jueves, 13 de marzo de 2014

Renuencia a los remakes

Regreso al viejo tema de los remakes (uso deliberadamente el anglicismo, pues casi todos lo aceptan). También los llaman, en la era de la corrección política, reelaboraciones. Coloquial y despectivamente, refritos. Este último calificativo tiene base en nuestra renuencia a aceptarlos, cosa parcialmente comprensible. Tendemos a formarnos un criterio en base a la experiencia, y de ésta hemos aprendido que muchos suelen ser malos, terribles e irrespetuosos con la obra que los origina. Esto es ultrajante. Más cuando se realizan con un propósito meramente comercial. Pero de eso ya he hablado en el pasado. Quiero defender a las minorías, porque no todos merecen ser menospreciados simplemente por tratarse de una nueva versión de una historia que conocimos y admiramos. Tomemos el caso de Drácula. Hacerlo sería descalificar el trabajo que Gary Oldman hizo en 1992, o la actuación de Sir Christopher Lee en 1957 y colocarlos por debajo de la interpretación de Bela Lugosi de 1931. Todos son vampiros memorables, con maíces distintos y que se colocan dignamente en la misma posición en nuestra memoria y afectos.
El tema de los remakes supone un gran dilema. Sigamos con el caso de Drácula. No considero uno estricto a la versión que Francis Ford Coppola –sobre un libreto de James V. Hart- dirigió en 1992. Sobre todo si tenemos en cuenta que la de 1931, dirigida por Tod Browning, usa como base un guión escrito por Garrett Fort que parte –más que de la novela de Bram Stoker- del libreto que Hamilton Deane escribió para los escenarios ingleses y que –al comprobarse su éxito- John L. Balderston adaptó para las audiencias estadounidenses. 
Algo similar ocurre con la película La mosca (Kurt Neumann, 1958), adaptación escrita por James Clavell del cuento La mosca de la cabeza blanca de George Langelaan. En 1986 el canadiense David Cronenberg llevó la historia a su universo. Escrita por el mismo Cronenberg y Charles Edward Pogue, en lugar de ofrecernos de nuevo la historia clásica, “es el drama de dos amantes, uno de ellos con una terrible enfermedad degenerativa”, como escuché decir al cineasta hace años en la Cineteca Nacional. Y nadie puede negar que brilla por méritos propios. Lo mismo sucedió con La noche de los muertos vivientes, remake que en 1991 Tom Savini hizo de la cinta que valió su pase a la posteridad a su maestro George Romero en 1968. Ambas son, con la debida distancia, maravillosas.
Incluso hay algunos remakes que logran superar a su original. Y sé que eso puede sonar a sacrilegio. Pero los hay, pese a que son escasos. Para mí siempre será más afortunada la versión de 1988 de La mancha voraz, dirigida por Chuck Russell, que la original de 1958 de Irvin Yeaworth, estelarizada por el entonces debutante Steve McQueen. Las dos son entrañables B movies, cierto, y quizá tiene mucho que ver que la segunda es parte importante de mi adolescencia.
Lo anterior me permite identificar 3 aspectos que definen a un buen remake:
1. Un buen remake nunca debe realizarse con fines puramente mercantilistas, sólo por aprovecharse de la fortuna económica o la fama de una película. Ahí están para demostrarlo los desastrosos remakes de Psicosis (Gus Van Sant, 1998) o La casa de cera (Jaume Collet-Serra, 2005).
2. Un buen remake debe poner al día de forma inteligente, afortunada y respetuosa una idea ya presentada, incorporando aspectos que demuestren su vigencia.
3. Un buen remake agrega elementos reconocibles por el aficionado –guiños-, sean elementos, actuaciones especiales, parlamentos o algo que nos permita trazar un vínculo con su original. Todo usado de forma inteligente que no le reste una identidad propia.

En resumidas cuentas, no debemos generalizar. Dicen que “el que pega primero, pega dos veces”, cierto. Pero el que disfrutemos un remake bien hecho no es un atentado contra una obra que siempre será insustituible, ni mucho menos nos convierte en traidores. Esto me será de utilidad para compartir con ustedes mi visión sobre el nuevo RoboCop. Pero eso será mañana. Espero. 

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