Un momento de pesimismo. O de abrumadora
realidad, si prefieren. Cuando observo los efectos del calentamiento global, los
derrames petroleros, las especies animales que aniquilamos sin misericordia y
cosas aparentemente irrelevantes en medio de la tragedia nacional –porque la
crisis económica, la indolencia de la Suprema Corte de Justicia y el
narcotráfico se cuecen aparte-, como el hermoso parque cercano a mi casa, donde
la muchas personas arrojan indiferentemente todo tipo de desperdicios –desde
botellas de cerveza hasta condones usados-, no puedo evitar un fatal
sentimiento: el ser humano, como especie, no merece existir. Es cierto que unos
pocos locos tenemos cierto nivel de conciencia y que el hombre ha creado las
más sublimes expresiones artísticas, pero todos esos triunfos palidecen frente
a nuestra naturaleza predadora sin sentido. Una película protagonizada por Jamie Lee Curtis (Virus, John Bruno, 1999)
ya lo dijo: el hombre es un virus. Los virus destruyen a su huésped y se
multiplican.
Uno de los temas más recurrentes de la
ciencia ficción es el fin del mundo. La etapa posterior al Apocalipsis ha sido retratada en innumerables textos, desde El
último hombre (1826) de Mary
Shelley y La máquina del tiempo (1895) de Herbert George Wells hasta la maravillosa –y terrible- novela que
inspira estas líneas. Esta forma literaria, que abreva del drama, y el horror
más puro, cobró gran popularidad después de la Segunda Guerra Mundial como una forma de cristalizar los miedos del
hombre de la época. Pero quien se ha
beneficiado mayormente es el séptimo arte. Desde maravillosas películas
setenteras como Cuando el destino nos alcance (Richard Fleischer, 1973)
hasta impresionantes pirotecnias contemporáneas como 2012 (Roland Emmerich, 2009), el fin de la
civilización ha exaltado la imaginación de escritores y cineastas y ha servido
como una forma de sacudir nuestra conciencia sobre la manera en que tratamos a
nuestro planeta.
Escribo esto por la llegada de otro Día del Padre, celebración
inminentemente comercial que tradicionalmente se relega a una posición
secundaria –recuerden lo que sucede cada 10 de mayo- , y porque inevitablemente me remite a la
película El último camino (John Hillcoat, 2009), basada en la laureada
novela La carretera (The road, Mondadori, 2011) de Cormac McCarthy. El eficiente guión de
Joe Penhall narra la historia de un hombre ordinario (Viggo Mortensen) y su hijo (Kodi
Smith-McPhee), quienes viven un drama de supervivencia en un planeta Tierra
devastado, donde las condiciones de vida han llevado a todas las especies
animales a la extinción, a las vegetales al borde de la misma y los pocos
sobrevivientes humanos están en una continua búsqueda de alimento, la cual
lleva a la mayoría al canibalismo. La supremacía del más apto, anunciaba Charles Darwin. El resignado padre
lucha no sólo por su vida, sino por mantener a su vástago alejado de estos
horrores (“nosotros nunca nos comeremos a alguien”). La cinta, al igual que el
libro, no pierde tiempo en profundizar en las causas que condujeron al mundo a
la tragedia –no sabemos si fue por una guerra mundial, el calentamiento global
o un virus asesino-, lo que le importa son las consecuencias. La trama está
plagada de flashbacks donde el hombre recuerda su vida pasada al lado de su
esposa (la sudafricana Charlize Theron),
quien no resiste la inminente tormenta. A lo largo de su desventura, nuestro
héroe contempla el suicidio en más de una ocasión, pero el instinto de
conservación se impone junto con la necesidad de preparar a su hijo para seguir
adelante cuando ya no se encuentre en este mundo, angustia inherente de todo
buen padre. La desgracia despierta lo mejor de la naturaleza humana –recordemos
los sismos de 1985-, pero también lo más vil –rapiña, robos, instintos
violentos- y los protagonistas lo descubren en carne propia. También encuentran
placer en las cosas pequeñas, como el hallazgo de una simple lata de refresco.
Destaca la modesta producción de la película –que no precisa de efectos por
computadora-, apoyada de una eficaz fotografía de Javier Aguirresarobe, cuya paleta está dominada por tonos grises, y
las breves apariciones de Robert Duvall
y Guy Pearce. El desenlace, pese a
una nota esperanzadora a través de la limpia mirada de un perro, anuncia la
fatalidad a la que nos dirigimos. Una película depresiva, cierto, pero
inquietantemente relevante.
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*Texto originalmente publicado en la web de Mórbido.
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