viernes, 30 de septiembre de 2011

¿Las segundas partes (literarias) pueden ser buenas?

Siempre he tenido opiniones enfrentadas por el trabajo de Stephen King. Su posición en el género horrorífico es indiscutible aunque a veces, como bien afirma mi querido amigo Ricardo Bernal, es “el equivalente a una Big Mac con queso”. Es autor de novelas entrañables (sobre todo en su primera época), como Carrie (1974), Salem´s Lot (1975, bautizada en estos rumbos como La hora del vampiro), Cujo (1981), Christine (1983) y El ciclo del hombre lobo (1983), entre muchísimas otras. Es también uno de los escritores más llevados al cine: entre los responsables de traducir sus pesadillas a la pantalla grande  destacan nombres como Stanley Kubrick, Brian De Palma, Tobe Hooper y Frank Darabont, que de ninguna manera son novatos en su oficio. Lo que más disfruto en tiempos recientes son sus cuentos, contenidos en antologías como Pesadillas y alucinaciones (1993) y Todo es eventual (2003). Y siempre será digno de mi reconocimiento su ensayo Danza macabra (1981), un erudito estudio del tema en la cultura occidental, de la misma forma en que lo hiciera Howard Phillips Lovecraft en El Horror sobrenatural en la literatura (1927).
Ahora King anunció, durante la ceremonia en que la Universidad George Mason le entregaba un merecido reconocimiento, que actualmente escribe la secuela de una de sus novelas más populares, El resplandor (1977), obra que aglutina algunos de sus temas más recurrentes (el escritor como personaje, el niño con facultades paranormales, la presión que convierte a un hombre bueno en malvado, la familia promedio enfrentada a lo sobrenatural, los lugares –casas u hoteles- que poseen una infame memoria). De todos sus trabajos la novela es uno de mis favoritos. Como dije antes, Stanley Kubrick la llevó al cine en 1980 y Mick Garris la transformó en una miniserie en 1997. Stephen Jones y Kim Newman la colocan en el lugar 77 en su libro Horror 100 best books (Carrol & Graf, 1998). En él Peter Straub, talentosísimo escritor estadounidense y compañero de King en muchas batallas, califica la novela como “una obra maestra”. Y Peter Straub es digno de todo crédito.
Cuando reproduje la noticia en mi muro de Facebook recibí comentarios entusiastas. Otras personas, como yo, tienen serias dudas. La máxima “las segundas partes nunca son buenas” no se cumple todas las ocasiones. Lo confirman, en el terreno del cine, Francis Ford Coppola con El Padrino, parte 2 (1974) o Christopher Nolan con Batman, el Caballero de la Noche (2008). Sucede algo distinto en la literatura, donde los resultados suelen ser catastróficos. Así pasó, por ejemplo, con la abominable continuación Drácula, el no muerto (Dacre Stoker, 2008), donde el heredero del afamado autor irlandés traiciona la obra canónica del vampirismo.
Me asaltan algunas preguntas. ¿Stephen King decidió retomar una de sus historias más afamadas para capitalizar su éxito? ¿Todo es por voracidad mercantilista? ¿Obedeció a un genuino impulso creativo? ¿Será tan buena como la novela original? King reveló que el texto se centrará en Danny Torrance, ahora un adulto que conserva sus poderes psíquicos y lucha con el terrorífico recuerdo se su célebre estancia en el Hotel Overlook. También que se enfrentaría a vampiros. Sólo podemos esperar y desear lo mejor. Que King no comulgue con los vampiros de Crepúsculo, es un buen inicio.   
                                              

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Píntalo de negro

Casi acaba el mes patrio. Antes de que eso ocurra debo platicar de una de las aportaciones, en el terreno de las letras mexicanas, más relevantes de este año. Se trata de la novela Hielo negro de mi buen amigo Bernardo Fernández Bef, compañero de muchas batallas y hombre con el que comparto muchas pasiones (la literatura, los cómics, la ciencia ficción, el cine de horror). Él me invitó a presentar el libro el pasado domingo en la Feria del Libro de Reforma. Fue especialmente significativo que nos encontráramos casi al pie del Ángel de la Independencia, porque leer –sea cual sea el tema que nos encante- nos hace libres.
“El bien no hace gran literatura”, afirma mi querido Vicente Quirarte. Lo compruebo cada mañana que las noticias me recuerdan hechos lamentablemente cotidianos como las ejecuciones en el norte del país, las decapitaciones, los entierros clandestinos, la corrupción en todos los niveles y, sobre todo, el narcotráfico. Precisamente en este submundo (que ya no es tan subterráneo) se sitúa la historia de Bef. El tema no ha sido indiferente para el quehacer artístico nacional, como demuestra la narrativa de Elmer Mendoza o el teatro de mi querido Alejandro Almazán. El mismo Bef ya lo había explorado en Tiempo de alacranes (Joaquín Mortiz, 2005), obra que no sólo obtuvo el reconocimiento del público, sino el Premio Nacional de Novela Otra vuelta de tuerca –convocado por el Instituto Queretano de Cultura y CONACULTA- y el Premio Memorial Silverio Cañada a Mejor Primera Novela Policíaca de la Semana Negra de Gijón en el 2006. Y ahora Hielo negro le valió el Primer Premio de Novela Grijalbo. Los tres premios son más que merecidos.
Desde sus primeros momentos –el asalto de un comando armado disfrazado de gorilas a una farmacéutica- el relato, muy cercano al cómic, al realismo mágico y a las películas de Robert Rodríguez, atrapa sin tregua al lector. Narra el choque de dos trenes a toda velocidad. Por una parte, en la cara luminosa de la moneda, se encuentra Andrea Mijangos, una ruda agente de la Policía Judicial capitalina. Ella es una mujer enorme, de facciones bellas, que anda en una motocicleta –en solitario, como todo gran héroe- y es muy mal hablada. En el otro extremo está Elizabeth “Lizzy” Zubiaga, líder del ficticio Cártel de Constanza, mujer atractiva –toda una femme fatale-, con aspiraciones artísticas y extremadamente peligrosa. Ella busca desarrollar el Hielo negro del título, el “Santo Grial de las anfetaminas”. Básicamente es una historia de venganza, ese “platillo que sabe mejor frío”, como decían los Klingon. En el proceso Bef –porque hizo su tarea- retrata lo mejor y lo peor de la Procuraduría de Justicia de la capital del país –y en general de las instituciones dedicadas a la impartición de justicia del país-, con sus deficiencias, sus vicios, su corrupción indignante, su lenguaje florido, pero sobre todo con la auténtica capacidad, honradez y vocación de muchos de sus elementos –que por fortuna los habemos-.
En el relato brillan personajes que se encuentran a la altura de los más destacables de El complot Mongol de Rafael Bernal, o a los que nos presenta Paco Ignacio Taibo II en la saga de Héctor Belascoarán Shayne: El Járcor, el compañero –o “pareja”- de Andrea; el Bwana, peligroso sicario y, mi favorito, El Médico, químico en jefe del Cártel de Constanza, auténtico sociópata que viste traje negro y usa sombrilla y bombín.
En víspera de la presentación leí una crítica que apareció en la Revista Letras Libres, injusta y severa, a diversos aspectos de la obra. Precisamente ellos, antes de recibir cualquier influencia, fueron los que me hicieron disfrutarla: la alternancia de las voces narrativas, su lenguaje desenfadado y que escuchamos todos los días o ese capítulo –el cuarto- que reproduce –fielmente- el frenesí de un adicto bajo los efectos de estimulantes del sistema nervioso central. Cuando dije que Bef hizo su tarea, lo hizo muy bien a este respecto.
Y remataré con aspectos personales, si atendemos a la máxima de que toda obra de arte posee un carácter autobiográfico. El hermano de Andrea es dibujante de cómics, como el mismo Bef, y es admirador de Linterna Verde, Batman y el Hombre Araña –como Bef-. Su fascinación por la cultura pop es evidente, como su afición por las novelas de Stephen King y piezas musicales que marcaron a muchos, desde Miguel Bosé y Joaquín Sabina a Metallica, Ministry y Tom Waits.
Sólo puedo concluir con mi más grande enhorabuena a Bef en espera que muchas personas comprueben cuanto he dicho y, sobre todo, que llegue pronto su próxima novela. Porque su mejor trabajo, estoy seguro, aún no ha sido publicado.

                                                                                                      

martes, 27 de septiembre de 2011

Asuntos pendientes, o de changos y vampiros.

El trabajo es grato, necesario (para algunos) y cruel, porque a veces te aleja de lo indispensable. Entre los pendientes de este blog hay dos críticas aparecidas en la sección Primera Fila del Periódico Reforma los viernes 2 y 9 de septiembre, respectivamente, ambos de Ernesto Diesmartínez. Hablan, con justicia, de dos películas que disfruté enormemente. Los dejo aquí, para su consideración.
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Toma chango tu planeta
Ernesto Diesmartínez

Esta es la historia de un científico irresponsable que por no soportar los cambios en su vida, cambió el mundo entero. Esta es la historia de un esclavo que, ¿habrá leído a Camus?, ha aprendido que para rebelarse hay que decir que no.
Se trata de El planeta de los Simios (R)Evolución (Rise of the Planet of the Apes, EU, 2011), la esperada precuela de la clásica cinta de ciencia ficción de 1968 protagonizada por Charlton Heston.
Aunque podría alegarse que esta película es una re-elaboración de la cuarta entrega de la saga original, la B-movie La conquista de el Planeta de los Simios (Thompson, 1972), el capcioso guión de Rick Jaffa y Amanda Silver replantea toda la historia como si sólo hubiera existido el primer filme –al que se cita, ingeniosamente, por cierto, en más de una ocasión.
Así, el origen de la rebelión simiesca se explica por cierta droga experimental que el joven científico Will Rodman (James Franco) ha creado para curar el Alzheimer de su anciano padre gagá (John Lithgow).
Cuando Will administra esa sustancia a Caesar, un pequeño chimpancé que ha criado/adoptado como hijo/mascota, el simio de marras resultará un ser más inteligente que toda nuestra clase política junta.
En la segunda parte seremos testigos, entonces, de la rebelión de Caesar en contra de nosotros, los (in)humanos que irresponsablemente decidimos sobre todo aquello en lo que no tenemos derecho.
La revolución de estos peludos secuestrados/torturados/desposeídos se convertirá en un emocionante espectáculo visual, sin que en ningún momento se pierda el origen moral de la rebelión. Si le dimos a Caesar una conciencia, ¡por qué nos extrañamos que la use?
Sin duda, parte de su éxito radica en la captura digitalizada del movimiento, la tecnología a través de la cual Andy Serkis encarna al complejo, orgulloso y resentido Caesar, el personaje más interesante de la cinta.
Estamos ante la más reciente generación de efectos especiales y el uso de ellos impresiona de verdad. Pero esta tecnología sería nada sin el talento de Serkis, quien ha creado un personaje genuinamente carismático. De una vez advierto: si Serkis no es nominado al Oscar, eso sí sería una auténtica “changadera”.
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Vampiros como Dios manda
Ernesto Diesmartínez

Al inicio de Noche de miedo (Frigh night, EU-India, 2011), palomero remake de la bien recordada cinta ochentena La noche del espanto (Holland, 1985), los otrora mejores amigos Ed (el inolvidable “McLovin Christopher Mintz-Plasse) y Charlie (Anton Yelchin) empiezan a discurrir por qué Charlie no cree que su nuevo vecino Jerry (Colin Farrell), sea un vampiro, como lo afirma histéricamente Ed.
En cierto momento de la discusión, Ed le dice a Charlie que sí, que Jerry es un chupasangre, una criatura de la noche, un depredador feroz y sin entrañas, nada que ver con los vampiros ñoños y romantocoides de la saga para féminas adolescentes Crepúsculo (2008-2012).
Y, en efecto, lo más refrescante de Noche de miedo es ver, de nuevo y en pantalla grande, un vampiro hecho y derecho: Collin Farrel exuda seguridad, fuerza, sexualidad y peligro. Nada de besitos en la mano ni miraditas románticas: este vampiro va por sangre, mujeres y cuellos.
La trama, adaptada por la especialista Marti Noxon (productora/guionista de innumerables capítulos de Buffy, la Cazavampiros/1997-2002), permanece fiel en líneas generales a la historia original, aunque aquí la acción empieza casi de inmediato, pues el vampiro de Farrell es poco sutil: tiene prisa y no se anda por las ramas.
La elección de Las Vegas para la ambientación de este refrito es inspirada. ¿Cómo no se le ocurrió a nadie antes? En Las Vegas hay mucha población flotante, la gente sale de los casinos de noche y luego duerme durante el día: el lugar perfecto para que un vampiro se alimente como Dios manda.
También el reparto de esta nueva versión es muy bueno, incluso mejor que el del filme original, a excepción del personaje clave del “mata-vampiros” Peter Vincent, interpretado en 1985 por Roddy McDowall y en esta versión por David Tennant.
No es culpa de Tennant, pero su personaje es el más apagado de todo el filme. En lugar de ser un viejo actor de películas de vampiros, el nuevo Peter Vincent es un vulgar, grosero y alcohólico “ilusionista” que tiene un chatísimo espectáculo “vampiresco” en algún casino de Las Vegas.
Por todo lo anterior, resulta ser mala competencia para el encantador McDowall, que terminaba robándose la película de 1985. Aquí, la verdad, Tennant hasta estorba.

martes, 20 de septiembre de 2011

La visión de los vencidos

La emoción inunda el aire. Hoy inicio mi nuevo curso sobre vampiros en el Centro Nacional de las Artes. Pero aún hay tiempo de finiquitar asuntos pendientes.
El reinicio –o reboot- de una franquicia cinematográfica se debe a dos razones fundamentales: porque en otro momento demostró ser un negocio redituable para los grandes estudios o porque cayó en desgracia (y de la gracia del público). En ese sentido es una especie de deslinde de responsabilidades, como ocurrió con la fallidísima Spiderman 3 (Sam Raimi, 2007). En el mejor de los casos porque su historia tiene lecturas inagotables, dignas de explorarse en la época actual. Así sucede con la espléndida novela del francés Pierre Boullé, El Planeta de los Simios (1963), la cual fue llevada con maestría –aunque estaba muy lejana del relato original- por Franklin J. Schaffner en 1968. Sobra decir que la cinta es indispensable para todos los amantes de la ciencia ficción (que desprendió secuelas, series de televisión y un remake) y un referente en la cultural popular que ha sido homenajeada –incluso- por la familia Simpson. La obra de Boullé critica notablemente la estructura de la sociedad occidental a través de una especie muy semejante al hombre (los primates del título), del mismo modo que George Orwell lo hiciera años antes en Rebelión en la Granja (1945). Tras su colorida alegoría, realiza una sentencia que tiene mucho sentido (lamentablemente) para la especie animal: “todo lo que camina sobre dos pies, es enemigo”.
Esto podría aplicarse a El Planeta de los Simios: (R)evolución (Rise of the planet of the Apes, Rupert Wyatt, 2011). La cinta puede leerse como una precuela de la historia (fílmica) original, pero a la vez  es un reinicio. Narra el drama de Will Rodman (James Franco, más lúcido que en la pasada entrega del Oscar), un científico de la farmacéutica Gen-Sys quien trata de desarrollar una cura contra el Mal de Alzheimer (de la cual se beneficiaría su propio padre). Pero no todo es noble. El camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones, dice siempre un querido amigo. Como sucede en el desarrollo de muchos medicamentos y productos para el consumo humano, las compañías realizan pruebas preliminares en animales, en este caso en chimpancés. Luego de administrar el fármaco en la bella Ojos Brillantes, Rodman advierte un prodigioso aumento en su inteligencia. Pero súbitamente la chimpancé entra en un frenesí que obliga a sus captores a sacrificarla y terminar la investigación. Luego Rodman advierte la causa del arrebato: sólo quería proteger a su cría, un pequeño chimpancé al que el científico bautiza como César y que, en apariencia por remordimiento pero más maravillado porque su madre le transmitió su intelecto superdesarrollado, toma bajo su protección. César crece y advierte las enormes diferencias entre él y los humanos. “¿Soy una mascota?”, le pregunta a Will, su “padre”. La incomprensión del hombre lo lleva al encierro. Ahí se da cuenta de la opresión de que su especie es objeto, como el maltrato del malvado cuidador Dodge (Tom Felton, alias Draco Malfoy en la saga de Harry Potter). “Simios estúpidos”, le dice a César el sabio orangután Maurice (en lenguaje de señas) al ver el sin sentido en que viven sus congéneres. Se da cuenta del poder que pueden tener si están unidos, y lo demuestra con lo difícil que es romper un puñado de ramas. Así, César les administra la droga y comienza la revolución.
Uno de tantos aciertos del libreto de Rick Joffa y Amanda Silver es hacer evidente que los simios (al igual que ningún animal) no son malos. Ese sentimiento es exclusivo del hombre. César no busca vengarse, sino rescatar a los suyos del zoológico de San Francisco y del laboratorio para refugiarse en un santuario. Cuando un gorila está a punto de atacar a un policía indefenso, César lo detiene, a pesar de que éstos tienen órdenes de matarlos. Minutos después el mismo gorila da su vida para proteger a su líder, acto genuino de lealtad y heroísmo. Los simios no buscan diseminar la droga (que tiene efectos mortales en los humanos) que eventualmente asegurará su lugar como la especie dominante del planeta.
La cinta tiene muchos guiños para los aficionados. No sólo el protagonista principal (que de ninguna manera es James Franco) tiene el mismo nombre que llevara Roddy McDowall en La conquista del planeta de los Simios (J. Lee Thompson, 1972) y Batalla por el Planeta de los Simios (Arthur P. Jacobs, 1973), hijo de Cornelius (el mismo McDowall) y Zira (Kim Hunter), personajes fundamentales de la cinta original (la de 1968). César aparece armando un modelo a escala de la Estatua de la Libertad. Conocemos también una noticia televisiva sobre el viaje espacial de la nave Icarus (la misma de Charlton Heston). Y el guiño más notable: la línea “¡Quítame las garras de encima, simio inmundo!” ahora en voz de Felton, cuyo destino debió tener su más notorio papel. Y hay más. La escena donde el poco escrupuloso Jacobs (David Oyelowo) entra a su compañía, no dejó de recordarme a Los pájaros (1963) de Alfred Hitchcock.
En apariencia el primer aspecto que brilla en la película son los elaborados efectos de Weta digital, la compañía de Peter Jackson. De hecho es la primera cinta de la serie que los usa (en todas sus anteriores los simios fueron encarnados por actores maquillados). De ellos el más notable es César, al que da vida el actor Andy Serkis (el mismo que hiciera al Gollum en El Señor de los Anillos y al gigantesco King Kong, ambas del propio Jackson) gracias a la técnica llamada Motion capture. Se habla incluso de una nominación al Oscar para Serkis por su excepcional trabajo. A pesar de lo sorprendentes que resultan, los efectos están al servicio de la historia, no son su sustento. 
Más allá, la historia tiene relevancia en una época en que por más que se defiendan los derechos de los animales continúan ocurriendo grandes atrocidades. Es inevitable ligar a esto una lectura política, de opresión y, por qué no, un mensaje sobre la paternidad responsable. Al igual que la criatura de Frankenstein, César no pidió ser dotado de intelecto y conciencia. Al final triunfa la irracionalidad del hombre y ésta lo conduce irremediablemente a su exterminio. Todo lo anterior, como dijo alguna vez mi amigo Rafael Aviña, en una cinta deslumbrante de principio a fin.
De esta cinta seguiré hablando en la versión podcast de Horroris causa con mis cofrades Pablo Guisa, Antonio Camarillo y mi buen amigo Carlos del Río. Ahí nos escuchamos.  

lunes, 12 de septiembre de 2011

La pesadilla interminable

No tenía intención de escribir sobre el tema, pero no puedo evitarlo. Prácticamente todo el pasado fin de semana, la televisión revivió los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. El recuerdo es imborrable. Todos podemos relatar lo que hacíamos en ese momento al enterarnos de la noticia (yo acababa de llegar a mi entonces oficina en los Servicios Periciales de Iztapalapa cuando José Gutiérrez Vivó dio la nota en el desaparecido noticiero Monitor). A lo largo de los años hemos visto cientos de veces las imágenes de los dos aviones estrellándose contra las torres del World Trade Center. Hemos visto idénticas ocasiones el espectacular incendio que causó en ellas, con docenas de personas arrojándose al vacío desde los pisos superiores para escapar de las llamas. Hemos visto los dos edificios colapsarse en medio de una gigantesca nube de polvo y escombros. Conocemos, gracias a la impresionante cobertura que los medios informativos dieron al suceso, los testimonios de cientos de testigos y víctimas. Pero el hecho no deja de ser sobrecogedor. En un momento donde las noticias terribles se han convertido en algo cotidiano en nuestra sociedad y donde la historia nos demuestra que tal vez no es la mayor tragedia que ha conocido la raza humana, los efectos en la memoria y sentir de la sociedad occidental son no tienen  precedentes. Esa es la esencia del auténtico horror. Lo que más me impresionó fueron los videos tomados por transeúntes donde los bomberos de la Ciudad de Nueva York contemplaban, con miedo e incredulidad evidentes en sus rostros, las dimensiones de la conflagración y a pesar de ello se internaron en el infierno en busca de ayudar a las víctimas. Eran –porque muchos no sobrevivieron- hombres con familias y sueños, con motivos para vivir. Mayor expresión de heroísmo, imposible.
Con orgullo, el Presidente de Estados Unidos anunció hace unos meses la muerte del responsable intelectual de la masacre, Osama Bin Laden, líder de la organización terrorista Al Qaeda que, irónicamente, gozó del apoyo de anteriores administraciones estadounidenses. Por ello se han hecho las más variadas teorías de conspiración gubernamental. No discutiré sobre su posibilidad o imposibilidad (de los Gobiernos puedo esperar todo), ni si el pueblo estadounidense merecía el atentado tras cientos de años de abusos contra otras culturas, ni compararé la magnitud del hecho respecto a otras desgracias, como la que actualmente vivimos en nuestro país. Las muertes sin sentido son abominables aquí, en cualquier época, en cualquier lugar.
Inevitablemente las bellas artes se nutrieron del suceso, sea como un tributo a las víctimas o como un homenaje póstumo a los cientos de héroes que la enfrentaron. El cine trató de capturar el episodio en cintas como Vuelo 93 (Paul Greengrass, 2006) y Las torres gemelas (Oliver Stone, 2006). Pero mucho antes de estas cintas, el complejo de edificios ocupó un lugar importante en la industria fílmica estadounidense como símbolo y representante de la más grande de sus ciudades, de la capital del Imperio. Las escaló un gigantesco y popular gorila en King Kong (John Guillermin, 1976), fueron vistas en Los Cazafantasmas (Ivan Reitman, 1984) y destruidas por invasores extraterrestres en Día de la Independencia (Roland Emmerich, 1996), las visitó el insoportable Kevin McAllister (Macauley Culkin) en Mi pobre angelito 2, perdido en Nueva York (Chris Columbus, 1992) e incluso usadas por El Hombre Araña (Sam Raimi, 2002) para tender una red que atrapara un helicóptero piloteado por asaltabancos, en un trailer que se suprimió tras los atentados.
El lugar que ocuparan las Torres, conocido como la Zona Cero, fue elegido por Guillermo del Toro y Chuck Hogan en su novela Nocturna  como guarida y nido del Amo, el malvado vampiro Jusef Sardú. Cuando su protagonista, el epidemiólogo Ephraim Goodweather, preguntó a su guía y mentor Abraham Setrakian por qué había elegido ese lugar, el anciano respondió: “Porque se sintió atraído. Los topos construyen sus madrigueras en los troncos muertos de los árboles caídos. La gangrena nace en las heridas. Sus orígenes están en la tragedia y el dolor”.
Pero el momento que mejor captura el deseo del pueblo estadounidense –que la desgracia nunca hubiera ocurrido- ocurre la escena final de la primera temporada de la teleserie Fringe. La agente Olivia Dunham (Anna Torv) discute con William Bell (Leonard Nimoy), fundador y propietario de la siniestra Massive Dynamics y éste le pregunta si tiene conciencia dónde se encuentra. La cámara se aleja y revela que ocupan una oficina en la Torre Sur del World Trade Center. Evidentemente se trata de un universo paralelo, eje central del programa. Pero no estamos en otro lugar. Aún cuando así fuera, estoy seguro que habría desgracias de otro tipo.

martes, 6 de septiembre de 2011

Crisis de la mediana edad (de los guionistas) o la cosecha de remakes nunca se acaba.

Las personas de mi generación visitaron el país llamado infancia en la década de los ochenta. Fue un momento colorido, que muchos se afanan en satirizar (recuerdo por lo pronto el programa de televisión Horribles ochenta). La era de Ronald Reagan, Margaret Tatcher, los zapatos Top sailer, el grupo Flans, las hamburguesas Burger Boy, dejó una huella imborrable en la memoria en nosotros. Más allá, todos recordamos el infame terremoto que azotó México una mañana de septiembre de 1985, cuyo efecto aún se siente en nuestros días. Ese mismo año brilló en la cartelera estadounidense una modesta película de horror, tan frecuentes en ese entonces (por esos años nacieron Freddy Krueger y Jason Voorhees) titulada Fright Night (los genios mexicanos del subtítulo le pusieron, adecuadamente, La hora del espanto), escrita y dirigida por Tom Holland. En honor a la verdad (y se que muchos se me lanzarán al cuello), no es una gran película. Su historia es convencional y su vampírico protagonista (Chris Sarandon) no deja de recordarme al cantautor Sergio Fachelli. Pero con el paso del tiempo, y en gran medida por la nostalgia, se ha convertido en un clásico, a la altura de especímenes muy superiores como El ansia (Tonny Scott, 1983), Al caer la oscuridad (Kathryn Bigelow, 1987) o Los muchachos perdidos (Joel Schumacher, 1987).
Buena parte de su éxito se debe, sin duda alguna, al intrépido cazador de vampiros Peter Vincent (Roddy McDowall), homenaje más que evidente a Peter Cushing, Vincent Price y las películas de la Hammer Films de la década de los cincuenta. La antigua estrella de cintas de horror –transformado en un presentador de televisión como Elvira, la Reina de las Tinieblas (Cassandra Peters)- es su mejor aportación, la que le otorgó perdurabilidad. Es cierto que tiene elementos divertidos como la mojigata Amy (Amanda Bearse) y el truculento Evil Ed (Stephen Geoffreys) que se transforma en lobo, y toca temas muy en boga en ese momento (como la sexualidad responsable entre los jóvenes y el divorcio), pero ello no es suficiente para recordarla. Necesitamos la presencia de Peter Vincent.
En unos días se estrenará su inevitable remake, tema que tanto he discutido en este espacio, con Collin Farrell como el vampiro Jerry Dandridge y David Tennant como Peter Vincent, personaje ahora influenciado –según los avances que he visto- por fenómenos televisivos contemporáneos como el escapista Chris Angel y la cultura dark. Esta tendencia –el remake- ha ocupado enormes espacios de este blog. Nos pone al tanto de la falta de creatividad de Hollywood para experimentar con nuevas historias que revitalicen al vampiro y nos hace concientes del paso del tiempo. Sólo resta esperar hasta su estreno.