primera vez ocurrieran. Para citar una de sus
obsesiones más caras, aquellos textos donde habla de temas familiares son como
el naufragio del Titanic: aunque todos conocemos las líneas generales de la
historia, siempre queremos que nos la vuelvan a contar. Si quien nos la dice se
llama José Emilio Pacheco, entonces no dudamos. De Nahui Ollin a la anatomía de
la torta, de las diversas hipótesis sobre el asesinato de Álvaro Obregón al
silencio de Jean-Arthur Rimbaud, de la indagación sobre el murciélago a los
innumerables y siempre nuevos retratos del mar, José Emilio no propone ni
dispone: expone. Sus lectores no tenemos más remedio que aceptar las
conclusiones del más dotado de nuestros Sherlock Holmes, que siempre deja atrás
a los numerosos Lestrade que firman y cobran en la nómina de nuestra academia.
Visionario y erudito, detective y juez, José Emilio tiene una especial
habilidad para encontrar misterios donde otros miran soluciones fáciles.
El trabajo de José Emilio Pacheco que
convencionalmente llamamos periodístico, tiene en la tradición mexicana una
genealogía definida. De Luis de la Rosa a Francisco Zarco, de Ignacio Manuel
Altamirano a Manuel Gutiérrez Nájera, de Amado Nervo a Martín Luis Guzmán, José
Emilio pertenece a la estirpe de autores que pudieron haberse dado el lujo de labrar
la obra maestra, como lo hicieron, pero además cumplieron el deber de registrar
en la página efímera el momento que pasa. Escritores profesionales,
trascendieron el qué para insertarse en la herencia más vasta del cómo. José
Emilio escribe sobre todo y sobre todos, pero siempre para hallar la nota nueva
o señalar el camino para el futuro investigador, para el poeta o el novelista
en ciernes.
Hablar sobre José Emilio Pacheco conduce
de manera casi inevitable a recordar a Alfonso Reyes. Talento, poligrafía y
preocupación universal son cualidades que evidentemente los hermanan, pero es
justo establecer también sus diferencias. Alfonso Reyes decía que publicar era
una forma de limpiar de papeles el escritorio. Con todo, Reyes creía en la
transformación de lo periódico en permanente: la odisea no siempre afortunada
de la página diaria a la del libro que enfrentará los vientos del futuro. En
este sentido, José Emilio es el peor enemigo del interesado en su obra. Al
mismo tiempo, y por tal motivo, su mejor aliado. En alguna ocasión, Ediciones Era y la UNAM proyectaron
publicar íntegramente los Inventarios. El trabajo de recopilación lo había
realizado, paciente y apasionadamente, sin becas ni estipendios
institucionales, Carlos Muciño, de ocupación lector de José Emilio y uno de sus
mejores geógrafos. Con ejemplar obstinación, cortés y convincente, José Emilio
se negó hasta que los editores desistimos del intento. Su principal argumento:
la palabra, fulgurante en el momento de la articulación, se pierde en esa forma
de cárcel que es el libro consagratorio y a veces amedrentador. Los libros que
leímos, ávidos y vírgenes, pobres y felices, en ediciones baratas durante
nuestra adolescencia, pierden su frescura en los volúmenes marmóreos.
Ser poeta y ser inteligente es una de
las dualidades más difíciles de sobrellevar. José Emilio nació con ambas alas,
y si su obra tiene esa tensión esencial es porque su actividad primordial es la
poesía. José Emilio nunca emociona a su poesía: por eso nos emociona. Si sus
dos primeros libros lo muestran continuador de la gran tradición de la poesía
como fiesta del intelecto, a partir de No me preguntes cómo pasa el tiempo da
un giro radical. Sin abandonar su preocupación por lo mexicano, José Emilio
mira la tierra, sus devastaciones, sus ruinas, pero también sus treguas y
epifanías. Su poesía se convierte en un inventario del paso de los días, donde
no cuenta el testimonio personal sino se privilegia la voz del poeta. En sus
libros de expresión cada vez más depurada,
dentro de su difícil sencillez, José Emilio brinda una constante lección
del maestro, un permanente examen de la vista.
No hay lenguaje unívoco, y menos en la
poesía, pero José Emilio ha logrado, a fuerza de perfeccionar su estilo, una
claridad semántica que no excluye la emoción, una emoción desapasionada donde
el yo se vuelve un nosotros, una conciencia crítica que, tras convencerse y
convencernos de la brutalidad del mundo, nos obliga a apreciar mejor sus
fugaces bellezas. Las correspondencias entre sus temas y las repeticiones
deliberadas son frecuentes, y en el cuerpo de la poesía reunida se complementan
y amplifican, borran sus costuras para dejarnos frente a la integridad y la
congruencia de su discurso. Baste citar tres de sus temas mayores: el mar, la
niñez, la ciudad, que reaparecen con distinto ropaje en cada libro y son
compañeros de la obra narrativa de José Emilio, tan breve como intensa, tan
necesaria como su poesía. La primera sección de La arena errante -metáfora de
la niñez y el futuro desastre- acompaña la aventura del niño que narra su
iniciación vital en “El principio de placer”.
José Emilio es un poeta de poemas, pero
también de series que por su unidad integran momentos inolvidables de nuestra
tradición: si la “Elegía del retorno” es el mejor poema extenso escrito sobre
el terremoto de 1985, es porque en él historia y poesía se funden para
construir un poema épico. Sus poemas dedicados a los animales alcanzan la
categoría de grabados verbales por el vigor y la objetividad con que el poeta
los burila. Una serie como “Circo de noche” es memorable porque en cada poema
José Emilio combina, sin que se noten, la rabia y la ternura, la compasión y la
objetividad.
Víctor Hugo, uno de los escritores más
citados y admirados por José Emilio Pacheco, cubrió con su genio la segunda
mitad del siglo XIX. También lo hizo Guillermo Prieto, quien creyó en el dogma
romántico y liberal de que la educación es el arma para conquistar el presente
y pensar en un incierto futuro. Polígrafo como ambos, José Emilio Pacheco ha
construido un monumento verbal que es entre nosotros el más completo testimonio
del siglo XX con sus héroes y canallas, sus desiertos y oasis, y de un siglo
XXI en que da a la luz sus poemas más luminosamente oscuros. Un libro clásico se equipara a este trabajo
ejemplar: De rerum natura de Lucrecio. Como él, José Emilio Pacheco ha elegido
la humilde y difícil labor de recordar a sus hermanos de planeta la naturaleza
de las cosas, la conciencia de navegar acompañados en “esta molécula de
esplendor y miseria que llamamos la Tierra.”
Vaya esto si es sublimación mi buen Roberto!!! simplemente genial!!!
ResponderEliminarCierto, Yax. Le daré tu comentario al autor. Saludos.
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