Partiste hace dos semanas, Chester, y apenas hoy reúno fuerza para escribirte estas líneas.
Nos pertenecimos desde el primer momento. Si existe el concepto que suele
llamarse “amor a primera vista”, define exactamente la vez que nuestra querida Shelsy te puso en mis brazos. “Mira
Roberto, éste es Chester”. Te conocí antes en una sala de cine, durante la
proyección de Mi encuentro conmigo.
La película me señaló un gran faltante en mi vida. Naciste el 28 de mayo de
2001 y ya tenías el nombre del anhelo de un niño. No lloraste al separarte de
tu madre. Manejamos juntos –porque mirabas atento la ventana- hacia un mundo
nuevo, lleno de posibilidades. Podría enumerar todos los momentos gratos que
vivimos durante doce años y siete días,
pero los recuerdas bien: los besos que me diste al despertar de nuestra primera
noche, tus primeras sesiones de entrenamiento, todas las cosas que devoraste,
el hueso “tribilinesco” de tu cabeza, tu aspecto de zancudo, tu primer ladrido
–ese honor pertenece a Ana Luisa-,
las veces que me derribó tu entusiasmo y fuerza cada vez más grandes, todos
nuestros paseos en el parque, la sabia afirmación de un señor al saludarte –“Si
Dios tuviera un perro, sería un Golden
retriever”-, las sonrisas que arrancabas a las personas que te veían con tu
correa en el hocico, paseándote a ti mismo. Hace unos años, sin conocerte, mi
amigo Néstor preguntó a Ana “¿este
es el perro del señor Coria?”. La repuesta correcta invariablemente me hace
sentir el hombre más afortunado de este mundo. Yo soy el humano del Señor
Chester. Nos dejas un gran vacío. Tu sillón –la sucursal de tu Oficina de
Director la Jipiteca Nacional-,
tus platos, una de las ramas que te maravillaban, tu collar que sólo evoca tu
autoridad, elegancia y grandeza. Me he referido a la parte física, porque tu legado –tu memoria- es mayor. Lo que provocaste en las personas cuya
vida tocaste es incalculable. Nuestra vecinita Alexa –quien siempre te abrazaba, aunque nunca te encantó- lloró amargamente al enterarse de tu muerte.
Te llevó un alegre girasol, que acompañó la urna con tus cenizas. Ana Luisa
dice que me hiciste el corazón más grande. Permitiste que entrara en él los
gatitos Tomás y Albóndiga que tanto te quieren. Aun así siento una inmensa tristeza
cada vez que cruzo la puerta de la casa y no estás para recibirme y anunciar mi
llegada, pero la supera la felicidad al imaginar la dicha que sentiste cuando
te recibió tu mentor Bobby, nuestra
amada Mina, los patitos Conejo y Kikina, la bella Brigitte,
tus papás Feba y Botero. Sus corazones laten ahora al
mismo ritmo. Sé que estás en un lugar mejor. Y también estoy seguro que nos
veremos de nuevo en unos años. Me haré digno de ese
reencuentro. Moira se encarga de
confortarme a la mínima excusa, como le instruiste. Aprenderé a sobrellevar la
pérdida, a vivir con tu ausencia corpórea. Pero te aseguro que me acompañas a
cada instante. Estarás en mis últimos pensamientos. Luego te veré correr hacia
mí en el pasto más verde, ambos en plenitud, majestuoso como eres. Gracias por
todo, mi leal amigo. Me ayudaste a conjurar los temores del pequeño Rusty. Cuando cumpla 40 años podré decir
con felicidad que tengo novia, soy piloto y tengo al mejor perro del mundo.
Hasta entonces, mi cariño es tuyo. Tu Roberto.
No me hagas llorar... Muy tarde.
ResponderEliminarEl amor de un compañero peludo es inigualable.
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