jueves, 24 de febrero de 2011

¿El cisne negro puede considerarse una película de horror?

Luego de ver el sexto largometraje de Darren Aronofsky, El cisne negro (2010), abandoné la sala de cine con una sensación que oscilaba entre el horror y la fascinación: la primera por la fina línea que separa la disciplina de la obsesión y sus nefastas consecuencias y la segunda por la actuación de Natalie Portman, quien –sin haber visto el trabajo de sus contendientes- merece ganar un Oscar por su encarnación de Nina, una bailarina de ballet consumida por su búsqueda de perfección. Este tema –el de los límites de la obsesión- es uno de tantos territorios que explora el género horrorífico. Ya advirtió Ducard (Liam Neeson) a mi héroe en su renacer fílmico (Batman inicia, Christopher Nolan, 2005): “la obsesión y la sed de venganza pueden consumirte, hacer que el recuerdo de un ser amado se vuelva veneno en las venas”. En este caso, la obsesión puede volverse contra tí mismo. Ejemplos sobran. En su relato clásico El extraño caso del Dr. Jekyll y Míster Hyde, Robert Louis Stevenson sigue el descenso a la oscuridad de un eminente victoriano en aras del conocimiento. Jekyll se vale de una droga –que Stevenson tiene el acierto de nunca revelar- para desdoblarse en su otro yo, para liberarse de las ataduras y dar rienda suelta a sus instintos. Nina busca liberarse de su relación con su asfixiante madre (Barbara Hershey) y obtener un papel que ella y sus condiscípulas codician. Y lo logra, pero paga un precio muy alto. Consigue –literalmente- desdoblarse en el personaje del título de la película.
La cinta, que definitivamente puede apreciarse como una historia de horror, es muy disfrutable aunque puede ser una tortura para todos aquellos padres cuyas hijas estudian ballet.

lunes, 21 de febrero de 2011

Crítica sangrienta

En complemento a mi entrada anterior, transcribo lo que mi amigo Rafael Aviña escribió sobre la versión estadounidense de Déjame entrar el pasado viernes 21 de enero de la sección Primera fila del diario capitalino Reforma.


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Revivir el terror
Rafael Aviña

Déjame entrar (2008), original película sueca de Tomas Alfredson inspirada en la novela homónima de John Alvijde Lindqvist, presuponía una refrescante revisión al mito fílmico vampírico en un momento en el que Hollywood apostaba por cursiladas de fórmula como la saga Crepúsculo.
En ese sentido, la nueva versión estadounidense resulta atractiva, no tanto por los cambios, que en realidad son mínimos –la relación entre Abby y su supuesto padre-, o sus secuencias de acción gore poco más sangrientas que la original, o su ritmo más intenso, sino por las aportaciones al género que una producción europea de bajo imponía al mercado hollywoodense.
Resulta interesante también el hecho que Déjame entrar (Gran Bretaña-Estados Unidos, 2010) marca el regreso de la mítica compañía inglesa Hammer Films, especializada en películas de horror y fantasía y del joven realizador Matt Reeves, responsable de Cloverfield. Monstruo, hiper estilizada, subversiva y muy entretenida revisión del cine de terror paranoico de los años 50, pero desde la perspectiva de ese malestar posterior al 11 de septiembre a medio camino entre Godzilla y El proyecto de la bruja de Blair.
El gélido escenario del complejo de departamentos de Estocolmo, es trasladado a un lugar muy similar en Nuevo México a principios de la década de 1980, con un reparto muy competente en particular sus protagonistas infantiles.
Ahí se desarrolla la historia de Owen (Smit-McPhee de El último camino), un niño solitario con problemas de comunicación cuyos padres están en proceso de divorcio, objeto de abuso por parte de algunos de sus compañeros y la conmovedora relación que sostiene con Abby (Chloë Moretz, Kick-Ass), una extraña niña recién mudada al vecindario que vive con su padre (Richard Jenkins), huele mal y parece no tener nunca frío.
Al mismo tiempo, empiezan a ocurrir una serie de brutales asesinatos que la policía atribuye a un culto satánico.
Se trata sin duda de un remake bastante digno y realizado con eficacia que aprovecha la paranoia política reaganiana de los 80 y el desafoque y los escenarios en penumbra como una propuesta estética para sugerir mayor violencia.
Hay momentos de enorme intensidad como la escena final en la piscina o el instante en que Owen no permite la entrada a Abby a su hogar, en un filme válido a su vez por temas cotidianos como la marginación infantil y el tan de moda bullying escolar.

jueves, 17 de febrero de 2011

Pase usted

Quien no pertenece a la naturaleza tiene, si embargo, que obedecer ciertas leyes naturales, aunque no sepamos por qué. No puede entrar en ningún lugar a la primera intención, a menos que alguien de la casa le pida que entre. –Drácula, Bram Stoker (1897).
Un remake como Déjame entrar (Matt Reeves, 2010) puede inflamar el ánimo de más de uno. Y más si apreció profundamente, como yo, su grandiosa versión original (Tomas Alfredson, 2008). La reelaboración puede poner de nuevo en la mesa el tema de la falta de originalidad de la industria cinematográfica estadounidense, su voracidad ante fenómenos de otras latitudes –Japón y España son las primeras víctimas que me vienen a la mente- y su validez como aportación al cine de horror. ¿Era realmente necesario un remake de Déjame entrar? Las personas que vieron ambas películas tienen opiniones encontradas. Por un lado están las posturas puristas, que defienden a ultranza la original, y los que abrazaron gratamente la nueva y aseguran que es tan buena como su predecesora. Esta controversia se debe a que la película sueca es, en mi humilde opinión, la mejor cinta de vampiros en los últimos 20 años, una bocanada de aire fresco –que es a su vez fiel a la tradición- en medio de especimenes como Crepúsculo y su clon televisivo Vampiro Diaries.
En algún momento comenté que ambas cintas se basan en la novela homónima del escritor sueco John Alvijde Lindqvist (Edhasa, 2008) y cuenta la relación entre OskarOwen en el remake hollywoodense-, un niño que sufre la separación de sus padres, padece enuresis, bullying y es aficionado de la nota roja –así comenzaron muchos asesinos en serie-, y EliAbby en el remake hollywoodense-, una niña vampiro. Lo primero que debo decir a favor de la película gringa es que el propio Lindqvist, luego de verla, se declaró el escritor más feliz del planeta: “soy autor de una novela que ha inspirado dos maravillosas películas”. Y es que debemos ser justos, la nueva Déjame entrar es una cinta muy disfrutable y no me decepcionó en lo más mínimo. Su reparto –de rostros desconocidos, salvo Elias Koteas y Richard Jenkins- es competente, al igual que su puesta en escena, fotografía y la inspirada partitura de Michael Giacchino. Añade algunos detalles simpáticos, como el contexto reaganiano, los caramelos Now and later -algo así como los Sugus- y la euforia por el cubo de Rubik, tan característicos de los 80. Es cierto que tiene aspectos de los que podría prescindir –como esos efectos digitales en el ataque al peatón o el rostro deformado de la niña cuando es presa del ansia-, pero algunos notables como el voyeurismo tipo Jimmy Stewart de Owen (Kodi Smit-McPhee), el rostro desenfocado y a veces fuera de cuadro de su madre –un recurso que nuestro compatriota Carlos Enrique Taboada empleó con gran eficacia en Veneno para las hadas (1984)- o el contacto exclusivamente telefónico con su padre alcohólico: en la vida del niño, como en la trama, sus progenitores son figuras anuladas, inexistentes.
Segmentar la historia, lineal en su forma original, es una licencia que tomó el director/guionista Reeves y no afecta el resultado, quizá un toque que pretende cierta originalidad. Fuera de lo anterior, la amistad improbable entre los dos niños continúa como eje narrativo. Abby (Chloë Grace Moretz) es un personaje perturbador, no sólo por su bestialidad disfrazada de inocencia, sino por su necesidad de un protector en las horas diurnas y un proveedor eficiente de alimento. Porque para mí, desde el primer momento en que habló con Owen, la niña vio a un sucesor potencial de su “padre”. La película de Reeves pretende ofrecer más datos sobre la relación entre ambos, aunque desaprovecha los apetitos pedófilos del personaje tal como los plantea Ajvide Lindqvist en la novela, así como el tortuoso pasado de la niña vampiro –de profundizar en él tendríamos cintas muy diferentes- y sus recursos económicos. Y ya que la policía relaciona los asesinatos cometidos por el “padre” de Abby con un culto satánico, me hubiera gustado que explotara la fascinación de Owen por la nota roja periodística, quizá con recortes de las “obras” de populares asesinos de los 80, época tan abundante en perturbados de esta clase –Henry Lee Lucas fue aprehendido el 11 de junio de 1983 y procesado en Texas, por ejemplo-. Y ahora hablemos de omisiones (respecto a la cinta original). Reeves decidió eliminar una escena estupenda, la de la desafortunada Virginia –víctima de los apetitos de Eli y vampiro en proceso de conversión- atacada por los gatos de su vecino, quienes advertían el cambio que obraba en ella.
Para finalizar, la Déjame entrar de 2010 es una cinta correctamente elaborada, un remake lindo pero innecesario. Algo que se agradece es que, siendo una película distribuida por un gran estudio, dejó de lado la voracidad comercial –en esta ciudad de México salió de cartelera tres semanas después de su estreno-. Resuena en mi cabeza la sentencia de mi amigo Jorge Grajales: “si no está roto, no lo compongas”. Disfruté ambas películas, cada una por méritos propios. Pero al final, me quedo con la versión sueca. Ésa no tiene nada que pueda cuestionarle.

lunes, 14 de febrero de 2011

Los impertinentes deben morir

[…] Los demás protagonistas, en cambio, no dan pie con bola, y hacen una serie de cosas que a nadie se le ocurriría hacer sabiendo que la película es de vampiros: caminar por el bosque a la media noche, entrar en los cementerios, andar jaloneando tumbas, meterse en un castillo medieval sin encender la luz, dormir con la ventana abierta, darle la espalda a unos cortinajes de brocado, colgar de la pared cuadros de difuntos dientones… Como tenía que ocurrir con tanto descuido, alguien aparece desangrado y con los dos típicos colmillazos en el pescuezo. –Vida de los vampiros, Jorge Ibargüengoitia.

Uno de los lugares más comunes de muchas películas de horror son los adolescentes impertinentes, quienes realizan todo tipo de acciones que pueden despertar la furia del monstruo en turno. Para ilustrar el punto, piensen en aquellos jovencitos que se metieron a protagonizar un reality show en la casa del psicópata Michael Myers en Halloween: la resurrección (Rick Rosenthal, 2002), los púberes de Camino hacia el terror (Rob Schmidt, 2003) o la pareja de Silencio en el lago (James Watkins, 2008). En todos los casos, y en muchos otros más, las consecuencias son nefastas. Y así tenía que ser. Sobre la secuela de Halloween que acabo de mencionar, un crítico –no recuerdo si fue Ernesto Diezmartínez o Rafael Aviña- dijo en su momento: “si la Chiva, el Pato y la Mapacha se metieran a mi casa, yo también les caigo a cuchilladas”.
El esquema fue presentado, con mejor fortuna, en 2000 maniacos (Herschell Gordon Lewis, 1964), La masacre de Texas (Tobe Hooper, 1974) o Las colinas tienen ojos (Wes Craven, 1977). Para ser justo, los cineastas anteriores no descubrieron el hilo negro. Ofrecer información sobre los peligros a los que está sometido un personaje –sin que éste lo sepa- es un recurso que podemos localizar en numerosos relatos de fantasmas del escritor victoriano Montague Rhode James. Es exitoso porque cuando el lector –el espectador en el caso del cine- tiene plena conciencia de estos peligros, logra involucrarse de mejor manera con el personaje y con la historia. Pero hay una diferencia abismal entre los personajes de James, todos hombres cultos y racionales, y los jovencitos de tantas películas contemporáneas. Todos los excesos son malos. Para confirmarlo vean Freddy contra Jason (Ronny Yu, 2005). Los intrépidos adolescentes suben a una camioneta a un inconsciente y monumental Jason Voorhees para llevarlo hasta Cristal Lake y a su inevitable confrontación con Freddy Krueger (porque sin el duelo, el título de la película no tendría sentido). Al final, sólo dos de ellos sobreviven. Y era de esperarse. ¿Quién, en su sano juicio, se atrevería a dar respiración boca a boca al gigante asesino? Como dicen las abuelas, el que busca, encuentra.
En muchas ocasiones, los jovencitos impertinentes son masacrados mientras celebran un acto sexual, a veces en el lugar más inoportuno, como aquella pareja que huye de unos terribles zombis pero hace una pausa para “conocerse” –como se decía en la antigüedad- sobre una lápida en Las noches eróticas de los muertos vivientes (Joe D´Amato, 1979). En la década de los ochenta –en plena administración de Ronald Reagan- los señores Krueger, Vorhees y Myers se convirtieron en guardianes de las buenas costumbres y la sexualidad responsable: el que fornica, muere. Wes Craven se mofó de esta convención en Scream (1996). Pero ese será un tema que trataré en otra ocasión.
Para finalizar una infamia más, muy a tono con el día de los enamorados. En el remake de Sangriento San Valentín (Patrick Lussier, 2009), la valerosa Sarah, después de sufrir un aparatoso accidente de tránsito, corre por su vida por un bosque desolado y se refugia en una casucha derruida y siniestra, que resulta ser la vivienda veraniega del asesino. Lo dije en otro momento: ¡coherencia, por favor!

jueves, 10 de febrero de 2011

Legítimas aspiraciones, o un duelo de poder a poder.

El Internet es una maravilla. No sólo por el infinito cúmulo de información que puede ofrecernos. Es amigo de la ansiedad del devorador de series de televisión: nos ofrece la posibilidad de ver programas antes de su estreno en la televisión latinoamericana. Ayer vi el final de la cuarta temporada de las aventuras de Dexter Morgan, personaje del que he platicado ampliamente. Lo primero que debo decir es que superó mis expectativas después de una tercera temporada que no fue de mi entero agrado. No es que fuera mala. Su conflicto general –la necesidad de aceptación y pertenencia del héroe-, es legítimo desde su punto de vista y parte esencial de su máscara de sanidad. Para mimetizarse en la sociedad Dexter llevó un paso adelante su relación sentimental, asumió el rol de padre sustituto y, eventualmente, engendró un hijo natural. Ante esta abrumadora carga de deberes era inevitable que necesitara alguien ante el cual exhibir su verdadera naturaleza. Lo hizo ante el fiscal de distrito Miguel Prado(Jimmy Smiths), hombre próspero y estable que representaba un modelo para el protagonista pero no era todo lo que aparentaba.
En la cuarta temporada Sánchez fue sustituido por Arthur Mitchell (John Lithgow, quien ganó un premio Emmy por su interpretación), un feliz padre de familia, diácono local y benefactor de los desamparados que oculta un terrible secreto. Él, como Dexter, es un asesino en serie. Fue bautizado como Trinity por el cazador de psicópatas Frank Lundy (Keith Carradine) debido a su atroz modus operandi a lo largo de 30 años: asesinar a sus víctimas en grupos de tres. Si Sánchez fue una guía atractiva para Dexter, Mitchell es su par, el ejemplo para lograr el matrimonio ideal entre su carrera homicida y su vida social. Para el anecdotario, este tipo de papel no es extraño para Lithgow, pues ya interpretó a un desquiciado en Demente (1992) de Brian de Palma.
Lo que no me gusta es que Dexter, en el intento de construir su fachada, se humaniza a partir de ella. Para mí es un asesino sin sentimientos, una máquina perfecta de matar semejante a un tiburón blanco. Agotado por su rol de padre, sufre un accidente de tránsito y comete los errores que esperaríamos de un ser humano. Creo que él está más allá de eso, pero concedo que a la vez nos acerca más a él. Nos mantiene en una continua angustia.
Lamentablemente no todo resultó como Dexter esperaba. En la escena final de la temporada advierte respecto a su vástago, mientras se aferra a él, una realidad fatal: “ambos nacimos en sangre”. En la reflexión está implícita la vulnerabilidad a la que lo hace susceptible su parte humana y que será sin duda el eje de su quinta temporada. ¿Cuál es el futuro al que puede aspirar un personaje como Dexter? Lo descubriremos en los nuevos episodios, que por cierto están también disponibles en Internet.

martes, 8 de febrero de 2011

Cuatro motivos para no odiar a la BBC

El malestar que en muchos produjeron los comentarios de los conductores de un programa de la British Broadcasting Company es más grande de lo que pensé. El incidente, casi un conflicto internacional –Radio educación promovió un boicot al que renunció pues le eran indispensables muchos de sus contenidos-, me recuerda la tendencia que tenemos a generalizar. Las opiniones expresadas en Top Gear no representan a toda la cadena, mucho menos al pueblo inglés, en el mismo sentido que no todos los servidores públicos –pues como saben trabajo para el gobierno de esta ciudad- somos corruptos, ni todos los conductores del trasporte público son unos cafres descorteces. A la BBC, empresa pública fundada en 1922, siempre tendré una especial estima. Sus programas, todos de una producción impecable, están dirigidos a un público sensible e inteligente. En lo que nos concierne, la fantasía y el horror, mencionaré algunos ejemplos que bien pueden disminuir –incluso desaparecer- cualquier malestar.

1. La adaptación de El sabueso de los Baskerville (David Attwood, 2002), con Richard Roxburgh (el Drácula de Van Helsing y el Moriarty de La liga extraordinaria) como Sherlock Holmes, el príncipe de los detectives. Algo digno de celebrarse, es que la BBC ha adaptado incontables obras literarias inglesas, con respeto a la fuente original y los mejores valores de producción. A este esfuerzo siguió Sherlock Holmes y el caso de las medias de seda (Simon Cellan Jones, 2004), ahora con Rupert Everett (el amigo gay de Julia Roberts en La boda de mi mejor amigo) como Holmes. La aparición del actor Ian Hart (el profesor Quirrell de Harry Potter y la piedra filosofal) como el Dr. Watson os permite verlas como una serie. Esta película, escrita también por Alan Cubitt, no está basada directamente en un relato de Arthur Conan Doyle y contiene un detalle curioso: al detective le obsequian un ejemplar de Psicopathia sexualiis, el libro canónico sobre desviaciones sexuales de Richard von Krafft-Ebing, pieza importante en la resolución del misterio.
2. La película El extraño caso de Sherlock Holmes y Arthur Conan Doyle (Cilla Ware, 2005), una historia conjetural sobre los eventos que llevaron a Arthur Conan Doyle (Douglas Henshall) –abrumado por la fama, la muerte de su padre, la enfermedad de su esposa y la necesidad de explorar otros territorios- a asesinar a su personaje más notable. Selden (Tim McInerry), un misterioso biógrafo, lo ayuda a enfrentar sus demonios y a sanar el hueco en su corazón, con el resultado más afortunado para todos: El sabueso de los Baskervilles, la resurrección de Sherlock Holmes. Uno de los muchos aciertos de la cinta es la aparición de Joseph Bell (Brian Cox, magnífico), mentor y maestro de Doyle en sus días de estudiante y modelo más fuerte en la creación de su personaje, y las continuas alusiones a Sydney Paget, ilustrador de cabecera de las mejores aventuras de Holmes.
3. La serie de televisión Jekyll (2007), escrita por Steven Moffat y basada en el clásico de Robert Louis Stevenson. En nuestros días, Tom Jackman (James Nesbitt, brillante) es un médico prominente, un feliz padre de familia y un descendiente directo del Dr. Henry Jekyll que no puede escapar de los lazos familiares. Tampoco de una malvada empresa de biotecnología (Klein and Utterson, en un homenaje a un importante personaje del relato original) que busca apoderarse de sus secreto. Lo más destacado es que, sin una pizca de maquillaje, el protagonista logra un desdoblamiento convincente, como lo hiciera en su momento John Barrymore en la adaptación silente de la novela. Y no pierdan de vista a un personaje importante en la trama: el propio Stevenson.
4. La serie de televisión Whitechapel (2009), una ingeniosa puesta al día de los crímenes de Jack el destripador. La historia de Ben Court y Caroline Ip pone en duda la capacidad de la policía contemporánea, con todos sus avances metodológicos y científicos, para atrapar a un asesino semejante. Acaba de estrenarse una segunda temporada, ahora basada en la carrera delictiva de los gemelos Reggie y Ronald Kray, dos figuras prominentes del mundo criminal de los años 60.

Lo mejor es que en unos días, como somos una sociedad sin memoria, todo se habrá olvidado. Y al final, al que le quede el saco, que se lo ponga.

jueves, 3 de febrero de 2011

¿Zombis o infectados?

Fue una pregunta interesante que leí el otro día en el muro de Facebook del Festival Mórbido y seguramente un tema que se tratará en el futuro en la recién nacida versión en podcast de este blog.
Si nos atenemos al folklore y tradiciones afroantillanas, el término zombis –que posiblemente procede del congolés nvumbi o cuerpo sin alma, o de la voz nsumbi o demonio- sería más aplicable a los seres que aparecían en películas como Zombi blanco (Victor Halperin, 1932), Yo anduve con un zombi (Jacques Turneour, 1943), La plaga de los zombis (John Gilling, 1966) o La serpiente y el arcoiris (Wes Craven, 1988). Sin embargo la costumbre nos hizo asociarlo a los de cadáveres reanimados de La noche de los muertos vivientes (George Romero, 1968) cuando, por la forma en que éstos se transforman y es bien acotado en fuentes contemporáneas como Exterminio (Danny Boyle, 2002) o REC (Paco Plaza y Jaumé Balagueró, 2007), se denominarían mejor como infectados (del díptico REC, prefiero ver sólo la primera película). En la serie de historietas convertida en programa de televisión The walking dead, muy emparentadas con las anteriores, les dicen “caminantes”.
Es difícil combatir los hábitos, sin importar cuán inexactos sean. Cuando alguien está desvelado, actúa por inercia y no tiene deseos de hacer nada, le decimos “andas como zombi”. De hecho la palabra “zombi” –hasta donde recuerdo- nunca es pronunciada en la cinta de Romero ni en muchas otras. Somos nosotros quienes la atribuimos a los no muertos por la experiencia cinematográfica y su enorme similitud con los seres descritos en el folklore. El nombre es breve, contagioso e irresistible. Si bien son diferentes en muchos aspectos –su actuar, capacidades motrices, voracidad, y modo de creación-, ambos personajes coinciden en algo: su personalidad anulada, los zombis sometidos a la voluntad de otro y los infectados a sus instintos primarios. A éstos últimos los caracteriza su agresividad y son más atemorizantes en la era de las enfermedades infectocontagiosas, como la relativamente reciente alarma sanitaria por influenza AH1N1. ¿Recuerdan ustedes el panorama de la ciudad de México en aquellos días? Las calles estaban desoladas y las poquísimas personas que deambulaban por ellas usaban cubrebocas. Un escenario extraído de una película de horror.
Muchas fuentes no se molestan en aclarar su origen, como la propia obra fundacional de Romero. Y eso no es necesario. Los videojuegos y películas Resident evil los explican de una manera científica, como el producto de un virus inventado por el hombre. En estos términos, pueden relacionarse con los mitos de Frankenstein: la creación que termina por destruir a su creador.
Toda esta controversia no pone en duda su poder de convocatoria, potencial económico ni posibilidades narrativas. Ya hablé de las secuelas de las películas Tierra de Zombis y Exterminio, y de la adaptación de Guerra Mundial Z de Max Brooks. En lo personal, sean zombis, infectados o caminantes, siempre me referiré a ellos de la primera manera.