jueves, 23 de mayo de 2013

Vampiros en la televisión contemporánea

Los vampiros son mi primer romance literario. Son el tema con que más me he vinculado a través de cursos, conferencias y obras de teatro. Aunque he estudiado otras figuras, no puedo resistir el llamado de la sangre. Eso comprueba el embrujo que ejerce en casi todos los aficionados del horror. Hoy escribo de él nuevamente por el avance –trailer le dicen hoy- de la teleserie que la cadena estadounidense NBC estrenará en breve. El proyecto es protagonizado por el irlandés Jonathan Rhys Meyers, mejor conocido por interpretar al Rey Enrique VIII en el drama The Tudors. Curioso. Ahora tiene el difícil reto de encarnar al Rey de los Vampiros con digitad y eficiencia. Las imágenes trazan un vínculo con el personaje histórico que inspiró en parte a Bram Stoker para concebir su creación más perdurable, el príncipe Vlad III, conocido como Drácula, Hijo del Dragón, por los honores conquistados por su padre. El proyecto, pese al deslumbrante espectáculo visual que promete, provoca mis más grandes reservas. No por las capacidades del estelar, pues creo que Rhys Meyers es un actor competente, sino por la aportación que haría al mito. No digiero a un vampiro haciéndose pasar por un inventor estadounidense para infiltrarse en la sociedad británica y de paso llevarle la energía eléctrica, para comenzar. El eje será, como en el guión que escribió James V. Hart para Drácula de Bram Stoker (Francis Ford Coppola, 1992), una historia de amor y reencarnaciones. Y aunque la estatura e incontables méritos de la cinta que dirigió uno de los mejores cineastas vivos me hace pasar por alto esta licencia, Drácula no es una historia de amor. La insistencia me alarma por la proximidad al fenómeno Crepúsculo. Ya conoceremos el resultado. Lo único incuestionable es la perdurabilidad del vampiro. Vean y juzguen. 


Renfield va a Monterrey


jueves, 16 de mayo de 2013

Khan y la apología del villano


No me canso de decirlo: los villanos –de la ficción- son maravillosos. He hablado abundantemente de los que más admiro. “Nos permiten enfrentar, desde la seguridad de la página impresa o la imagen en movimiento, nuestra naturaleza interior y primigenia como individuos”, escribí en el pasado. Son mejores cuando –en los medios audiovisuales- son interpretados por actores talentosos que dan dignidad y dimensión a su compleja personalidad. Los ejemplos sobran, desde el Drácula de Bela Lugosi (Tod Browning, 1931), el célebre Norman Bates de Anthony Perkins en Psicosis (Alfred Hitchcok, 1960), Betty Davis y su delirante Baby Jane en ¿Qué le ocurrió a Baby Jane? (Robert Aldrich, 1962), Robert Mitchum como el malvado Max Cady en Cabo de miedo (J. Lee Thompson, 1962), Malcolm McDowell como Alex en Naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971), el General Zod de Terence Stamp en Supermán 2 (Richard Lester, 1980), el androide Roy Batty de Rutger Hauer en Blade Runner (Ridley Scott, 1982), Glenn Close y su desquiciada Alex Forrest en Atracción fatal (Adrian Lyne, 1987), el terrorista Hans Gruber de Alan Rickman en Duro de matar (John McTiernan, 1988), Kathy Bates como la desquiciada Annie Wilkes en Miseria (Rob Reiner, 1990), el laureado Anthony Hopkins como Hannibal Lecter en El silencio de los inocentes (Johnatan Demme, 1991), el licántropo Lucian de Michael Sheen en Inframundo (Len Wiseman, 2003),  el Guasón del finado Heath Ledger en Batman, el Caballero de la Noche (Christopher Nolan, 2008) o Christoph Waltz como el malvado nazi Hans Landa en Bastardos sin gloria (Quentin Tarantino, 2009). Y podría seguir y seguir.
El principal acierto de En la oscuridad: Star Trek (J. J. Abrams, 2013) es precisamente ese, “un buen villano clásico”, como curiosamente anunció Jim Moriarty (Andrew Scott) a su rival Sherlock Holmes, encarnado por el actor inglés Benedict Cumberbatch. Él da nueva vida al inolvidable Khan Noonien Singh (o simplemente Kahn), considerado como el mejor antagonista de la saga Viaje a las Estrellas (Star Trek). Introducido en 1967 en la serie televisiva original, fue encarnado por el actor Ricardo Montalbán, quien le daba un aura de exotismo (con su encanto latino) opuesta a la visión que el guionista Carey Wilber pretendía, con una gran influencia de los héroes nórdicos y el postulado del superhombre enunciado por el filósofo Friedrich Nietzsche. Despertado de un sueño criogénico por el Capitán Kirk (William Shatner)  y la heroica tripulación del USS Enterprise, se erigió inmediatamente como una amenaza por su superioridad física e intelectual, acrecentadas genéticamente. Exiliado al final a un mundo inhóspito, el personaje fue “reciclado” por el escritor Jack B. Sowards en la segunda aventura cinematográfica de la franquicia, Viaje a las Estrellas II: la ira de Khan (Nicholas Meyer, 1982), en mi opinión la más afortunada de toda la serie. De hecho me cuesta trabajo no apreciar la película de Abrams como un remake. Los elementos están ahí: una historia de venganza, intenciones secretas, personajes del pasado (como la Dra. Carol Marcus), situaciones inolvidables (el grito ¡Khaaaaan! tras el sacrificio de uno de los protagonistas) y un villano terrible. Aunque en el estricto sentido del término, Kahn no es un villano. Es un personaje con un deseo legítimo de retribución y un poderoso sentido de lealtad (“tu tripulación es tu familia”). No es distinto a la criatura de Frankenstein o a Osama Bin Laden. La creación que se vuelve contra su creador. Benedict Cumberbatch es contundente, frío y calculador y da, sin duda, grandes matices al personaje. La confrontación con Spock (Zachary Quinto) y Kirk (Chris Pine) no es  menos interesante a la Clarice Starling con un caníbal o cuando un Dios llamado Loki (Tom Hiddlestone) fue encerrado por un grupo de héroes. Los homenajes (el USS Bradbury) son aparte. Lo mejor es que, como los buenos villanos, Khan persiste como un peligro que nunca muere.
                                                                                                       

martes, 14 de mayo de 2013

El crimen en el séptimo arte


Deuda de sangre


Han pasado casi 20 años desde la primera vez que la vi. Es una referencia obligada en mis clases de Criminalística en una Maestría en Derecho Penal. Forma parte privilegiada de mi videoteca. Y sin embargo jamás había escrito sobre ella. El otro día la reencontré en la televisión y ratifiqué todo lo que sentí en su momento: el segundo largometraje de  David Fincher, Seven (1995) es una estupenda película, un gran ejercicio estilístico y sobrecogedor. “Se coloca entre los ejemplos notables de un cine que parece extraer lo mejor del thriller, del horror, del suspenso policíaco y del drama psicológico”, que “acude a una atmósfera evidentemente negra y apocalíptica para situar su relato en delirantes terrenos alegóricos”, dice Rafael Aviña en El cine de la paranoia (Times editores, 1999).
El eficiente guión de Andrew Kevin Walker se sitúa en una ciudad sin nombre –que nos recuerda a Nueva York pero puede tratarse de cualquier gran urbe del fin de siglo pasado, incluso nuestro doméstico Distrito Federal-, gris, decadente, donde la lluvia incesante es parte del paisaje. Ahí es trasladado el joven y entusiasta detective David Mills (Brad Pitt), quien es tutelado por el veterano detective William Somerset (Morgan Freeman), hombre hastiado por la degradación y la violencia que está a punto de jubilarse. Acuden entonces a una escena del crimen poco común para investigar el homicidio de un hombre impresionantemente obeso, atado de pies y manos, que tiene la cara hundida en un plato de spaghetti. En el estómago del difunto son encontrados fragmentos de linóleo que hacen a Somerset regresar al lugar. Ahí descubre, tras el refrigerador, la palabra “gula” escrita en grasa. Ese es el inicio de una serie de crímenes que retan todo lo conocido por la dupla. “No puedo involucrarme en esto”, admite Somerset a su jefe (R. Lee Ermey). Trata de encaminar al novato –quien ha asumido las riendas de la pesquisa- haciendo investigación por las noches en una bella biblioteca. El asesinato de un reputado abogado penalista –donde en su alfombra fue escrita con su sangre la palabra “codicia”- hace evidente un patrón. Un psicópata asesina personas según los siete pecados capitales de la religión cristiana. Tracy (Gwyneth Paltrow), la esposa de Mills, trata de acercar al par. Tras una velada inesperadamente divertida, estudian las fotografías del segundo crimen y regresan a la escena donde descubren evidencia valiosa –unas huellas digitales tras un cuadro- que lo llevan al que piensan es responsable pero es realidad es la siguiente víctima –un vendedor de drogas y acosador de niños donde localizan la palabra “pereza”-. El tono comienza a subir. Una modelo desfigurada orillada al suicidio –la soberbia- y una prostituta desgarrada por un horrible juguete sexual que el villano obligó a usar a uno de sus clientes –la lujuria- están por completar el ciclo. En el proceso Somerset se convierte en confidente de Tracy, quien le revela su enorme infelicidad por vivir en esa ciudad y que está embarazada –Mills no lo sabe-. La policía parece acercarse al criminal, quien responde al nombre de John Doe. Los héroes llegan por medios poco ortodoxos a su guarida, donde luego de una frenética persecución reciben una llamada del criminal donde les reconoce su mérito y advierte que los hechos lo obligarán a acelerar sus planes. Inesperadamente, Doe (Kevin Spacey) se entrega, con los pulpejos de sus dedos y la camisa ensangrentados. Promete revelar el paradero de otras víctimas que las autoridades no conocen sólo si es acompañado por sus cazadores. Seguidos en helicóptero por un equipo especial, son llevados por Doe a un paraje en despoblado donde son interceptados por una camioneta de un servicio de paquetería. Mientras Mills vigila a Doe, Somerset acude a ver qué ocurre. Recibe una caja con manchas de sangre, que lo hace retroceder de horror al abrirla. Tras recuperar la compostura, advierte al líder del escuadrón táctico (John C. McGinley).  “California, mantente alejado. John Doe tiene el control”. Regresa a toda prisa hasta Mills y Doe, quien le ha revelado lo que sucedió: “fui a su casa, detective, y traté de jugar con su esposa al hombre común. Y como no pude hacerlo me llevé un recuerdo. Su hermosa cabeza. Me rogó por su vida y por la del niño que llevaba en su vientre”. Mills se niega a creer lo que el malvado le dijo, y el silencio del el veterano no ayuda mucho. “Como maté a su esposa, la envidia es mi pecado”, reconoce Doe e insta a Mills, quien le apunta a la cabeza, para cometer el restante. “Conviértete en ira”. Somerset trata de disuadirlo. “Si lo matas, habrá ganado”. Mills lucha contra lo inevitable, pero el recuerdo de la sonrisa de su amada le da claridad. Descarga su arma en Doe, ante la impotencia de su compañero. En el último momento Mills se encuentra bajo custodia policial. El jefe le dice Somerset que su carrera está terminada, pero serán indulgentes. El detective parte, abrumado, y dice que estará cerca. Mientras el autopatrulla se aleja, lo escuchamos citar una línea de Por quién doblan las campanas de Ernest Hemingway. “El mundo es un lugar maravilloso y vale la pena luchar por él. Estoy de acuerdo con lo segundo”.
Recordarla no deja de impresionarme.
La procedencia del mundo de los anuncios comerciales y los videoclips de Fincher es evidente en su buena mano, apoyada por una sombría fotografía del franco-iraní Darius Khondji, un lúgubre diseño de arte de Gary Wissner, una elaborada y original secuencia de créditos iniciales y una partitura de Howard Shore. Su elenco es memorable, comenzando por un siempre vigoroso Freeman y un Pitt que lucha en cada cinta por alejarse de su imagen de “niño bonito”. Y lo mejor es Kevin Spacey como un asesino sádico con poderosas motivaciones religiosas “que no le pide nada a Búfalo Bill o Hannibal Lecter”. Su procedencia desconocida, sus recursos materiales ilimitados y su paciencia lo hacen más relevante y lo colocan al lado de otros grandes villanos, como el Guasón. En Estados Unidos se le llama John Doe a individuos cuya identidad se desconoce, así que en esencia puede ser cualquiera. No requerimos conocer sus antecedentes. El mal existe. A veces sin justificación. Por crear un personaje inolvidable, Spacey obtuvo premios de la crítica y el reconocimiento del público.
A casi dos décadas le encontré algunos de defectos en lo que concierne a mi experticia –las ciencias forenses-: un Somerset que retira una nota del asesino sin guantes y sin haberla fijado fotográficamente, un Mills que camina sin precaución al lado de manchas de sangre, un Somerset que trepa a un mueble donde pueden haber huellas dactilares del asesino. Pero esos son tecnicismos violados en aras del efecto dramático. Aunque la película tiene fuertes cimientos en la realidad, podemos pasarlos por alto. Su efecto nos hace olvidarlo.
En lo material, la cinta costó modestos 30 millones de dólares y ha recaudado desde su estreno más de 220. Más allá, posee una estatura que desprendió una versión novelada del guión por Anthony Bruno (Ediciones B, Barcelona, 1999) y ha inspirado innumerables especímenes del cine y la televisión, de Resurrección (Russell Mulcahy, 1999) a la fallida The Following. Más exitosa, imposible.
“Esto no tendrá un final feliz”, anticipa Somerset a la mitad del metraje. En lo que respecta a la historia, acertó. En cuanto a nosotros, se equivocó. Por fortuna.