Uno de los
principales obstáculos que muchos han tenido para disfrutar la teleserie Hannibal,
desarrollada para la televisión estadounidense por Bryan Fuller, es la enorme e indeleble huella que Sir Anthony Hopkins imprimió al personaje
protagónico en tres películas. Es cierto que su actuación es memorable –tiene
un premio Oscar e incontables
galardones que lo demuestra-, y que siempre guardaré un entrañable cariño por
ella, pero el desempeño del actor danés Mads
Mikkelsen es digno, a la altura de la creación de Thomas Harris. Para validarlo debemos comenzar por reconocer que el
Hannibal
Lecter que conocimos en El silencio de los inocentes (Jonathan Demme, 1991), frío,
estremecedor, con sus “alubias y un buen chianti”,
capaz de asesinar a sangre fría a dos policías que fueron corteses con él, es
muy distinto a sus sucesivas apariciones. En Hannibal (Ridley Scott, 1999) es un personaje que
crea una identidad con la que da rienda suelta a su parte luminosa para pasar
desapercibido y escapar de su truculento pasado. Vive cómodamente en la bella ciudad
italiana de Florencia, bebe un espresso
en una alegre cafetería, asiste a un recital de canto, concursa para obtener
una posición como curador de un palacio –mata a su antecesor para facilitar las
cosas, por supuesto- y se da el permiso de asentir afablemente “Oki-doki”. Es
un asesino deliberada y conscientemente domesticado. Hasta que vuelve a las
andadas. En Dragón rojo (Brett
Ratner, 2002), el remake-precuela
de la historia, veo a un Hopkins que se auto parodia. Repite intencionalmente
matices que le valieron el reconocimiento del público y la crítica, de forma
caricaturesca a veces. Recuerden el tono chillón y exagerado con que dice “he
is refining his methods. He is evolving”. Y no le reprocho nada. Funciona para
mi. En el momento que nos ofrece un rostro que no conocemos es en su
deslumbrante prólogo, donde lo vemos disfrutar un concierto de cámara –y
seleccionar a su siguiente víctima, el flautista Benjamin Raspail (Tim Wheater)-, deleitar a sus invitados con
suculentos manjares (“si te dijera qué contiene, querida, no querrías
probarlo”) y atacar a su perseguidor Will Graham (Edward Norton). Ese es el Hannibal
que ahora nos ofrece Mikkelsen, un inteligente y encantador psicópata.
Pero
tengamos en cuenta que al buen Doctor
Lecter lo han interpretado otros dos actores. El primero fue el escocés Brian Cox en Sabueso (Manhunter,
Michael Mann, 1986). Por alguna
razón el Sr. Mann, guionista también de la cinta, decidió llamarlo Hanibal
Lektor. Su presencia es más bien mundana, vulgar por momentos. No
proyecta el encanto y refinamiento que posteriormente conocimos y adoramos. El
francés Gaspard Ulliel lo encarnó en
su juventud en Hannibal: el origen del mal (Peter Webber, 2007). La historia –innecesaria, como he dicho, y
culpa del propio Harris- le da antecedentes nobiliarios y de profundo respeto
por la cultura japonesa –que no conocimos antes-.
Y esto nos
lleva de regreso a Mikkelsen. Con notables antecedentes –su villano Le
Chiffre en Casino Royale (Martin Campbell, 2006) es estupendo-, logra
imprimir la frialdad y sofisticación que el malvado requiere. Es capaz de hacer
una llamada para evitar comprometer su posición (“ellos saben”) y reprimir la
rabia al leer en su moderna tablet
las noticias que le dan el mérito de sus hazañas a un farsante. Lo mejor es
verlo en acción. No sólo al matar a la joven aprendiz –que no deja de
recordarme a Clarice Starling- Miriam Lass (Anna Chlumsky, la otrora niña de Mi primer beso), sino al ejecutar deslumbrantes y apetitosos
platillos con los órganos humanos de sus recientes matanzas, esto último
asesorado por el talentoso chef español José
Andrés, quien ostenta el cargo de “consultor gastronómico caníbal”.
Al final
debatir cuál Hannibal es mejor, el de
Hopkins o Mikkelsen, es tan peligroso como identificar al Conde Drácula definitivo. ¿O ustedes a quién prefieren? ¿A Bela Lugosi, a Christopher Lee o a Gary
Oldman? Difícil, ¿verdad? Son grandiosos actores que hacen a
un personaje memorable, con todas las variaciones posibles. Lo mejor, todas son
enteramente disfrutables.
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