El actor austríaco Rainier Wolfcastle es el prototipo
del héroe de acción. En su variopinta carrera destaca el papel que lo hace más
reconocido, McBain, estrella de un kilométrico serial de películas en las
que encarna a un duro policía que no conoce límites y tiene el claro objetivo
de erradicar la maldad. Esto, por supuesto, en las amarillentas aventuras
televisivas de la familia Simpson. Wolfcastle es una evidente parodia de una figura de la vida real,
el fisicoculturista-actor-político Arnold
Schwarzenegger, quien en las décadas de los ochenta y noventa conoció la
gloria al protagonizar exitosas cintas, algunas de culto, como Terminator
(James Cameron, 1984) o Depredador
(John McTiernan, 1987). Sobre su
talento, inteligencia o calidad moral no emitiré ningún juicio. Sólo diré que
es el intérprete apropiado para un tipo de cine cargado de testosterona,
adrenalina, acción desenfrenada e historias no necesariamente coherentes o
verosímiles. Una de sus apariciones más cuestionadas, incomprendidas y que no
fue el éxito de taquilla que sus productores esperaban, fue El
último héroe de acción (John McTiernan, 1993). Es un traje hecho a la medida de su estelar.
Híbrido de dos géneros que parecerían irreconciliables, el policial y la
fantasía, explora y satiriza todas las convenciones de una época que encumbró a
famosas sagas como la iniciada por Arma Mortal (Richard Donner, 1987) y Duro de matar (John McTiernan, 1988).
Puedo resumir así su trama: el hijo de padres divorciados Danny
Madigan (Austin O'Brien) encuentra un oasis para sus cotidianas
vicisitudes en una vieja sala de cine, donde observa fascinado una y otra vez las
aventuras de su héroe, el policía Jack Slater (Schwarzenegger). La
noche previa al estreno de su siguiente cinta, el proyeccionista Nick
(Robert Prosky) hace a Danny un regalo extraordinario: un
boleto mágico que durante su infancia le obsequió Harry Houdini y le permite cruzar la pantalla e interactuar en el
universo del justiciero. La pareja se enfrenta a todo tipo de peligros y malhechores liderados por el mafioso italiano Tony
Vivaldi (Anthony Quinn) y su
malvado sicario en jefe Benedict (Charles Dance), e incluso al sanguinario Destripador (Tom Noonan), uno de los antiguos
oponentes de Slater. Es Benedict el enemigo a vencer, pues advierte
el riesgo potencial del boleto. “Imaginen llevar al mundo real a King
Kong, al Conde Drácula o una cena con Hannibal Lecter”.
A lo largo del metraje vemos todo tipo de guiños atractivos,
desde apariciones especiales (como las de Sharon
Stone, Robert Patrick, Jean Claude Van Damme, Tina Turner, Chevy Chase, James Belushi
y Timothy Dalton), el anuncio en el
video club donde Sylvester Stallone
protagoniza Terminator 2, ese gato detective al más puro estilo ¿Quién
engañó a Roger Rabbit? y, mi favorito de todos, Ian McKellen como La
Muerte de El séptimo sello (1957) de Ingmar Bergman.
Y mención honorífica merece su soundtrack, integrado por temas rudos de Cypress Hill, Alice in
chains, AC/DC, Megadeth, Anthrax, Aerosmith y Def Leppard con su muy fresa "Two steps behind".
Al verla nuevamente no pude evitar pensar que, al ocurrir la
muerte de Arnold (no es algo que desee, pero es la inevitable ley de la vida),
varios segmentos serán utilizados en el homenaje in memoriam que la
Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de
Estados Unidos le hará en su entrega anual de los premios Oscar. Porque la odisea del joven Danny es a la que se entrega voluntariamente el espectador al
ingresar a una sala de cine: cruza a otros mundos, posiblemente mejores que el
nuestro, para maravillarse y vivir experiencias mágicas.
Ahora si, espero ver en la noche El hombre de acero.
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