lunes, 15 de diciembre de 2014

Una pequeña dosis de spoilers (sobre The Strain)

Regreso a la cuestionable libertad de hablar sobre obras que muchos no conocen. Como ya dije, vivimos en un mundo globalizado, donde los avances tecnológicos nos bombardean de todo tipo de información a todas horas, todos los días. Hace no mucho discutía sobre ello en redes sociales. ¿En cuánto tiempo es políticamente correcto hacer un spoiler? Incluso mi amigo Luis Reséndiz me compartió una tabla de valores para ampararme. Pero concedo a mi también amigo Jorge Llaguno la razón cuando me señala que siempre habrán nuevas generaciones que deseen acercarse a un libro, sin importar que tenga 200 años de aparecido. Atendiendo esto, hay que ser precavido y advertir al lector cuando se piense hacer comentarios que puedan arruinar la sorpresa del hallazgo. Hace unas semanas, inmediatamente después de su transmisión en Estados Unidos, la productora AMC publicó en medios electrónicos una fotografía que anunciaba la muerte de un personaje principal de The Walking dead antes de que ojos latinoamericanos vieran el capítulo. Es comprensible la molestia que generó este “auto gol” entre sus devotos. En el caso que hoy nos ocupa, la distancia de semanas me permite hacerlo, y ruego a quien no haya visto la recientemente concluida primera temporada de la teleserie The Strain que interrumpa la lectura de este texto. Y creo que soy exagerado, pues sucedió algo similar al programa de zombis cuando el canal FX hizo público el aspecto del gran villano de la serie, Jusef Sardú, conocido como El Amo.
La cosa no pintaba mal. Apareció desde el inicio del primer episodio, vagamente, como un manchón. Posteriormente como un bulto de tela vieja que repentinamente se erguía, despachaba a su víctima y escapaba con rapidez. Pero el efecto no duró demasiado tiempo. En mi humilde opinión, El Amo debió ser una de las principales fortalezas de la producción de Carlton Cuse, fraguada a partir de la trilogía novelística escrita por nuestro paisano Guillermo del Toro y el autor de ficción Chuck Hogan. El mismo Del Toro no fue feliz con la apariencia de El Amo, como muchos de nosotros. Y lo intuía. Un artista como él, que nos ha mostrado criaturas verdaderamente imaginativas y aterrorizantes, no podía estar complacido con el resultado. Así lo reconoció en una entrevista la publicación Speakseasy:
Creo que, sinceramente, la mitad de una criatura es la forma en la que se revela, y creo que El Amo, en retrospectiva, lo hizo con una iluminación que yo no hubiera utilizado. Estaba filmando Crimson Peak durante esos episodios, por lo que lo único que podía hacer era seguir los informes diarios de producción […] El departamento de efectos visuales no puede hacer nada respecto a la cinematografía, y pienso que la presentación de El Amo debió ser más impactante, de manera paulatina. Yo no lo veo como el típico vampiro flacucho. Es un gigante de 2.23 metros, por lo que debe tener un rostro brutal, y creo que me quedaré con eso. Asumo la responsabilidad por esa parte.
Los autores lo describen así:
El Amo lo miró desde arriba, su cabeza inclinada bajo el techo. Se llevó sus manos inmensas a su capucha y la retiró de su cráneo. Su cabeza era lampiña y sin color. Su boca, labios y ojos no tenían tonalidad alguna, y estaban ajados y desteñidos como linos raídos. Su nariz era negra y desgastada como la de una estatua al aire libre, una simple protuberancia con dos huecos negros. Su garganta palpitaba con la pantomima hambrienta de la respiración. Su piel era tan pálida que parecía transparente. Visibles detrás de la carne, como un mapa difuso de un reino antiguo y en ruinas, sus venas desprovistas de sangre, rojizas y dilatadas; eran los gusanos sanguíneos circulando, los parásitos capilares arrastrándose debajo de la piel cristalina de Amo.
No me conflictúa la elección de casting, pues quien lo interpreto, el enorme ex luchador convertido en actor Robert Maillet (lo vimos enfrentar a Robert Downey, Jr. en la primera Sherlock Holmes de Guy Ritchie), pese a que fue doblado por la penetrante voz de Robin Atkin Downes, no me convenció del todo. Más de un conocedor del tema me dijo que más que temor, le provocó abrazarlo, que era muy parecido al sapo galán y simpático Patas verdes, protagonista del serial de mi infancia Odisea Burbujas. En lo personal, creo que El Amo debió ser más cercano a la intención de su par de Penny dreadful, programa del que hablé recientemente. Juzguen ustedes.

En lo demás, aunque se omitieron muchas situaciones interesantes de los libros, se acortó la vida de algunos personajes y se agregaron algunos nuevos –al igual que muchos momentos-, el producto fue satisfactorio. Como en los libros, no hay concesiones. Los vampiros de Del Toro no discriminan. Ni siquiera a los niños. The Strain plantea un escenario promisorio para una siguiente temporada. Sólo resta esperar.

martes, 9 de diciembre de 2014

Horrores a penique

Solían llamarse penny dreadfuls a las publicaciones periódicas que proliferaron en la Inglaterra del siglo XIX. Su baja calidad de impresión se reflejaba en su costo (el penique de su nombre) y eran dirigidas fundamentalmente a la clase trabajadora, ávida de una lectura de evasión acorde a sus magras posibilidades económicas. Sus temas eran mórbidos a todas luces: asesinatos arrancados de la nota roja, incestos, violaciones, accidentes ferroviarios, noticias de nacimientos de bebés deformes y demás tragedias. Uno de los más vendidos fue The string of pearls: A romance, aparecido entre 1846 y 1847 en The People's Periodical and Family Library. Daba cuenta del supuesto caso criminal, elevado a leyenda, de Sweeney Todd, el barbero demoníaco de la calle Fleet. Traté el tema con Guadalupe Gutiérrez en el desaparecido podcast Testigosdel Crimen. Pero no nos desviemos. Todo era mayormente tomado de la realidad pero había cabida para la ficción. De la mano a los albores de la revolución industrial, los editores se dieron cuenta de su enorme potencial pues la lectura era considerada algo exclusivo de las clases acomodadas, quienes podían darse el “lujo” de comprar libros. Fue el momento donde se cobró consciencia del horror como un gran negocio.
El calificativo también da título a la serie de televisión coproducida por Estados Unidos e Inglaterra y creada por el laureado John Logan. El hombre es responsable de los guiones de Gladiador (Ridley Scott, 2000), La máquina del tiempo (Simon Wells y Gore Verbinski, 2002), El Aviador (Martin Scorsese, 2004), Sweeney Todd, el barbero demoníaco de la calle Fleet (Tim Burton, 2007), Hugo (Martin Scorsese, 2011), Operación Skyfall (Sam Mendes, 2012) y la venidera aventura del espía al Servicio de su Majestad, Spectre, que también será dirigida por Mendes. En muchas formas, el premiado cineasta es también responsable de estas líneas. Logan, un dramaturgo oriundo de San Diego, California, escribe una propuesta profundamente respetuosa al espíritu de la época que tanto adoro, un auténtico homenaje a los mitos básicos de la literatura de horror que los amalgama a la perfección, de manera orgánica, sin lucir como un pastiche forzado ni pretensioso. En lo que a mí respecta, a unos cuantos días de finalizar el año, Penny dreadful es la mejor teleserie de 2014.
Londres, 22 de septiembre de 1891. En un sombrío y humilde hogar victoriano, una madre y su hija son brutalmente masacradas por un ser que no vemos a cuadro, mientras en otro lugar, de manera casi frenética, la psíquica Vanessa Ives (Eva Green) reza a una cruz colgada en su pared. El hecho despierta la duda del regreso del célebre criminal conocido como Jack el destripador. A la mañana siguiente, Ives asiste al espectáculo del encantador y sobresaliente tirador estadounidense Ethan Chadler (Josh Hartnett), a quien recluta para una misteriosa misión. Esa misma noche se reúnen con el acaudalado expedicionario Sir Malcolm Murray (Timothy Dalton), con quien acuden a un fumadero de opio y enfrentan la otredad, un mundo oculto para el resto de los mortales. Su encuentro los lleva a consultar al arrogante Víctor Frankenstein (Harry Treadaway), joven médico obsesionado con el estudio del cuerpo humano que aporta información relacionada, como revela en excéntrico egiptólogo Ferdinand Lyle (Simon Russell Beale), con el Libro de los Muertos de la cultura egipcia y un extraño significado relacionado con la sangre. Él invita a Sir Malcolm y Vanessa a una suntuosa reunión donde conocen al intrigante Dorian Gray (Reeve Carney) y a la espiritista Madame Kali (Helen McCrory), quien ayuda a abrir puertas que no deben ser cruzadas. Todos poseen demonios internos que inevitablemente saldrán a la luz.
En ocho episodios, el programa nos presenta con habilidad las principales preocupaciones de una época y la imaginación poderosa y perdurable de algunos de sus autores más sobresalientes, como Mary ShelleyBram Stoker y Oscar Wilde, además de hacer alusiones a brillantes poetas románticos como Percy Shelley, William Wordsworth y John Keats. Y ni qué decir del Paraíso perdido de John Milton o de la poderosa presencia de William Shakespeare, inevitable dados los inicios creativos de Logan. Al bondadoso Vincent Brand (Alun Armstrong), cabeza de una compañía de Grand Guignol, debo una de las líneas que más me conmovió de la serie. Y está dirigida a uno de los seres más inocentes e incomprendidos de la literatura: “Hay un lugar donde los malformados consiguen gracia. Donde los feos pueden ser hermosos. Donde lo extraño no es rechazado, sino celebrado. Ese lugar es el teatro”.

Un elenco preciso –en el que sobresale la inquietante belleza de Green-, espléndidas locaciones en la ciudad irlandesa de Dublín, una elegante fotografía de Xani Gimenez, una briosa partitura de Abel Korzeniowski y la dirección alternada de talentos como Juan Antonio Bayona –responsable de dirigir El Orfanato-, Dearbhla Walsh, Coky Giedroyc y James Hawes complementan de gran manera el talento de Logan. Su gran recepción, entre el público y la crítica, le valió automáticamente el mérito de una segunda temporada que sin duda todos los nuestros –los que amamos estos territorios- esperamos con ansia. Porque yo, como Ives, creo en maldiciones, creo en demonios y creo en monstruos. ¿Y tú? Las posibilidades de Penny dreadful son inmensas.

martes, 14 de octubre de 2014

Virus y vampiros (sin spoilers)

Escribir sobre películas o series de televisión que la mayoría de tus correligionarios –porque el horror y los vampiros son nuestro credo- no han visto, me supone un gran dilema. Lo último que deseo es estropear la sorpresa a nadie, fomentar la cultura del llamado spoiler. No olvido cómo un joven Homero Simpson dijo a su futura esposa Marge, al salir de ver El Imperio Contraataca (Irvin Kershner, 1980) y ante furiosos aficionados, “quién hubiera pensado que Darth Vader era el padre de Luke”. Como nos lo enseñó el amarillento personaje, no todos los spoilers son intencionales. Por otra parte, está mi entusiasmo. Es cierto que las obligaciones cotidianas muchas veces te impiden mantenerte actualizado, pero vivimos en un mundo globalizado donde se puede acceder con gran facilidad a la información gracias a la tecnología. Por ello, a más de cinco años de su publicación, hablaré mayormente sobre la trilogía de novelas que propició la serie de televisión desarrollada por Carlton Cuse –el mismo de Bates motel- que se estrenará –en Latinoamérica- en unas horas.
Lo primero que diré es que The Strain es una historia que reivindica al vampiro clásico que me gusta: malvado, consciente que se encuentra a la cabeza de la cadena alimenticia. No brilla ni vive en los bosques como las hadas de Disney ni los engendros de Sthepanie Meyer. Su procedencia es completamente –al menos en un principio- explicable desde la arista de la ciencia y la racionalidad. Lo vemos desde su título, La Cepa, tomado del nombre que da la Biología o la Epidemiología a variantes taxonómicas de virus, bacterias u hongos. Escritos por nuestro paisano Guillermo del Toro y el autor de ficción Chuck Hogan, los libros son un verdadero examen para los devotos del cineasta. Su universo completo está ahí, desde referencias a situaciones y personajes que bien conocemos a través de sus películas y menciones a sus obsesiones y sus seres amados, desde su esposa Lorenza hasta su cinefotógrafo de cabecera Guillermo Navarro. La narración entera, plena de detalles e historias tangenciales, fue concebida para ser trasladada a la pantalla chica. Este medio es el que más le conviene. En su momento se habló de la intención del tapatío de llevarla al cine, pero esto la hubiera limitado terriblemente. Cada uno de los libros ofrece, por lo menos, material para una temporada completa.
Me animé a ver la serie, estrenada en Estados Unidos hace varias semanas, gracias al internet y a la falta de respuesta de sus exhibidores –el Canal FX de Latinoamérica- en las redes sociales ante mis insistentes preguntas sobre su fecha de estreno en nuestro país. Su inicio, en deuda indiscutible con Drácula de Bram Stoker, es inmediatamente prometedor: Un enorme avión Boeing 767, procedente de Berlín, aterriza en el aeropuerto internacional John F. Kennedy de la Ciudad de Nueva York e inmediatamente interrumpe comunicaciones con las autoridades. Apaga sus luces interiores y tiene sus ventanillas cerradas, excepto una. La paranoia posterior al 11 de septiembre pone en alerta inmediata a todas las corporaciones gubernamentales, entre ellas el Centro de Control de Enfermedades (CDC, en sus siglas en inglés), por las enormes posibilidades de un nuevo ataque terrorista. Luego de una tensa espera, ingresan en el aparato. El primero en hacerlo es el Dr. Ephraim Goodweather (Corey Stoll), cabeza del Proyecto Canario de la institución, un grupo especial de respuesta rápida a amenazas biológicas. Junto a su colega, la Dra. Nora Martínez (Mía Maestro), hace un terrible descubrimiento: sus 206 ocupantes –pasajeros y tripulación- están muertos y hay cuatro sobrevivientes. Este es el inicio de una pesadilla que amenaza con diezmar a la humanidad. “El fin de nuestra civilización es el inicio de la suya”, decía su publicidad. Esto llevará a los científicos a integrarse a un poco ortodoxo equipo de cazadores de vampiros: el ucraniano exterminador de ratas Vasiliy Fet (Kevin Durand) y el pandillero latino Agustín Elizalde (Miguel Gómez), todos dirigidos por el anciano Abraham Setrakian (David Bradley), sobreviviente del Holocausto Nazi que ha visto dos rostros de la verdadera maldad. Todo envuelve la llegada de Jusef Sardú, también conocido como El Amo (el gigantón Robert Maillet con la voz de Robin Atkin Downes), ayudado por su acólito Thomas Eichhorst (Richard Sammel) y la alianza profana que hizo con el moribundo magnate Eldritch Palmer (Jonathan Hyde), cabeza del siniestro Grupo Stoneheart y homenaje a la novela Los tres estigmas de Eldritch Palmer de Phillip K. Dick.
La factura del programa es impecable, desde su fotografía (debemos la de cuatro episodios al mexicano Gabriel Beristáin, quien ya colaboró con “El Gordo” en Blade 2) hasta su puesta en escena que da vida de forma convincente a los monstruos tal y como fueron concebidos por Del Toro y Hogan. También están sus guiños, desde la narración de Lance Henriksen, la fugaz aparición del mago del maquillaje Rick Baker hasta la de Doug Jones, a quienes recordarán como Abe Sapien en el –aún- díptico de Hellboy o como el Fauno en la más laureada de sus obras.
Y repito que todo está ahí, como sus tan queridos subterráneos. Su Goodweather no es otro que el epidemiólogo Peter Mann (Jeremy Northam) de Mimic (1997) o el malvado Palmer, ansioso por obtener la vida eterna, es sin duda el Dieter de la Guardia (Claudio Brook) de su ópera prima La invención de Cronos (1992) o el decadente vampiro Eli Damaskinos (Thomas Kretschmann) de Blade 2 (2002), con sus órganos corporales en frascos de vidrio. Los vampiros de la dupla provienen sin duda de la cepa bautizada como Reaper en Blade 2, calvos y con ese apéndice en sus bocas con el que beben la sangre de sus víctimas en lugar de los tradicionales colmillos.

Antes que la serie concluyera su primera temporada, por su gran aceptación entre el público y la crítica, sus productores anunciaron la realización de una segunda. Ya comentaremos más de ella en un futuro no lejano.

martes, 30 de septiembre de 2014

La gran paradoja

En tiempos recientes, las películas o series televisivas que se basan en materiales que se crearon originalmente en otros medios (literatura o videojuegos, fundamentalmente) han demostrado que no necesariamente tienen un gran apego a su fuente de procedencia. En algunos aspectos, no las culpo. Ya he reconocido que lo que funciona bien en la página impresa no necesariamente lo hace al trasladarse a la imagen en movimiento. Ejemplos sobran. Ayer se estrenó –en Latinoamérica- uno más de ellos, Gotham, programa desarrollado por Bruno Heller a partir de “personajes publicados por DC Comics”. Y esa forma de decirlo fue la más correcta. Hubiera deseado que apareciera la leyenda “basada en personajes creados por Bill Finger y Bob Kane”, lo que rectificaría una injusticia creativa de 75 años. Y vindicaría a Finger, quien dio nombre a la caótica urbe de su título. Pero en perspectiva, es lo más apropiado, pues sus productores han anunciado que aparecerán villanos como Víctor Fries, alias Mr. Freeze, ideado por David Wood, Sheldon Moldoff y Kane o su tocayo el psicópata Víctor Zsasz, creación de Alan Grant y Norm Breyfogle. Pero que Kane –sin restarle mérito- no haya recibido toda la gloria, es suficiente por el momento.
A primera vista, en lo referente a lo técnico, el programa es irreprochable. Fue filmado en Nueva York aunque hubiera preferido que se hiciera en Chicago, por exactitud histórica. Como se anunció, sigue los inicios de la carrera del Detective James Gordon (Ben McKenzie) en la corrupta y problemática Ciudad Gótica y el doble homicidio del acaudalado matrimonio Wayne, lo que marcará el inicio de nuestro futuro héroe. Todo presentado como una suerte de precuela que sin duda busca empatar con otros proyectos recientes de la empresa como Arrow y el venidero The Flash, y tratan de poner a DC a la par de su principal competidora, Marvel, en una pugna desigual en la que los segundos llevan una clara delantera. Pero pese a esto, otorgándole el beneficio de la duda, la serie me representa dos grandes paradojas. La primera, de triunfar el joven e idealista Gordon en su cruzada por erradicar el crimen y la corrupción en su ciudad, el surgimiento de Batman sería innecesario. Y la segunda, el crimen y la corrupción citadinos son indispensables para el nacimiento del héroe, así que somos testigos de una guerra perdida. Batman nunca sería necesario en un lugar donde sus instituciones son eficientes y se rigen por la legalidad. Y el hartazgo de Gordon lo convertirá en un futuro gran aliado, en un complemento, tal como ya nos lo demostraron Frank Miller y David Mazzucchelli en la indispensable Batman: Año Uno.
Las libertades son inevitables. El fiel seguidor de las hazañas del enmascarado en la historieta se divertirá encontrando una gran cantidad de guiños, que no comento ahora para no fortalecer la cultura del spoiler. Por lo pronto me sumo completamente al sentir de mi querido Raúl Camarena: “Al final del día es una reinvención del mito como pasó con Smallville o en cualquier película de superhéroes. No es igual el Batman de Nolan al de Burton y así. Siempre habrá puristas, pero la realidad es que si no se reinventa el mito, termina por agotarse, esa es la esencia de la adaptación. Y Gotham, sin ser perfecta, tiene mucho potencial para contar una historia de origen”.

Seguiremos informando...

martes, 26 de agosto de 2014

Lo que bien empieza, bien acaba.

Hace casi un año que se transmitió su último episodio en la televisión estadounidense. Pese a las innumerables recomendaciones y al alud de premios que recibió a lo largo de su vida de 5 temporadas, nunca me había dado la oportunidad de ver un episodio de Breaking bad (algo así como Volviéndose malo). Grave error. Hace unos meses decidí ponerme al corriente. Y todo el tiempo que invertí fue recompensado con creces. Superó gratamente todas mis expectativas. Fueron muchos los factores que contribuyeron a esto. Fue un programa que nunca perdió el rumbo. Concluyó en el momento preciso. No sucumbió a la tentación del éxito y las paletadas de dinero que éste trae consigo. La serie creada por Vince Gilligan, uno de los más brillantes guionistas de Los Expedientes Sercetos X (también fue su productor ejecutivo), fue congruente de principio a fin y supo mantener un alto nivel argumental. No en balde ha sido considerada por la crítica como una de las mejores series de la Historia de la Televisión. A diferencia de muchas de sus contemporáneas, cuyos desenlaces no me dejaron del todo –o nada- satisfecho, logró mantenerme en el filo del asiento hasta el último momento.
Ayer, durante la entrega número 66 de los prestigiados premios Emmy, al recoger su bien merecido galardón como Mejor actor en una serie dramática, Bryan Cranston, el rostro de la serie, agradeció a sus seguidores por su respuesta al que calificó como “el papel de su vida”. Y es que la historia de Walter White, el apocado pero brillante profesor de Química en una escuela preparatoria de Albuquerque, Nuevo México, recién convertido en cincuentón, que sufre la abulia y falta de respeto de sus alumnos, humillado empleado de medio tiempo de un lavado de autos, cuya mediocre existencia es interrumpida por el Cáncer y decide internarse en los infiernos de la producción de Metanfetaminas y la violencia del Narcotráfico, es simplemente magnífica.
Repito que Cranston es sólo la parte más visible, pero en todo momento estuvo acompañado de un reparto sólido: Anna Gunn como su abnegada esposa Skyler, Aaron Paul como su discípulo y socio Jesse Pinkman, RJ Mitte como su minusválido hijo Walter White, Jr., Dean Norris como su cuñado Hank Schrader (mi personaje secundario favorito), Betsy Brandt como su cleptómana y anoréxica cuñada Marie Schrader, Giancarlo Esposito como el cerebral y terrible narcotraficante Gustavo Fring, Jonathan Banks como el ex policía y mortal sicario Mike Ehrmantraut y, la esperanza de continuidad del proyecto, Bob Odenkirk como el facineroso abogado Saul Goodman, estrella del futuro spin-off de la serie, Better call Saul.
Su gran desempeño no hubiera sido posible sin un gran equipo de guionistas, desde el mismo Gilligan, Sam Catlin, Peter Gould, Gennifer Hutchison, Patty Lin, George Mastras, Thomas Schnauz, John Shiban y Moira Walley-Beckett, quien también fue galardonada con el Emmy por el libreto de Ozymandias, el decimocuarto episodio de la quinta temporada de la serie. Más allá del mero suspenso, el programa les dio la oportunidad para reflexionar sobre la complejidad de las relaciones interpersonales, las transformaciones de los roles en la familia, las consecuencia de nuestras acciones, los lindes morales entre el bien y el mal y sobre los eventos que pueden llevar a un buen hombre a convertirse en una persona malvada. Todo llevado de la mejor manera hasta su inevitable desenlace, Felina, en cuyos últimos momentos vemos a nuestro héroe caído con el tema Baby Blue del grupo británico Badfinger como melancólico marco.

Breaking bad macó una pauta en la televisión contemporánea y sin duda estableció parámetros difíciles de emular. Anoche Vince Gilligan, en el podio del Teatro Nokia de Los Ángeles, dijo algo que bien definió el espíritu de su hijo recientemente fallecido pero más vivo que nunca: “Esta es la maravillosa cereza del pastel”.

martes, 12 de agosto de 2014

Réquiem para Robin Williams

Robin Williams era la clase de actor que tenía dos tipos de públicos: el que lo adoraba o reconocía sus méritos y el que lo detestaba apasionadamente. El segundo grupo lo calificaba como un comediante sobrevalorado e insufrible, que obtuvo notoriedad por interpretar papeles sensibleros. En cierta manera puedo comprenderlos. Esto porque aún yo, su declarado admirador, estaba consciente de sus excesos. Él mismo los reconocía y hacía escarnio de ello. Cuando en 1991 promocionaba la desigual Hook, el regreso del Capitán Garfio, decía con ironía “por un lado tenemos al hombre que estelarizó Popeye (Robert Altman, 1980) y por el otro al que estelarizó Ishtar (por Dustin Hoffman, coprotagonista de la cinta de 1987 de Elaine May). Comencemos”. Los argumentos de sus detractores se fortalecen si vemos Un mujeriego en apuros (Cadillac man, Roger Donaldson, 1990), Juguetes (Toys, Barry Levinson, 1992), y recientemente Locas vacaciones sobre ruedas (RV, Barry Sonnenfeld, 2006) o Licencia para casarse (Ken Kwapis, 2007), entre muchas fallidas películas.
Ayer los medios de comunicación anunciaron su muerte, en circunstancias aún no aclaradas, que apuntan al suicidio por asfixia. Mucho se especulará de ello en los siguientes días. La nota no dejó de sorprenderme, pues es una figura que sigo desde mis primeros días como cinéfilo y le debo muchas de las actuaciones que más he disfrutado.
Nació como Robin McLaurin Williams el 21 de julio de 1951 en la ciudad de Chicago, Illinois. Abandonó sus estudios en política con la intención de convertirse en actor. Ingresó a la prestigiada Julliard School de Nueva York, donde estudió actuación al lado Christopher Reeves bajo la tutela del talentoso histrión John Houseman. Posteriormente obtuvo sus primeras oportunidades en la televisión hasta conseguir el papel que catapultó su carrera, el del alienígena Mork en Mork del planeta Ork (o Mork y Mindy, en su idioma original). Inevitablemente migró al cine. Cintas como El mundo según Garp (George Roy Hill, 1982) o Moscú en Nueva York (Paul Mazursky, 1984) cimentaron su carrera hasta que el papel del subversivo conductor de radio Adrian Cronauer en Buenos días, Vietman (Barry Levinson, 1987) le mereció el reconocimiento internacional y numerosas nominaciones  reconocidos premios. Su grito (la orden que daba nombre y marcaba el inicio de su programa) me despertó esta mañana en el noticiero radiofónico. Luego siguió su fugaz y casi desapercibida aparición en Las aventuras del Barón Munchausen (Terry Gilliam, 1988) hasta llegar a La Sociedad de los Poetas Muertos (Peter Weir, 1989), donde su desafiante e inspirador pedagogo John Keating hizo que el público que me acompañaba en el desaparecido cine Viveros le aplaudiera al término de la función, aquél verano de 1989. Despertares (Penny Marshall, 1990), Pescador de ilusiones (The Fisher King, Terry Gilliam, 1991), Aladino (Ron Clements y John Musker, 1991, donde dio voz al Genio de la lámpara), Papá por siempre (Mrs. Doubtfire, Chris Columbus, 1993), Jumanji (Joe Johnston, 1995) o El Agente Secreto (Christopher Hampton, 1997) lo llevaron hasta su consagración definitiva, la que le valió el codiciado premio Óscar, Mente indomable (Good Will Hunting, Gus Van Sant, 1997).
De ahí tuvo una trayectoria variada que incluyó títulos como Flubber, el invento de siglo (Les Mayfield 1997), Día de los padres (Ivan Reitman, 1997), Patch Addams Tom Shadyac, 1998), Más allá de los sueños (Vincent Ward, 1998), El Hombre Bicentenario (Chris Columbus, 1999) y las que quizá son las que más se alejan de sus papeles tradicionales: el remake estadounidense de Insomnia (Christopher Nolan, 2002) y Retrato de una obsesión (Mark Romanek, 2002), cintas donde encarnaba a dos futuros asesinos en serie. Poco conocida y digna de recordarse es La memoria de los muertos (The Final Cut, Omar Naim, 2004), donde daba vida a Alan Hakman, una suerte de editor de pecados. Con ellas luchó por librarse de su imagen tradicional. Por ejemplo, en August Rush, encuentra tu destino (Kirsten Sheridan, 2007) caracterizaba a un moderno Fagin dickensiano y en El mayordomo de la Casa Blanca (Les Daniels, 2013) al Presidente Dwight D. Eisenhower.
Sus apariciones en televisión fueron muy disfrutables, desde Homicidios, la vida en la calle y Friends a Plaza Sésamo y La Ley y el Orden: Unidad de Víctimas Especiales, donde dio vida al homicida del médico que mató por negligencia profesional a su esposa y que se convirtió en un crítico del sistema. Incluso logró que el paranoico detective Munch (Richard Belzer) se enfrascara en una multitudinaria pelea con almohadas.
Que se haya quitado la vida no me parece del todo improbable. Luego de ver la que sería la última teleserie que protagonizó, The crazy ones, no pude evitar sentir que estaba en plena decadencia. Esto a pesar que se mofaba de alguna manera de su propia situación: personificaba a un talentoso ejecutivo de publicidad, divorciado y adicto en recuperación que trataba de reestablecer la relación con su hija. Se anunció la cancelación del programa el 10 de mayo pasado, luego de sólo una temporada de vida. Es de todos conocida su adicción al alcohol y las drogas, que data desde su ascenso a la popularidad y contra las que luchaba intermitentemente desde entonces. También que se encontraba en un estado de depresión pese a que en redes sociales se dejó ver siempre optimista y simpático. Ayer Susan Schneider, su tercera esposa, declaró algo que resume el sentir de muchos: “Esta mañana, perdí a mi esposo y a mi mejor amigo, mientras el mundo perdió a uno de sus más queridos artistas y hermosos seres humanos. (...) Mientras es recordado, tenemos la esperanza de que la atención no se centre en su muerte, sino en los incontables momentos de alegría y risa que dio a millones”.

Así es como prefiero recordarlo, porque me encuentro entre esos millones de personas. Como dije en el pasado, muchos cuestionan al suicida por su aparente falta de valor para enfrentar la adversidad. La abrumadora realidad es que, esté afectado por un padecimiento físico o mental, el suicidio es la última decisión lúcida de una persona que tiene el valor para poner el punto final. Y como tal debemos respetarla. Pensaré que Robin Wiliams fue tragado por un mágico juego de mesa y regresará, en plenitud, en tiempos mejores. Unos muy parecidos a los recuerdos de mi juventud. Confío que hasta ahí le llegarán mi gratitud y mejores pensamientos. 

martes, 5 de agosto de 2014

Divino caníbal, o sobre Hannibal Lecter (2)

Imagino que en sus días universitarios, el joven Thomas Harris no imaginaba que crearía a uno de los personajes más relevantes de la ficción contemporánea. Nació en Jackson, Tennessee, en abril de 1940, pero estudió en la Universidad Baylor de Waco, Texas. Tenía muy claro que tendría una carrera en el periodismo. Corrían los turbulentos años sesenta y ya tenía una modesta posición en el periódico local, el Waco Tribune-Herald, cubriendo las noticias policíacas. A finales de la década, migró a Nueva York, donde comenzó a trabajar para la Associated Press. Viajó por el mundo, como corresponsal. Se dio cuenta que todas sus vivencias le permitirían llevar su vocación al siguiente nivel: quería ser escritor de ficción. En ese momento advirtió lo que hace algún tiempo me dijo mi amigo Bernardo Fernández, Bef: “debes documentar bien tus mentiras si deseas que la gente las crea”. Publicó así en 1975 su primera novela, Domingo negro, una trepidante historia donde un grupo terrorista palestino planeaba realizar un atentado en suelo estadounidense empleando el ficticio dirigible Aldritch (en su adaptación fílmica de 1977, dirigida por John Frankenheimer, era el de la llantera Goodyear) que estallaría durante el Super Bowl, asesinando a cientos de inocentes. El libro, inspirado en la crisis de rehenes ocurrida durante la Olimpiada de Munich en 1972, tuvo un éxito moderado. Lo mismo ocurrió con su versión cinematográfica, pese a las altas expectativas que generó. Pero para el literato debutante era sólo el calentamiento.
Durante sus días como reportero policíaco, Harris se familiarizó con el trabajo de la recién nacida Unidad de Ciencias del Comportamiento del Buró Federal de Investigaciones, con sede en su academia de Quantico, Virginia. El organismo tenía el propósito de auxiliar a las corporaciones policiacas del país –y de otras naciones- a investigar las raíces de los crímenes violentos y aparentemente sin motivos, con el propósito de prevenirlos y detenerlos. Se entrevistó con uno de sus principales integrantes, el agente especial Robert Ressler, un antiguo militar que no sólo contribuyó en la cacería de algunos de los más infames homicidas de Estados Unidos, como Richard Trenton Chase –el vampiro de Sacramento- y Jeffrey Dahmer –el caníbal de Milwaukee-, sino que acuñó el calificativo que definió a todos los modernos monstruos de su clase, un término que es uno de los favoritos de muchos para identificar al Mal en su forma más pura y realista: asesinos en serie. Harris también se acercó a uno de los más notables colaboradores de Ressler, el agente especial John Douglas, quien interrogó en su cautiverio a decenas de terribles figuras como David Berkowitz –el Hijo de Sam-, Ted Bundy, Edmund Kemper, Dennis Rader –el asesino BTK- y Richard Speck, con la finalidad de obtener información que serviría en la captura de futuros delincuentes como ellos. Estos datos permitieron la creación del Programa para la Aprehensión de Criminales Violentos (ViCAP por sus siglas en inglés) y, sin duda, que Harris acopiara inspiración para escribir su siguiente novela. Pero sobre ella, y la saga que comenzó, hablaremos la siguiente semana.
Hoy, Harris es un hombre de 74 años de edad, alejado de la vida pública, amante de la buena cocina, que alterna su residencia entre el sur Florida y Nueva York. Es de los pocos autores vivos que pueden jactarse de que todas sus obras (5 novelas) se han llevado a la pantalla grande. Goza de la popularidad que le otorgó crear a uno de los más grandes villanos de los últimos tiempos. Y ni qué decir de las millonarias ganancias que esto supone. Su Hannibal Lecter, como las creaciones perdurables, posee vidas inagotables.

Las cuatro novelas que escribió Thomas Harris que tienen como constante a Hannibal Lecter, son un verdadero catálogo de enfermedades mentales, una suerte de torcido bestiario o un catálogo de perversiones. Dragón rojo (1981) nos presentó a Will Graham, un antiguo miembro de la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI que es sacado del retiro para atrapar al elusivo asesino en serie que los medios apodaron El hada de los dientes, un demente que masacra familias durante los ciclos de luna llena. Para ello, Will solicita ayuda al monstruo que estuvo a punto de matarlo, “el segundo psicópata que capturó”: el brillante psiquiatra y caníbal Hannibal Lecter. Aunque éste no es el antagonista de la novela y sólo aparece por breves momentos del relato en su celda en el Hospital Psiquiátrico de Baltimore, Maryland, el peso de Lecter en la trama es notable. El  verdadero villano es Francis Dolarhyde, y Harris lo describe así:Al cabo de cuatro horas la llevaron a la sala de partos, donde nació Francis Dolarhyde. El obstetra dijo que parecía «más un murciélago de nariz aplastada que un bebé», otra verdad. Nació con cortes bilaterales en su labio superior y en la parte anterior y posterior del paladar. La parte central de su boca no estaba sujeta y sobresalía. Su nariz era chata. […] Un cirujano del hospital municipal hizo todo lo que estaba dentro de sus posibilidades por Francis Dolarhyde, contrayendo en primer lugar la sección frontal de su boca con una banda elástica, luego cerrando las aberturas de su labio por medio de una técnica de superposición rectangular, hoy en día totalmente anticuada. El resultado de los cosméticos no fue satisfactorio.
Dolarhyde y Lecter no son los únicos psicópatas mencionados por el autor. También hay una pincelada de Garret Jacob Hobbs:
Garmon Evans, un ex asistente médico del Hospital Naval de Bethesda, dijo que Graham fue alojado en el pabellón de psiquiatría poco después de haber matado a Garrett Jacob Hobbs, el “Gavilán de Minnesota”. Graham dio muerte de un disparo a Hobbs en 1975, cerrando el octavo mes de reinado de terror de Hobbs en Minneápolis.
El actor Vladimir Jon Cubrt lo interpreta en la reciente serie televisiva.
Sobra decir que el libro fue un éxito de ventas. Fue llevado al cine en 1986 por el cineasta Michael Mann bajo el título de Manhunter –recuerdo que aquí le titularon Sabueso-, con Willian Petersen –con un look similar al que usaba Richard Dreyfuss en la época- como Graham –esto le valió que años después lo convocaran como el criminalista Gil Grissom en la serie CSI-, Tom Noonan como Dolarhyde, Dennis Farina como Jack Crawford y el británico Brian Cox como Hannibal Lektor –no lo escribí mal-. El furor que despertó la adaptación del posterior libro de Harris y el afán de sus productores –el talentoso Dino De Laurentiis- por no perder sus derechos propiciaron un remake en 2002 –titulado correctamente Dragón rojo-, dirigido por Brett Ratner, con Edward Norton como Graham, Ralph Fiennes como Dolarhyde, Harvey Keitel como Crawford y Sir Anthony Hopkins repitiendo por tercera ocasión el papel que le valió un Óscar.
Harris y sus editores tuvieron esto en cuenta para la segunda novela de lo que bautizaron La saga de Hannibal Lecter, El silencio de los corderos (1988), donde ahora la aspirante a agente del FBI Clarice Starling se da a la captura de un nuevo psicópata, Buffallo Bill. El nombre real del criminal es Jame Gumb, y Harris nos ofrece una descripción:
En la ducha se hallaba Jame Gumb, varón, de raza blanca, treinta y cuatro años, metro ochenta y cinco de estatura, noventa y dos kilos de peso, sin señales especiales que lo caractericen. Pronuncia su nombre de pila como James pero sin la s. Jame. Insiste en que se diga así.
Ya platicamos de la laureada película que el libro inspiró en 1991. Ahí lo interpretó el actor Ted Levine –todos lo recordamos bailando la canción Goodbye horses de Q Lazzarus-, así que me salto al siguiente.
La saga continuó en 1999 con la novela Hannibal, donde Harris mudó al divino caníbal  la ciudad de Florencia, Italia, donde se mueve como pez en el agua en medio de su bella arquitectura, sus paisajes y sus encantadoras cafeterías al aire libre. A través de Rinaldo Pazzi, codicioso policía italiano que descubre al Monstruo, nos enteramos de las andanzas del asesino conocido como Il Mostro:
“Il Mostro”, el monstruo de Florencia, había hecho estragos entre las parejas toscanas durante diecisiete años, en las décadas de los ochenta y los noventa. Asaltaba a los amantes en cualquiera de los muchos nidos de amor al aire libre de la región. Su pauta era matarlos con una pistola de pequeño calibre, formar con sus cuerpos un meticuloso cuadro adornado con flores y dejar al descubierto el seno izquierdo de la mujer. De sus composiciones se desprendía un aire extrañamente familiar, una sensación de “déjá vu”. […] El Monstruo se llevaba de la escena del crimen ciertos trofeos anatómicos, excepto la vez que asesinó a una pareja de melenudos homosexuales alemanes, al parecer por error.
Y el gran malvado del libro es el multimillonario heredero de un Imperio carnicero Mason Verger, pedófilo, antiguo paciente de Lecter y su segunda víctima sobreviviente, quien busca vengarse a toda costa de su victimario:
Mason Verger, sin labios ni nariz, sin tejido blando en el rostro, era todo dientes, como una criatura de las profundidades marinas. Acostumbrados como estamos a las máscaras, la conmoción ante semejante vista no es inmediata. La sacudida sólo llega cuando comprendemos que aquél es un rostro humano tras el cual hay un ser pensante. Nos produce escalofríos con sus movimientos, con la articulación de la mandíbula, con el girar del ojo para mirarnos. Para mirar una cara normal. […] El cabello de Mason Verger era hermoso y, sin embargo, era lo que más difícil resultaba de mirar. Moreno con mechones grises, estaba trenzado formando una cola de caballo lo bastante larga como para alcanzar el suelo si se la pasaran por detrás del almohadón. En ese momento estaba enroscada sobre su pecho encima del respirador en forma de caparazón de tortuga. Cabello humano creciendo de un cráneo arruinado, con las vueltas brillando como escamas superpuestas.
En la versión cinematográfica de la novela que Ridley Scott dirigió en 2001, lo interpretó –si crédito, seguramente a petición del actor- el inglés Gary Oldman. Antes que auto mutilara su rostro –con ayuda de Lecter-, según la reciente serie de televisión, es interpretado por Michel Pitt.
Una víctima de Verger –discriminada en la cinta de Scott- es su hermana Margot:
Vista de cerca, era evidente que se trataba de una mujer. Margot Verger le tendió la mano con el brazo rígido desde el hombro. Estaba claro que practicaba el culturismo. Bajo el cuello nervudo, los hombros y los brazos macizos tensaban el tejido de su polo de tenis. Los ojos tenían un brillo seco y parecían irritados, como si padecieran escasez de lágrimas. Llevaba pantalones de montar de sarga y botas sin espuelas […] Los enormes muslos de Margot Verger hacían sisear la sarga de sus pantalones mientras subía la escalera. Su pelo trigueño era lo bastante ralo como para que Starling se preguntara si tomaría esteroides y tendría que sujetarse el clítoris con cinta adhesiva”.
En la serie televisiva la encarna la bella actriz canadiense Katherine Isabelle, aunque en palabras de Harris es más semejante a la entrenadora Shannon Beiste (Dot-Marie Jones) del programa musical Glee.
La más reciente novela de Harris, Hannibal, el origen del mal (2006) representa para mí un gran dilema. ¿Necesitaba Hannibal Lecter que su creador le diera un origen? No lo creo. Sé que una exigencia en la investigación criminal, requisito de la Criminología, es conocer los motivos que llevan a una persona a convertirse en asaltante o asesino. Esta necesidad ha sido tomada con entusiasmo por las bellas artes, sea como el legítimo medio para conocer mejor a un personaje o para aprovechar sus virtudes comerciales. Piénsenlo bien. ¿Alguien conoce cómo fue la infancia de la Malvada Reina de Blanca Nieves, o si el Capitán Garfio era un niño maltratado? No es necesario. Así me lo recuerda la muy reciente Maléfica. El mal existe y a veces sólo necesitamos saber eso. Bram Stoker nunca nos habló del origen de Drácula, ni de su relación con sus tres novias en su castillo. Se limitó a darle una vaga historia según la contó a Abraham Van Helsing “su amigo Armenius de la Universidad de Budapest”. Los grandes villanos no siempre requieren un origen. Los espacios en blanco y las interrogantes hacen trabajar la imaginación del lector, lo obligan a poner atención a los pequeños detalles que explican la personalidad del personaje. El exceso de datos no siempre se agradece. Prefiero quedarme con la biografía parcial que Harris nos ofreció en Dragón Rojo y El silencio de los corderos –su polidactilia, sus aficiones por el buen comer y las bellas artes, su historial criminal, la incapacidad de las herramientas psicológicas para penetrar en su mente-. No me gustan sus raíces como un noble lituano, que unos rapaces de la II Guerra Mundial hubieran devorado a su hermanita Mischa, su formación en artes marciales –habilidades nunca manifestadas en sus dos primeras aventuras- y el amor que casi terminó por redimirlo. Todo no hace más que debilitar el aura de misterio que lo rodeaba y lo hace –al menos para mi- menos atractivo. En fin. En gustos se rompen géneros ¿Ustedes qué opinan?

viernes, 1 de agosto de 2014

Divino caníbal, o sobre Hannibal Lecter (1)

Dos policías llevan su segunda cena a un hombre en el inicio de sus cincuentas, vestido de blanco y convenientemente encerrado en una amplia jaula. El prisionero está rodeado de sus libros y dibujos, y escucha afablemente Las variaciones de Goldberg de Johann Sebastian Bach. El menú de la noche: chuletas de cordero, casi crudas, acompañadas de una guarnición de guisantes, granos de elote y una papa horneada. Los guardias, respetuosos pero precavidos, ordenan al custodiado ponerse contra los barrotes para esposarlo. Seguros de su inmobilidad, uno de los uniformados penetra en la jaula con el manjar, incluso procura no manchar los papeles que descansan en el escritorio. Antes de que puedan reaccionar, el hombre de blanco coloca las esposas al improvisado maître: se ha liberado con el alma de un bolígrafo que hábilmente escondió en su boca. Como un relámpago muerde el rostro del otro uniformado, luego le vacía su gas lacrimógeno antes de golpear repetidamente su cabeza contra la estructura metálica. El policía esposado grita de horror antes que el hombre de blanco, con el rostro ensangrentado y una expresión serena, le destroce el cráneo con su propio tolete. Los dos guardianes yacen inertes, en sendos charcos de sangre, mientras el homicida disfruta los últimos acordes su melodía. Su nombre, Hannibal Lecter. Su profesión, psiquiatra. Su naturaleza, asesino antropófago.
La anterior es una escena memorable de El silencio de los inocentes, adaptación cinematográfica de la novela homónima (se titula originalmente El silencio de los corderos) de Thomas Harris. Esta cinta valió a sus artífices, en 1991, incontables premios y el reconocimiento de la crítica y el público. Según la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Estados Unidos, es una película perfecta: ganó su prestigiado premio Óscar como Mejor Película, al Mejor Director (para Jonathan Demme), Mejor Guión Adaptado (para Ted Tally), Mejor Actor (para Anthony Hopkins) y Mejor Actriz (para Jodie Foster). Más allá, legitima a “todo un subgénero que no solo se nutre de la nota roja cotidiana, sino del suspenso, el relato policial, el horror y sus derivaciones el gore y el splatter, e incluso de la pornografía”, como bien asegura el investigador y crítico de cine Rafael Aviña.
El silencio de los inocentes es una cinta, que a casi 25 años de distancia, no puedo evitar volver a ver cuando la transmiten por televisión. Y ese efecto –que comparto con muchos- lo advirtieron muy bien Mario Candia Gómez y la Cineteca Alameda de San Luis Potosí cuando decidieron programarla dentro de su ciclo de cine “Asesinos seriales”, que tuve el placer de clausurar el sábado anterior. Con una selección compuesta de especímenes de varias partes del mundo, la muestra presentó a los espectadores una visión panorámica de estos modernos monstruos trastocados en figuras admiradas en el nuevo milenio. Y de ello sabe un poco Stephen King, quien dijo que Hannibal Lecter es el Conde Drácula de la era de las computadoras y los teléfonos celulares.

Sin importar la admiración que le tengamos, no podemos evitar reconocer la terrible verdad: Hannibal Lecter es un psicópata. Encantador, refinado, inteligente y carismático, indudablemente, pero un psicópata más allá de toda redención. Por ejemplo, su reciente vida televisiva –de la que posteriormente hablaremos- hace alarde de sus destrezas culinarias. En lo personal, después de verlo en acción no puedo evitar sentir un gran apetito. Lo curioso es que poco nos importa su ingrediente principal: carne humana. Es un antropófago y un asesino en serie despiadado. A nuestros ojos, sus víctimas pueden merecer su fatal destino. Su infame naturaleza le brinda cierta justificación. Pedófilos, cazadores y funcionarios corruptos son algunas de sus presas predilectas. “Creo que hay personas socialmente inaceptables y tienen el derecho de morir”, se dice el Caníbal, quien odia la descortesía y la vulgaridad. Nosotros elegimos pasar por alto los pecados del criminal porque no nos encontramos entre sus potenciales corderos de sacrificio.
Ese es un claro efecto que buscan muchos especímenes de la ficción contemporánea: lograr que el público se identifique con sus personajes, antihéroes a todas luces, sin importar su vocación. Más allá, que se ponga de su lado y se preocupe por su suerte cada vez que está por caer sobre ellos el peso de la Justicia. Ocurre algo semejante con Dexter Morgan, el alegre hematólogo forense, padre de familia, leal hermano y asesino serial de medio tiempo creado por el novelista estadounidense Jeffrey Lindsay –e interpretado en la televisión por Michael C. Hall, de quien hablaremos en otro momento- o el apocado profesor de Química convertido en narcotraficante Walter White (Bryan Cranston) en la laureada teleserie Breaking bad. Ambos casos, el de Dexter y White, dejaron un hueco en la televisión de nuestros días, imposible de llenar.
No debe extrañarnos nuestra respuesta. Algunos héroes se mueven en la misma línea. En su primera aparición, paralela a la del protagonista, James Gordon –detective en ese entonces- reprobaba las correrías de Batman, porque en esencia se encontraba al margen de la ley. En aras de conseguir un bien mayor, el enmascarado no dudaba en cometer delitos como lesiones, amenazas, privación ilegal de la libertad, daño en propiedad ajena o allanamiento de morada. Y ni hablar del valor legal que tendrían las evidencias que vincularan a sus enemigos con actividades criminales. “En su momento, Batman pagará por sus delitos”, aseguró a los medios el Fiscal de Distrito Harvey Dent (Aaron Eckhart) en la segunda entrega de la saga de Christopher Nolan. Ambos –Gordon y Dent- atestiguaron que si bien sus métodos eran diferentes a los del hombre murciélago, compartían ideales. ¿El fin justifica entonces los medios?

Pero el moverse por encima de la Ley, sobrepasar las normas creadas por el hombre, ha permitido a Lecter posicionarse poderosamente en nuestros afectos. Más porque representa la oscuridad que todos llevamos dentro. ¿Quién, en algún momento de nuestras vidas, no ha deseado matar a alguien? Sea al abusador que nos victimiza todos los días en la escuela, a la persona que nos traicionó o rompió el corazón, al profesor que utiliza su posición para martirizarnos indebidamene, al jefe que abusa impunemente de su autoridad o al conductor de un vehículo de transporte público que casi nos provoca chocar en nuestro vehículo. Nos detenemos por muchas razones, llámenles moral, ética, religión o leyes. Lecter no tiene esas ataduras. Por eso es tan atrayente. Realiza lo que nosotros no. Al final, lo más prohibido es lo más deseado.

jueves, 5 de junio de 2014

Dulcificar la maldad

Desde principios del año 2011, comenzó a circular en Hollywood la noticia de la intención de los Estudios Disney de producir una película live action -o de acción en vivo- que volvía a narrar los eventos de su clásica cinta animada La bella durmiente (Clyde Geronimi, Les Clark, Eric Larson y Wolfgang Reitherman, 1959), pero desde la óptica de su antagonista, la malvada hada despechada Maléfica. Tim Burton, a quien todos conocemos, inicialmente recibió la encomienda del proyecto por su entonces renacida relación con la productora, pero finalmente lo abandonó y cedió el timón a Robert Stromberg, cuya experiencia como Director de Arte de Alicia en el País de las Maravillas (Burton, 2010) -que le mereció el prestigiado premio Óscar- y Oz, el Poderoso (Sam Raimi, 2013), lo hacía ideal -al menos en lo visual- para el reto. Cuando a mediados de 2012 se confirmó la participación de Angelina Jolie como la protagonista, más de uno quedó satisfecho.  Y es que siendo justo, el papel está hecho a su medida y resulta lo más atractivo de la película. Aunque Jolie ha participado en productos comerciales como 60 segudos (Dominic Sena, 2000) o el díptico Lara Croft: Tomb Raider (Simon West en 2001 y Jan de Bont en 2003), ha estelarizado películas interesantes donde ha demostrado verdadera capacidad actoral, como Inocencia interrumpida  (James Mangold, 1999) o El sustituto (Changeling, Clint Eastwood, 2008), que le han valido galardones y el reconocimiento de la crítica especializada. Este tipo de decisiones dan credibilidad a un personaje. Lo fortalecen. Un gran villano merece -debe- ser interpretado por un gran actor. Cuando en otoño de 2012 fue difundida la primera fotografía de Jolie caracterizada como la villana, el entusiasmo de todos creció. Incluido el mío, pese a mis enormes reservas. Mi recelo era justificado: se trataba, después de todo, de una película de Disney.
Ayer que vi la cinta, confirmé todos mis temores. Y no es que sea mala. Es espectacular, un derroche visual gracias a la sobria fotografía de Dean Semler. Cada dólar que se gastó en su realización se refleja en la pantalla. La culpa es del guión de Linda Woolverton, quien ya había hecho de las suyas en la Alicia de Tim Burton. Pero en el último de los casos, el resultado es responsabilidad de los estudios Disney, quienes históricamente han hecho muy clara su tendencia a edulcorar historias que conocimos en nuestra más tierna infancia, brutales en el fondo, en aras de satisfacer a las buenas conciencias y ganar millonadas en el proceso. La pobre Maléfica, la segunda villana más atractiva de la casa, es despojada de su terrible encanto y se convierte al final en una de sus princesas.
Visualizo tres errores fundamentales en una película que, siendo abrumadoramente realista, nunca debió existir. No aporta nada al personaje y, lejos de ello, traiciona su espíritu más elemental de la forma más infame:
1. Lo dije en el pasado: "El mal existe y a veces sólo necesitamos saber eso [...] Los grandes villanos no siempre requieren un origen. Los espacios en blanco y las interrogantes hacen trabajar la imaginación del lector, lo obligan a poner atención a los pequeños detalles que explican la personalidad del personaje. El exceso de datos no siempre se agradece". Ahora Maléfica (Ella Purnell) es una pequeña hada bondadosa,  virtuosa, fuerte y protectora de las criaturas mágicas con las que cohabita en el maravilloso reino de Los Páramos, con unas impresionantes y poderosas alas con las que cruza el firmamento. Sus vecinos, los insidiosos seres humanos, se encuentran en pugna permanente con ellos. Se enamora del joven Stefan (Michael Higgins), un plebeyo noble en apariencia pero increíblemente ambicioso. Al crecer, Maléfica (Jolie) derrota aparatosamente las intenciones invasoras de sus rivales y su moribundo Rey Henry (Kenneth Cranham) ofrece la sucesión de su corona a quien lo vengue. Así Stefan (Sharlto Copley) comete la traición más abominable, lo que da el pretexto perfecto para que nuestra heroína descienda a las tinieblas. Hasta ahí el asunto es tolerable. Insisto que es innecesario, pero es tolerable.
2. Una vez que te vuelves a la oscuridad, no hay marcha atrás. Si logras escapar de sus garras es por una razón poderosa, como sucedió a Darth Vader (David Prowse), luego de una profunda reflexión que duró toda la cinta, al ver en peligro de muerte a su hijo Luke (Mark Hamill) en el desenlace de El regreso del Jedi (Richard Marquand, 1983). La redención nunca se da por razones sensibleras, poco profundas, coronadas por lágrimas sinceras, que cortan de tajo las motivaciones de la malvada. La bella Aurora (Elle Fanning, radiante) siempre sería el recordatorio de la infamia y el mal de los que es capaz el hombre. Jamás podría inspirar la compasión de un personaje como Maléfica. Mucho menos a salvar su vida en más de una ocasión, desde sus primeros días. Si a esas vamos, Maléfica merecía su venganza.
3. Los excesos visuales, porque los avances tecnológicos no siempre se agradecen. Esos paisajes de ensueño y sus criaturas, mostrados hasta el hartazgo, no dejan de recordarme a las imágenes artificiales y coloridas de El Hobbit o a Las Crónicas de Narnia. Las tres hadas buenas Flora, Faura y Primavera (Imelda Staunton, Juno Temple y Lesley Manville), con su pequeño tamaño, rostros digitales y graciosas ocurrencias, tratan de dar momentos hilarantes al relato.  Y si Disney es partidario de los animales parlantes, ¿cuál fue la intención de transformar intermitentemente en humano al cuervo Diaval (Sam Riley)?
El filme se ha ganado con creces el desprecio de la crítica, incluido el mío. Pero en lo que a los estudios importa, su éxito comercial, ya ha recuperado su inversión y promete convertirse en un éxito contundente a nivel mundial. Lo peor de todo es que les impulsará a dar luz verde a una secuela. Y peor aún, a producciones similares donde harán lo mismo a célebres villanos como la Malvada Reina de Blanca Nieves o el Capitán Garfio de Peter Pan. Ya comenzaron de hecho, como lo anticipa ese teaser trailer de Cenicienta. Podemos esperar entonces películas donde la manzana envenenada inducía un estado letárgico a la pálida jovencita para ser tratada en el futuro por alguna enfermedad mortal, o a un pirata maltratado en su infancia que perseguía implacablemente al efebo que se rehusaba a crecer para prevenirlo de la maldad interna de sus Niños Perdidos. Porque según Disney todos los malos tienen, en lo más íntimo, un corazón de oro.

El futuro no es nada promisorio.