viernes, 31 de mayo de 2013
jueves, 23 de mayo de 2013
Vampiros en la televisión contemporánea
Los vampiros son
mi primer romance literario. Son el tema con que más me he vinculado a través
de cursos, conferencias y obras de teatro. Aunque he estudiado otras figuras,
no puedo resistir el llamado de la sangre. Eso comprueba el embrujo que ejerce
en casi todos los aficionados del horror. Hoy escribo de él nuevamente por el
avance –trailer le dicen hoy- de la teleserie que la cadena estadounidense NBC
estrenará en breve. El proyecto es protagonizado por el irlandés Jonathan Rhys Meyers, mejor conocido
por interpretar al Rey Enrique VIII
en el drama The Tudors. Curioso.
Ahora tiene el difícil reto de encarnar al Rey de los Vampiros con digitad y
eficiencia. Las imágenes trazan un vínculo con el personaje histórico que
inspiró en parte a Bram Stoker para concebir su creación más perdurable, el príncipe
Vlad III, conocido como Drácula, Hijo del Dragón, por los
honores conquistados por su padre. El proyecto, pese al deslumbrante
espectáculo visual que promete, provoca mis más grandes reservas. No por las
capacidades del estelar, pues creo que Rhys Meyers es un actor competente, sino
por la aportación que haría al mito. No digiero a un vampiro haciéndose pasar
por un inventor estadounidense para infiltrarse en la sociedad británica y de paso llevarle la energía eléctrica, para
comenzar. El eje será, como en el guión que escribió James V. Hart para Drácula de Bram Stoker (Francis Ford Coppola, 1992), una
historia de amor y reencarnaciones. Y aunque la estatura e incontables méritos
de la cinta que dirigió uno de los mejores cineastas vivos me hace pasar por
alto esta licencia, Drácula no es una historia de amor. La insistencia me alarma
por la proximidad al fenómeno Crepúsculo. Ya conoceremos el resultado. Lo único
incuestionable es la perdurabilidad del vampiro. Vean y juzguen.
jueves, 16 de mayo de 2013
Khan y la apología del villano
No me canso
de decirlo: los villanos –de la ficción- son maravillosos. He hablado
abundantemente de los que más admiro. “Nos permiten enfrentar, desde la
seguridad de la página impresa o la imagen en movimiento, nuestra naturaleza
interior y primigenia como individuos”, escribí en el pasado. Son mejores
cuando –en los medios audiovisuales- son interpretados por actores talentosos
que dan dignidad y dimensión a su compleja personalidad. Los ejemplos sobran,
desde el Drácula de Bela Lugosi
(Tod Browning, 1931), el célebre Norman
Bates de Anthony Perkins en Psicosis
(Alfred Hitchcok, 1960), Betty Davis y su delirante Baby
Jane en ¿Qué le ocurrió a Baby Jane? (Robert Aldrich, 1962), Robert Mitchum como el malvado Max
Cady en Cabo de miedo (J. Lee
Thompson, 1962), Malcolm McDowell
como Alex
en Naranja
mecánica (Stanley Kubrick,
1971), el General Zod de Terence
Stamp en Supermán 2 (Richard
Lester, 1980), el androide Roy Batty de Rutger Hauer en Blade Runner (Ridley Scott, 1982), Glenn
Close y su desquiciada Alex Forrest en Atracción fatal (Adrian Lyne, 1987), el terrorista Hans
Gruber de Alan Rickman en Duro
de matar (John McTiernan,
1988), Kathy Bates como la
desquiciada Annie Wilkes en Miseria (Rob Reiner, 1990), el laureado Anthony
Hopkins como Hannibal Lecter en El silencio de los inocentes (Johnatan Demme, 1991), el licántropo Lucian
de Michael Sheen en Inframundo
(Len Wiseman, 2003), el Guasón del finado Heath Ledger en Batman, el Caballero de la Noche (Christopher Nolan, 2008) o Christoph Waltz como el malvado nazi Hans
Landa en Bastardos sin gloria (Quentin
Tarantino, 2009). Y podría seguir y seguir.
El principal acierto de En la oscuridad: Star Trek
(J. J. Abrams, 2013) es precisamente
ese, “un buen villano clásico”, como curiosamente anunció Jim Moriarty (Andrew Scott) a su rival Sherlock
Holmes, encarnado por el actor inglés Benedict Cumberbatch. Él da nueva vida al inolvidable Khan
Noonien Singh (o simplemente Kahn), considerado como el mejor
antagonista de la saga Viaje a las Estrellas (Star
Trek). Introducido en 1967 en la serie televisiva original, fue
encarnado por el actor Ricardo
Montalbán, quien le daba un aura de exotismo (con su encanto latino) opuesta
a la visión que el guionista Carey
Wilber pretendía, con una gran influencia de los héroes nórdicos y el postulado
del superhombre enunciado por el filósofo Friedrich
Nietzsche. Despertado de un sueño criogénico por el Capitán Kirk (William Shatner) y la heroica tripulación del USS
Enterprise, se erigió inmediatamente como una amenaza por su
superioridad física e intelectual, acrecentadas genéticamente. Exiliado al
final a un mundo inhóspito, el personaje fue “reciclado” por el escritor Jack B. Sowards en la segunda aventura
cinematográfica de la franquicia, Viaje a las Estrellas II: la ira de Khan
(Nicholas Meyer, 1982), en mi opinión
la más afortunada de toda la serie. De hecho me cuesta trabajo no apreciar la
película de Abrams como un remake. Los elementos están ahí: una
historia de venganza, intenciones secretas, personajes del pasado (como la
Dra. Carol
Marcus), situaciones inolvidables (el grito ¡Khaaaaan! tras el sacrificio de uno de los protagonistas) y un
villano terrible. Aunque en el estricto sentido del término, Kahn no es un villano. Es un personaje
con un deseo legítimo de retribución y un poderoso sentido de lealtad (“tu
tripulación es tu familia”). No es distinto a la criatura de Frankenstein
o a Osama Bin Laden. La creación que
se vuelve contra su creador. Benedict Cumberbatch es contundente, frío y
calculador y da, sin duda, grandes matices al personaje. La confrontación con Spock (Zachary Quinto) y Kirk (Chris Pine) no es menos interesante a la Clarice Starling con un caníbal o cuando un Dios llamado Loki (Tom Hiddlestone) fue encerrado por un grupo de héroes. Los homenajes (el USS Bradbury) son aparte. Lo mejor es que, como
los buenos villanos, Khan persiste como un peligro que nunca muere.
martes, 14 de mayo de 2013
Deuda de sangre
Han pasado
casi 20 años desde la primera vez que la vi. Es una referencia obligada en mis
clases de Criminalística en una Maestría en Derecho Penal. Forma parte
privilegiada de mi videoteca. Y sin embargo jamás había escrito sobre ella. El otro
día la reencontré en la televisión y ratifiqué todo lo que sentí en su momento:
el segundo largometraje de David Fincher, Seven (1995) es una
estupenda película, un gran ejercicio estilístico y sobrecogedor. “Se coloca
entre los ejemplos notables de un cine que parece extraer lo mejor del thriller, del horror, del suspenso
policíaco y del drama psicológico”, que “acude a una atmósfera evidentemente
negra y apocalíptica para situar su relato en delirantes terrenos alegóricos”,
dice Rafael Aviña en El cine
de la paranoia (Times editores, 1999).
El
eficiente guión de Andrew Kevin Walker
se sitúa en una ciudad sin nombre –que nos recuerda a Nueva York pero puede
tratarse de cualquier gran urbe del fin de siglo pasado, incluso nuestro
doméstico Distrito Federal-, gris, decadente, donde la lluvia incesante es
parte del paisaje. Ahí es trasladado el joven y entusiasta detective David
Mills (Brad Pitt), quien es
tutelado por el veterano detective William Somerset (Morgan Freeman), hombre hastiado por la
degradación y la violencia que está a punto de jubilarse. Acuden entonces a una
escena del crimen poco común para investigar el homicidio de un hombre
impresionantemente obeso, atado de pies y manos, que tiene la cara hundida en
un plato de spaghetti. En el estómago del difunto son encontrados fragmentos de
linóleo que hacen a Somerset regresar
al lugar. Ahí descubre, tras el refrigerador, la palabra “gula” escrita en
grasa. Ese es el inicio de una serie de crímenes que retan todo lo conocido por
la dupla. “No puedo involucrarme en esto”, admite Somerset a su jefe (R. Lee
Ermey). Trata de encaminar al novato –quien ha asumido las riendas de la
pesquisa- haciendo investigación por las noches en una bella biblioteca. El
asesinato de un reputado abogado penalista –donde en su alfombra fue escrita
con su sangre la palabra “codicia”- hace evidente un patrón. Un psicópata
asesina personas según los siete pecados capitales de la religión cristiana. Tracy
(Gwyneth Paltrow), la esposa de Mills, trata de acercar al par. Tras una
velada inesperadamente divertida, estudian las fotografías del segundo crimen y
regresan a la escena donde descubren evidencia valiosa –unas huellas digitales
tras un cuadro- que lo llevan al que piensan es responsable pero es realidad es
la siguiente víctima –un vendedor de drogas y acosador de niños donde localizan
la palabra “pereza”-. El tono comienza a subir. Una modelo desfigurada orillada
al suicidio –la soberbia- y una prostituta desgarrada por un horrible juguete
sexual que el villano obligó a usar a uno de sus clientes –la lujuria- están
por completar el ciclo. En el proceso Somerset
se convierte en confidente de Tracy,
quien le revela su enorme infelicidad por vivir en esa ciudad y que está
embarazada –Mills no lo sabe-. La
policía parece acercarse al criminal, quien responde al nombre de John
Doe. Los héroes llegan por medios poco ortodoxos a su guarida, donde
luego de una frenética persecución reciben una llamada del criminal donde les
reconoce su mérito y advierte que los hechos lo obligarán a acelerar sus
planes. Inesperadamente, Doe (Kevin Spacey) se entrega, con los
pulpejos de sus dedos y la camisa ensangrentados. Promete revelar el paradero
de otras víctimas que las autoridades no conocen sólo si es acompañado por sus cazadores.
Seguidos en helicóptero por un equipo especial, son llevados por Doe a un paraje en despoblado donde son
interceptados por una camioneta de un servicio de paquetería. Mientras Mills vigila a Doe, Somerset acude a ver
qué ocurre. Recibe una caja con manchas de sangre, que lo hace retroceder de
horror al abrirla. Tras recuperar la compostura, advierte al líder del
escuadrón táctico (John C. McGinley). “California,
mantente alejado. John Doe tiene el
control”. Regresa a toda prisa hasta Mills
y Doe, quien le ha revelado lo que sucedió:
“fui a su casa, detective, y traté de jugar con su esposa al hombre común. Y
como no pude hacerlo me llevé un recuerdo. Su hermosa cabeza. Me rogó por su
vida y por la del niño que llevaba en su vientre”. Mills se niega a creer lo que el malvado le dijo, y el silencio del
el veterano no ayuda mucho. “Como maté a su esposa, la envidia es mi pecado”,
reconoce Doe e insta a Mills, quien le apunta a la cabeza, para
cometer el restante. “Conviértete en ira”. Somerset
trata de disuadirlo. “Si lo matas, habrá ganado”. Mills lucha contra lo inevitable, pero el recuerdo de la sonrisa de
su amada le da claridad. Descarga su arma en Doe, ante la impotencia de su compañero. En el último momento Mills
se encuentra bajo custodia policial. El jefe le dice Somerset que su carrera está terminada, pero serán indulgentes. El
detective parte, abrumado, y dice que estará cerca. Mientras el autopatrulla se
aleja, lo escuchamos citar una línea de Por quién doblan las campanas de Ernest Hemingway. “El mundo es un lugar
maravilloso y vale la pena luchar por él. Estoy de acuerdo con lo segundo”.
Recordarla
no deja de impresionarme.
La
procedencia del mundo de los anuncios comerciales y los videoclips de Fincher
es evidente en su buena mano, apoyada por una sombría fotografía del
franco-iraní Darius Khondji, un
lúgubre diseño de arte de Gary Wissner,
una elaborada y original secuencia de créditos iniciales y una partitura de Howard Shore. Su elenco es memorable,
comenzando por un siempre vigoroso Freeman y un Pitt que lucha en cada cinta por
alejarse de su imagen de “niño bonito”. Y lo mejor es Kevin Spacey como un
asesino sádico con poderosas motivaciones religiosas “que no le pide nada a Búfalo Bill o Hannibal Lecter”. Su procedencia desconocida, sus recursos
materiales ilimitados y su paciencia lo hacen más relevante y lo colocan al
lado de otros grandes villanos, como el Guasón. En Estados Unidos se le
llama John Doe a individuos cuya
identidad se desconoce, así que en esencia puede ser cualquiera. No requerimos
conocer sus antecedentes. El mal existe. A veces sin justificación. Por crear
un personaje inolvidable, Spacey obtuvo premios de la crítica y el
reconocimiento del público.
A casi dos
décadas le encontré algunos de defectos en lo que concierne a mi experticia
–las ciencias forenses-: un Somerset
que retira una nota del asesino sin guantes y sin haberla fijado fotográficamente,
un Mills que camina sin precaución al
lado de manchas de sangre, un Somerset
que trepa a un mueble donde pueden haber huellas dactilares del asesino. Pero
esos son tecnicismos violados en aras del efecto dramático. Aunque la película
tiene fuertes cimientos en la realidad, podemos pasarlos por alto. Su efecto
nos hace olvidarlo.
En lo
material, la cinta costó modestos 30 millones de dólares y ha recaudado desde
su estreno más de 220. Más allá, posee una estatura que desprendió una versión novelada
del guión por Anthony Bruno
(Ediciones B, Barcelona, 1999) y ha inspirado innumerables especímenes del cine
y la televisión, de Resurrección (Russell
Mulcahy, 1999) a la fallida The
Following. Más exitosa, imposible.
“Esto no
tendrá un final feliz”, anticipa Somerset
a la mitad del metraje. En lo que respecta a la historia, acertó. En cuanto a
nosotros, se equivocó. Por fortuna.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)