miércoles, 26 de junio de 2013

Crónicas del hombre de acero, segunda parte

La historia es por todos conocida, pero un reinicio exige visitarla de nuevo. En el lejano planeta Kripton, el científico Jor-El (Russell Crowe) y su esposa Lara Lor-Van (Ayelet Zurer) al borde de la destrucción de su mundo, envían a su pequeño hijo Kal-El a la salvación. Ella tiene enormes reservas y anticipa lo obvio. “Será un marginado”. Él la corrige. “Lo considerarán un Dios”. El huérfano llega a la Tierra, a una pacífica comunidad rural (no recuerdo haber visto la palabra Smallville) del estado estadounidense de Kansas. El niño crece y descubre paulatinamente que es diferente al resto de sus compañeros. Sufre lo que hoy conocemos como bullying, pero aún así muestra señales tempranas del heroismo que le caracterizará. Al crecer, su padre adoptivo Jonathan Kent (Kevin Costner) le revela su origen y trata por todos los medios de advertirle de los riesgos de exponer sus poderes al mundo, mientras su madre Martha (Diane Lane) le inculca los mejores valores posibles. Aquí está el primer atractivo de El hombre de acero (Zack Snyder, 2013). El guión de David S. Goyer, urdido en contubernio con Christopher Nolan, incluye un deslumbrante prólogo en el mundo nativo del héroe pero presenta su formación terrestre en breves flashbacks, que de inmediato evoca lo que la dupla hizo en la reciente trilogía de Batman. Fue esto, junto con su impresionante éxito de crítica y taquilla, lo que abrió las puertas al proyecto. Ambos se propusieron el reto de aplicar este mismo enfoque a un personaje difícil de traer a nuestra realidad, sobre todo por el tono optimista y cándido que tenían sus aventuras originales. Y el resultado me dejó sorprendentemente satisfecho.
Al cumplir 33 años, como Jesucristo, Kal-El, quien recibió el nombre terreno de Clark Kent (Henry Cavill), viaja alrededor del mundo en busca de respuestas y en el proceso se da el tiempo para realizar hazañas extraordinarias. Llega al ártico, donde descubre una estación aislada enviada por su civilización. Ahí una proyección de su padre muerto le narra los últimos días de su raza y le advierte del malvado General Zod (Michael Shannon), un psicótico genocida aprisionado con sus seguidores -justo antes del Apocalipsis- en la dimensión estéril conocida como La Zona Fantasma. También conoce a la intrépida Lois Lane (Amy Adams), reportera del diario El Planeta, quien acompaña al comando militar que hizo el descubrimiento. Y de paso su padre le ofrece su icónico disfraz, un poco más oscuro de lo que conocemos y, como escuché decir a alguien, “con los calzones por dentro”. Pero no todo es miel sobre hojuelas. Zod escapa de su destierro y rastrea a su paisano hasta nuestro planeta con la intención de obtener información para reconstruir su mundo, literalmente, encima del nuestro.
Sigue un abrumador espectáculo de destrucción –que calculé duró más de 40 minutos y creo empata a lo que vimos en Los Vengadores (Joss Whedon, 2012)-, que comienza en el pueblo del héroe y se traslada a la gran ciudad de Metrópolis (símil de Nueva York), donde el jefe de Lois, Perry White (Laurece Fishbourne) y el resto de los ciudadanos emprenden el difícil reto de sobrevivir. Juntos, el héroe, la heroína y el País que le teme en un principio, emprenden una arriesgada ofensiva para derrotar al tirano. “Este hombre no es nuestro enemigo”, ordena a sus hombres el Coronel Hardy (Christopher Meloni). Al final, y eso es lo que muchos aficionados objetan, el héroe se ve obligado a hacer lo inimaginable.

Los huecos que tiene la historia pasan desapercibidos ante una producción impresionante, un sólido e inspirado ensamble actoral, una estupenda fotografía de Amir Mokri, una briosa partitura de Hans Zimmer y sobre todo una dirección precisa de Snyder, director que ganó mi simpatía por su buen desempeño en El amanecer de los muertos (2004), 300 (2007) y la estupenda Watchmen (2009). Visualmente deslumbrante, su trabajo me hizo respetar por vez primera a un personaje que nunca capturó mi atención. Bautizado por los medios de comunicación, su Supermán lucha con la reputación que arrastra desde tiempos de Christopher Reeve, aunque no deja de rendirle cierto homenaje (como vemos a un lado). Ahora no hay cabida para el buen humor. El único chiste lo dice al final una militar.
El Supermán de Snyder es dos veces huérfano. Para muchos esto parecerá cursi y contravendrá su naturaleza divina, pero es su parte humana la que puede generar interés. Origen más noble no puede tener: es hijo de un campesino. De ahí provienen sus valores. Cuando la milicia le externa preocupación por el riesgo potencial que representa, responde “por favor, General, crecí en Kansas”. Y su Némesis trata de señalar esto como una debilidad, “yo me crié como un guerrero, me entrené toda la vida para educar mis sentidos, tú lo hiciste en una granja”. También vindica a la figura femenina. Lois Lane no es ya una damisela en desgracia, es parte integral de la resolución del conflicto y conoce desde el primer momento su identidad secreta. En el desenlace ocurre lo obvio. Clark, sin ninguna formación periodística previa, se une a las filas de El Planeta. Pero lo sustancial está en sus orígenes, en la imagen inocente de un niño que ata una sábana en su cuello a manera de capa y corre al lado de su perro, mientras sus padres sonrientes lo observan.

El guión huye de lo esperado, como ocurrió al final de Batman inicia (Nolan, 2005) y Sherlock Holmes (Guy Ritchie, 2009): insinuar quién será el villano de la siguiente cinta. Pero eso es algo obvio para todos los conocedores del cómic. Se ha rumorado que la primera elección de Snyder para encarnar al malvado Lex Luthor es el actor Mark Strong, quien personificara al terrible Lord Blackwood en la ya mencionada aventura holmesiana. Si esto ocurre será otro motivo para esperarla con ansiedad, como se ha anunciado, en el 2014. Eso me parece apresurado, como ya dije, junto con la intención de una aventura que pretende reunir al popular ensamble de héroes de DC Comics, la Liga de la Justicia. Creo que una empresa de este tamaño, si tratan de emular los resultados de su rival Marvel Comics, requiere más tiempo. Al menos de otra buena película sobre una parte sustantiva del grupo, la Mujer Maravilla. El realismo planteado por el propio Nolan en su serie de Batman me hacía pesar que el suyo y los mundos fantásticos eran irreconciliables. Hoy ese matrimonio parece posible. Después de ver el resultado, hay una luz de esperanza. Dicen que eso es lo que muere al último. ¿Después de todo, no es ese el significado del símbolo –que siempre creí era una letra S- que lleva en su pecho?

martes, 25 de junio de 2013

Crónicas del hombre de acero, primera parte

Antes de comenzar quiero dejar algo muy claro: nunca he sido un gran aficionado de Supermán. Quienes medianamente han seguido mi trayectoria saben que lo mío –lo mío- es Batman. Y el murciélago, uno de los héroes más interesantes por su humanidad y trágico pasado, nunca ha ocultado su desprecio por él, por más que se haya ganado su respeto y formen parte de una agrupación. Le dice “el boy scout”. Para mi la creación de Joe Shuster y Jerry Siegel fue concebida como un símbolo de Estados Unidos, defensor estricto del american way of life, que a pesar de proceder de otro planeta llevaba en su uniforme los colores del imperio. “Dios existe, y es estadounidense”, decía Alan Moore sobre su versión del personaje –el Dr. Manhattan- que hoy ocupa mi atención. El asesino Bill (David Carradine), en el díptico dirigido por Quentin Tarantino, resume bien su naturaleza: “Supermán no necesita una máscara. Clark Kent es su verdadero disfraz, con su actitud tímida, su traje de tres piezas y sus anteojos. Su verdadera identidad es la del héroe. Incluso su capa es la manta que lo arropó en su viaje a la tierra”. “¡Demonios! ¡Ninguno de los que le rodean se da cuenta! ¿Están todos ciegos?”, pensaba todo el tiempo desde mi niñez. Sus aventuras, divertidas, ingenuas y optimistas, estaban siempre marcadas por un sesgo tajante entre el “bien” y el “mal”, sin cabida para los grises tan normales de la vida real. De la misma manera que sus precursores clásicos, Supermán surgió del matrimonio del cielo y la tierra. Como el Mesías de cualquier religión, Supermán tiene un padre terrenal (el Sr. Kent, de Smallville) y uno celestial (Jor-El, de Kriptón). El dios Loki (Tom Hiddlestone) resume bien su posición. “Yo no tengo conflictos con ustedes, como una hormiga no tiene conflictos con una bota”. Curiosamente es su omnipotencia la que lo aleja del resto de los mortales. Ahí la necesidad de una kriptonita que lo haga vulnerable. Pero por sobre todas las cosas estaban su buen humor, bondad y buena voluntad para con sus protegidos. Detenía por igual a asaltabancos, terroristas, catástrofes naturales, amenazas extraterrestres y se daba tiempo para rescatar gatitos atrapados en lo alto de un árbol. Al final eso y su naturaleza imperialista me hicieron repelerlo. En retrospectiva, veo que ese es un juicio severo. Como otros héroes de su era defendió valores tan necesarios para las personas durante tiempos oscuros –la Segunda Guerra Mundial- y sirvió de vehículo propagandístico e ideologizante como el Capitán América. Y él no me caía –no me cae- tan mal. Sus inevitables saltos a otras expresiones artísticas hicieron eco de esto, desde los populares seriales radiofónicos, los cortometrajes que estelarizó, las caricaturas de los estudios Fleischer, su paso a la televisión –con el trágico George Reeves-, al cine y los videojuegos. Todos son temas de la discusión más amplia. Vean por ejemplo a la exitosa película –y sus inevitables continuaciones- protagonizada por Christopher Reeve, a la que más se liga al personaje. Su tono ligero –cómico en más de una ocasión- no da cabida a la seriedad. La gente piensa que así debe ser el héroe. Ese fue el principal error que cometió el cineasta Bryan Singer en Supermán regresa (2006): repetir estilísticamente –incluido su colorido disfraz y la partitura de John Williams- lo iniciado por Richard Donner en 1978. No puede llevarse a otros medios, al pie de la letra, lo propuesto en las páginas del cómic. Un buen planteamiento, como nos enseñó el propio Singer en Hombres X y Christopher Nolan en su reinvención de Batman –al menos e sus dos primeras películas-, exige llevar sus aventuras convincentemente a la realidad, trasladar su universo al nuestro. Esa tendencia es criticada por muchos, porque humaniza a titanes. Aunque admiramos sus proezas, creo que es el lado humano lo que los acerca a nosotros. La tendencia parece hacerlos más oscuros, agregar un poco de tintura negra a sus ropas y esencia. Eso fue lo que me hizo respetar al huérfano de Kriptón por primera vez. Su posición y méritos son incuestionables. Permitió la prosperidad y evolución del noveno arte y nos marcó culturalmente. Si él no existiría Batman o el Hombre Araña. En el mes de junio que transcurre cumple sus primeros 75 años de vida, porque estoy seguro nos sucederá a todos. Que el estudio que detenta sus derechos fílmicos y se ha beneficiado de él por varias décadas, Warner Brothers, haya decidido relanzarlo para celebrar la ocasión, con tal vigor y calidad, me pareció apropiado y justo. Esa es la forma en que los mitos cobran nueva vida y aseguran su vigencia. Pero sobre eso platicaré en breve.  

lunes, 24 de junio de 2013

De héroes y boletos mágicos



El actor austríaco Rainier Wolfcastle es el prototipo del héroe de acción. En su variopinta carrera destaca el papel que lo hace más reconocido, McBain, estrella de un kilométrico serial de películas en las que encarna a un duro policía que no conoce límites y tiene el claro objetivo de erradicar la maldad. Esto, por supuesto, en las amarillentas aventuras televisivas de la familia Simpson. Wolfcastle es una evidente parodia de una figura de la vida real, el fisicoculturista-actor-político Arnold Schwarzenegger, quien en las décadas de los ochenta y noventa conoció la gloria al protagonizar exitosas cintas, algunas de culto, como Terminator (James Cameron, 1984) o Depredador (John McTiernan, 1987). Sobre su talento, inteligencia o calidad moral no emitiré ningún juicio. Sólo diré que es el intérprete apropiado para un tipo de cine cargado de testosterona, adrenalina, acción desenfrenada e historias no necesariamente coherentes o verosímiles. Una de sus apariciones más cuestionadas, incomprendidas y que no fue el éxito de taquilla que sus productores esperaban, fue El último héroe de acción (John McTiernan, 1993). Es un traje hecho a la medida de su estelar. Híbrido de dos géneros que parecerían irreconciliables, el policial y la fantasía, explora y satiriza todas las convenciones de una época que encumbró a famosas sagas como la iniciada por Arma Mortal (Richard Donner, 1987) y Duro de matar (John McTiernan, 1988).

Puedo resumir así su trama: el hijo de padres divorciados Danny Madigan (Austin O'Brien) encuentra un oasis para sus cotidianas vicisitudes en una vieja sala de cine, donde observa fascinado una y otra vez las aventuras de su héroe, el policía Jack Slater (Schwarzenegger). La noche previa al estreno de su siguiente cinta, el proyeccionista Nick (Robert Prosky) hace a Danny un regalo extraordinario: un boleto mágico que durante su infancia le obsequió Harry Houdini y le permite cruzar la pantalla e interactuar en el universo del justiciero. La pareja se enfrenta a todo tipo de peligros y  malhechores liderados por el mafioso italiano Tony Vivaldi (Anthony Quinn) y su malvado sicario en jefe Benedict (Charles Dance), e incluso al sanguinario Destripador (Tom Noonan), uno de los antiguos oponentes de Slater. Es Benedict el enemigo a vencer, pues advierte el riesgo potencial del boleto. “Imaginen llevar al mundo real a King Kong, al Conde Drácula o una cena con Hannibal Lecter”.

A lo largo del metraje vemos todo tipo de guiños atractivos, desde apariciones especiales (como las de Sharon Stone, Robert Patrick, Jean Claude Van Damme, Tina Turner, Chevy Chase, James Belushi y Timothy Dalton), el anuncio en el video club donde Sylvester Stallone protagoniza Terminator 2, ese gato detective al más puro estilo ¿Quién engañó a Roger Rabbit? y, mi favorito de todos, Ian McKellen como La Muerte de El séptimo sello (1957) de Ingmar Bergman.

Y mención honorífica merece su soundtrack, integrado por temas rudos de Cypress Hill, Alice in chains, AC/DC, Megadeth, Anthrax, Aerosmith y Def Leppard con su muy fresa "Two steps behind".

Al verla nuevamente no pude evitar pensar que, al ocurrir la muerte de Arnold (no es algo que desee, pero es la inevitable ley de la vida), varios segmentos serán utilizados en el homenaje in memoriam que la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Estados Unidos le hará en su entrega anual de los premios Oscar. Porque la odisea del joven Danny es a la que se entrega voluntariamente el espectador al ingresar a una sala de cine: cruza a otros mundos, posiblemente mejores que el nuestro, para maravillarse y vivir experiencias mágicas.

Ahora si, espero ver en la noche El hombre de acero.

miércoles, 19 de junio de 2013

Carta abierta del humano del Señor Chester






Partiste hace dos semanas, Chester, y apenas hoy reúno fuerza para escribirte estas líneas. Nos pertenecimos desde el primer momento. Si existe el concepto que suele llamarse “amor a primera vista”, define exactamente la vez que nuestra querida Shelsy te puso en mis brazos. “Mira Roberto, éste es Chester”. Te conocí antes en una sala de cine, durante la proyección de Mi encuentro conmigo. La película me señaló un gran faltante en mi vida. Naciste el 28 de mayo de 2001 y ya tenías el nombre del anhelo de un niño. No lloraste al separarte de tu madre. Manejamos juntos –porque mirabas atento la ventana- hacia un mundo nuevo, lleno de posibilidades. Podría enumerar todos los momentos gratos que vivimos durante doce años  y siete días, pero los recuerdas bien: los besos que me diste al despertar de nuestra primera noche, tus primeras sesiones de entrenamiento, todas las cosas que devoraste, el hueso “tribilinesco” de tu cabeza, tu aspecto de zancudo, tu primer ladrido –ese honor pertenece a Ana Luisa-, las veces que me derribó tu entusiasmo y fuerza cada vez más grandes, todos nuestros paseos en el parque, la sabia afirmación de un señor al saludarte –“Si Dios tuviera un perro, sería un Golden retriever”-, las sonrisas que arrancabas a las personas que te veían con tu correa en el hocico, paseándote a ti mismo. Hace unos años, sin conocerte, mi amigo Néstor preguntó a Ana “¿este es el perro del señor Coria?”. La repuesta correcta invariablemente me hace sentir el hombre más afortunado de este mundo. Yo soy el humano del Señor Chester. Nos dejas un gran vacío. Tu sillón –la sucursal de tu Oficina de Director la Jipiteca Nacional-, tus platos, una de las ramas que te maravillaban, tu collar que sólo evoca tu autoridad, elegancia y grandeza. Me he referido a la parte física, porque tu legado –tu memoria- es mayor. Lo que provocaste en las personas cuya vida tocaste es incalculable. Nuestra vecinita Alexa –quien siempre te abrazaba, aunque nunca te encantó-  lloró amargamente al enterarse de tu muerte. Te llevó un alegre girasol, que acompañó la urna con tus cenizas. Ana Luisa dice que me hiciste el corazón más grande. Permitiste que entrara en él los gatitos Tomás y Albóndiga que tanto te quieren. Aun así siento una inmensa tristeza cada vez que cruzo la puerta de la casa y no estás para recibirme y anunciar mi llegada, pero la supera la felicidad al imaginar la dicha que sentiste cuando te recibió tu mentor Bobby, nuestra amada Mina, los patitos Conejo y Kikina, la bella Brigitte, tus papás Feba y Botero. Sus corazones laten ahora al mismo ritmo. Sé que estás en un lugar mejor. Y también estoy seguro que nos veremos de nuevo en unos años. Me haré digno de ese reencuentro. Moira se encarga de confortarme a la mínima excusa, como le instruiste. Aprenderé a sobrellevar la pérdida, a vivir con tu ausencia corpórea. Pero te aseguro que me acompañas a cada instante. Estarás en mis últimos pensamientos. Luego te veré correr hacia mí en el pasto más verde, ambos en plenitud, majestuoso como eres. Gracias por todo, mi leal amigo. Me ayudaste a conjurar los temores del pequeño Rusty. Cuando cumpla 40 años podré decir con felicidad que tengo novia, soy piloto y tengo al mejor perro del mundo. Hasta entonces, mi cariño es tuyo. Tu Roberto.

martes, 18 de junio de 2013

Reto de héroes

No sin alarmarme leí lo anunciado en el Wall Street Journal y otros medios digitales, donde los ejecutivos de Warner Bros. Pictures, entusiasmados por el impresionante éxito de El hombre de acero (Zack Snyder, 2013) –que por cierto veré el jueves-, planean estrenar su secuela el siguiente año, seguida otro año después con el tan aplazado estreno de una versión de las aventuras del popular ensamble de héroes de DC Comics, la Liga de la Justicia. Las personas que tienen un mediano conocimiento de todo lo que implica la producción de una cinta podrán tachar –al menos- de arriesgada tal empresa, máxime por su dimensión. Los más sensatos, como una total locura. Si comparamos el intento con lo hecho por su acérrima rival, Marvel Comics,  ellos tuvieron el acierto de acreditar la reputación de cada uno de los integrantes del equipo –comenzando por El Hombre de Hierro en el 2008- antes de llegar a la tan deseada reunión –en el 2012, con Los Vengadores-. Les tomó 4 años y 5 películas dar el gran paso, y creo que por eso lo hicieron tan bien. Regresando a La Liga de la Justicia, hasta el momento sólo dos de sus miembros –Batman y Supermán- tienen asentada una reputación fílmica –reciente y en el pasado-. Y descartaría al Batman de Christopher Nolan, pues sus aventuras siempre tendieron a la individualidad y nuca a la integración de una agrupación, mucho menos con extraterrestres y amazonas, por lo que en el caso del murciélago deben comenzar desde cero. Ni hablar de que el cineasta negó cualquier participación futura. Sé que las personas que mueven los hilos en Warner no leen este blog, pero ojalá tengan un poco de claridad en sus mentes –y paciencia en sus bolsillos-: ofrecernos una película tan grande, con tantos personajes y con tan poco tiempo, es un reto que incluso el más poderoso no podría ganar. Esperemos. 

lunes, 17 de junio de 2013

En defensa de Shyamalan

Mucho se ha criticado el cine del director y escritor indio estadounidense Manoj Nelliyattu Shyamalan, quien firma sus obras como M. Night Shyamalan. Esto proviene del gran reconocimiento que le mereció su primer largometraje popular –el tercero en realidad-, Sexto sentido (1999), impecable, minimalista y certero trabajo que propició la comparación inevitable con todas sus cintas posteriores. He escuchado a más de una persona decir que anticipaba el desenlace desde la primera mitad de la película, y si analizamos en perspectiva las señales son más que evidentes, pero el momento en que el Dr. Malcolm Crowe (Bruce Willis) observa a su dormida esposa Anna (Olivia Williams) dejar caer su anillo de bodas y escuchamos de nuevo al pequeño Cole Sear (Haley Joel Osment) hacer un recuento de lo que tuvimos a plena vista y pasó inadvertido ante nuestros ojos, es estremecedor. Sentó un precedente que todos esperábamos ver repetido y superado en su sucesiva filmografía. También definió un estilo: el twist ending, el simbolismo del color rojo, la influencia de clásicos televisivos como La dimensión desconocida y Hitchcock presenta, una cámara estática –mayormente la del cinefotógrafo Tak Fujimoto-, solventes partituras de James Newton Howard, una locación identificable –su tan amada Philadelphia, Pennsylvania- y sus cameos. Tenía un peso enorme en los hombros.
Su siguiente película, El protegido (Unbreakable, 2000), es uno de los mejores estudios sobre la figura del superhéroe que recuerdo. Willis nuevamente ocupaba el papel protagónico, ahora como el frustrado ex jugador fútbol convertido en guardia de seguridad David Dunn, quien junto con su hijo Joseph (Spencer Treat Clark) descubre su verdadero papel en la vida gracias al encuentro con el frágil Elijah Price (Samuel L. Jackson). “Me decían el Sr. Vidrio”. Su edición especial en DVD contiene ilustraciones que el talentoso Alex Ross hizo especialmente para la misma. Una maravilla.
Le siguió Señales (2002), un homenaje a La Guerra de los Mundos y La noche de los muertos vivientes que prescinde de explosiones y la gran parafernalia que supone una invasión extraterrestre para dar paso a un drama familiar y de reencuentro con la fe. La oveja descarriada Graham Hess (Mel Gibson) le pregunta a su atribulado hermano Merrill (Joaquin Phoenix) “¿eres de las personas que cree en milagros, que ve señales, o crees que la gente sólo tiene suerte? ¿Es posible que no existan las coincidencias?”. Pese a que muchos dicen que recurre a lo previsible, la cinta tiene momentos memorables y otros verdaderamente divertidos –los cascos tipo Kisses-. Pude comprobar dos veces cómo la audiencia brincaba de sus asientos –literalmente- al ver por unos instantes al alienígena videogranbado durante una fiesta infantil.
Las cosas comenzaron a desgastarse en La aldea (2005), cinta que no satisfizo mis expectativas pero no me disgustó. Salí del cine con la sensación de haber visto un capítulo televisivo –impecablemente filmado, eso sí- de 108 minutos. Su contundencia se volvió predecible. Después vino La dama del agua (2006), un cuento de hadas que disfruté enormemente –Paul Giamatti y Bryce Dallas Howard son estupendos- pero que tuvo un gravísimo error: de realizar una esperada aparición mínima, Shyamalan se adjudicó un papel importantísimo en la trama, casi mesiánico. Su público comenzó a abandonarlo y, por consiguiente, el entusiasmo de sus productores. Y ni mencionemos las críticas adversas que generó. La cinta costó 70 millones de dólares. Ganó poco más de 72. Fue un desastre que pavimentó su caída. Pareció redimirse con El fin de los tiempos (The happening, 2008), cinta que defino como una versión vegetal de Los pájaros de Hitchcock y que pudo ser más afortunada. Su principal defecto fue su protagonista Mark Wahlberg, quien no logró despertar la empatía que un hombre ordinario enfrentado a la otredad haría. Al menos no le fue tan mal en taquilla. De los 48 millones de dólares que costó, ganó 168. La crítica no la recibió tan bien. Los pocos que la defendieron dijeron que era una B-movie, y eso no es malo. Posteriormente se resignó a dirigir proyectos por encargo. La adaptación de la popular caricatura Avatar: el último Maestro del Aire (2010) –titulada únicamente El último Maestro del Aire, por aquello de evitar se relacionara equivocadamente con la cinta de James Cameron- fue una gran pirotecnia visual que apostaba por atraer a los grandes públicos a los cines. Y eso fue lo triste. Pasó de ser un cineasta autor –parece exagerada la etiqueta, pero o olvidemos que escribía sus guiones y tenía un estilo- que privilegiaba la historia y evitaba sustentar su trabajo en efectos especiales, a uno sometido a los designios de los estudios y que le entró al gran juego. Parece que ocurrirá lo mismo en Después de la Tierra (2013), cuyos espectaculares avances delatan que está diseñada para el lucimiento de Will Smith –y su hijo Jaden-. Hasta ayer no sabía que Shyamalan tuviera algo que ver con ella y la verdad no me atraía en lo más mínimo. Ahora la veré, porque el director es merecedor con creces del beneficio de la duda.

Yo creo que el M. Night Shyamalan que me gusta puede regresar. He sufrido grandes desencantos con Quentin TarantinoJackie Brown y A prueba de muerte-, Tim BurtonAlicia en el País de las Maravillas- y Christopher Nolan –sigo sin reponerme de su tercera Batman-, pero veré con entusiasmo sus siguientes películas. No pretendo compararlos. Como ellos, posee oficio y ha dejado en claro que, como nosotros, es un cinéfilo irredento. Debe volver a lo básico. Seguiré confiado en su potencial. 

sábado, 15 de junio de 2013

El mundo se va a acabar (en el Día del Padre)*

Un momento de pesimismo. O de abrumadora realidad, si prefieren. Cuando observo los efectos del calentamiento global, los derrames petroleros, las especies animales que aniquilamos sin misericordia y cosas aparentemente irrelevantes en medio de la tragedia nacional –porque la crisis económica, la indolencia de la Suprema Corte de Justicia y el narcotráfico se cuecen aparte-, como el hermoso parque cercano a mi casa, donde la muchas personas arrojan indiferentemente todo tipo de desperdicios –desde botellas de cerveza hasta condones usados-, no puedo evitar un fatal sentimiento: el ser humano, como especie, no merece existir. Es cierto que unos pocos locos tenemos cierto nivel de conciencia y que el hombre ha creado las más sublimes expresiones artísticas, pero todos esos triunfos palidecen frente a nuestra naturaleza predadora sin sentido. Una película protagonizada por Jamie Lee Curtis (Virus, John Bruno, 1999) ya lo dijo: el hombre es un virus. Los virus destruyen a su huésped y se multiplican.
Uno de los temas más recurrentes de la ciencia ficción es el fin del mundo. La etapa posterior al Apocalipsis ha sido retratada en innumerables textos, desde El último hombre (1826) de Mary Shelley y La máquina del tiempo (1895) de Herbert George Wells hasta la maravillosa –y terrible- novela que inspira estas líneas. Esta forma literaria, que abreva del drama, y el horror más puro, cobró gran popularidad después de la Segunda Guerra Mundial como una forma de cristalizar los miedos del hombre de la época.  Pero quien se ha beneficiado mayormente es el séptimo arte. Desde maravillosas películas setenteras como Cuando el destino nos alcance (Richard Fleischer, 1973) hasta impresionantes pirotecnias contemporáneas como 2012 (Roland Emmerich, 2009), el fin de la civilización ha exaltado la imaginación de escritores y cineastas y ha servido como una forma de sacudir nuestra conciencia sobre la manera en que tratamos a nuestro planeta.

Escribo esto por la llegada de otro Día del Padre, celebración inminentemente comercial que tradicionalmente se relega a una posición secundaria –recuerden lo que sucede cada 10 de mayo- , y  porque inevitablemente me remite a la película El último camino (John Hillcoat, 2009), basada en la laureada novela La carretera (The road, Mondadori, 2011) de Cormac McCarthy. El eficiente guión de Joe Penhall narra la historia de un hombre ordinario (Viggo Mortensen) y su hijo (Kodi Smith-McPhee), quienes viven un drama de supervivencia en un planeta Tierra devastado, donde las condiciones de vida han llevado a todas las especies animales a la extinción, a las vegetales al borde de la misma y los pocos sobrevivientes humanos están en una continua búsqueda de alimento, la cual lleva a la mayoría al canibalismo. La supremacía del más apto, anunciaba Charles Darwin. El resignado padre lucha no sólo por su vida, sino por mantener a su vástago alejado de estos horrores (“nosotros nunca nos comeremos a alguien”). La cinta, al igual que el libro, no pierde tiempo en profundizar en las causas que condujeron al mundo a la tragedia –no sabemos si fue por una guerra mundial, el calentamiento global o un virus asesino-, lo que le importa son las consecuencias. La trama está plagada de flashbacks donde el hombre recuerda su vida pasada al lado de su esposa (la sudafricana Charlize Theron), quien no resiste la inminente tormenta. A lo largo de su desventura, nuestro héroe contempla el suicidio en más de una ocasión, pero el instinto de conservación se impone junto con la necesidad de preparar a su hijo para seguir adelante cuando ya no se encuentre en este mundo, angustia inherente de todo buen padre. La desgracia despierta lo mejor de la naturaleza humana –recordemos los sismos de 1985-, pero también lo más vil –rapiña, robos, instintos violentos- y los protagonistas lo descubren en carne propia. También encuentran placer en las cosas pequeñas, como el hallazgo de una simple lata de refresco. Destaca la modesta producción de la película –que no precisa de efectos por computadora-, apoyada de una eficaz fotografía de Javier Aguirresarobe, cuya paleta está dominada por tonos grises, y las breves apariciones de Robert Duvall y Guy Pearce. El desenlace, pese a una nota esperanzadora a través de la limpia mirada de un perro, anuncia la fatalidad a la que nos dirigimos. Una película depresiva, cierto, pero inquietantemente relevante.
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*Texto originalmente publicado en la web de Mórbido.

Una muy breve reflexión sobre el Día del Padre

En prácticamente todos los países del mundo, siempre con un carácter secundario e inminentemente comercial, se celebra el Día del Padre el tercer domingo del mes de junio. Culturalmente, no suele rendirse a éstos la misma veneración que a la figura materna. Los restaurantes no están llenos al tope de su capacidad, al igual que los centros comerciales. Tampoco se registra la misma venta de arreglos florales ni de tarjetas de felicitación. El lazo con nuestras progenitoras suele ser –en el mayor de los casos- más estrecho, pero creo que es justo que le rindamos a la otra parte de la ecuación el reconocimiento que se merece. Si bien en la ficción podemos recordar madres notables, como la célebre Sra. Bates de Psicosis, recordemos a padres dignos de mención. Comencemos por el filósofo natural Víctor Frankenstein, que fue incapaz de lidiar con las consecuencias de sus anhelos creadores. “¿Cómo expresar mi sensación ante esta catástrofe, o describir el engendro que con tanto esfuerzo e infinito trabajo había creado?”, dijo el progenitor novicio al contemplar a su engendro. La novela que Mary Shelley escribió en 1818 es, en esencia, un relato de paternidad responsable. La metáfora que propone se mantiene vigente para estudiar las consecuencias nefastas de nuestra soberbia e inmadurez, desde los estragos que hemos propiciado en nuestro medio ambiente hasta el terrorismo mundial. ¿Qué fue Osama Bin Laden sino una criatura de Frankenstein que salió del control de su creador, el Gobierno de los Estados Unidos? Siempre me hace recordar al androide Roy Batty (Rutger Hauer) y su “amoroso” reencuentro con su “padre” Eldon Tyrell (Joe Turkel) en la joya que Ridley Scott dirigió en 1982, Blade Runner. Pero no nos desviemos. Sobre la paternidad, ejemplos abundan. Muchos monstruos clásicos le entraron al juego (La hija de Drácula, El hijo de Frankentein, El hijo de la mosca, El hijo de Kong, El hijo de Godzilla), al igual que otros más recientes, del ogro Shrek a Hellboy. Hasta el Hombre Araña y Supermán se suman a ese selecto club. Pero el más memorable de los papás siempre será Anakin Skywalker, mejor conocido como Darth Vader. La revelación que hace a su mutilado hijo Luke (Mark Hamill) en El Imperio contraataca (Irvin Kershner, 1980) es uno de los momentos más recordados de la cinematografía occidental. “Luke, yo soy tu padre”. Una tragedia griega en toda la extensión. 

miércoles, 12 de junio de 2013

Entre caníbales te veas

Uno de los principales obstáculos que muchos han tenido para disfrutar la teleserie Hannibal, desarrollada para la televisión estadounidense por Bryan Fuller, es la enorme e indeleble huella que Sir Anthony Hopkins imprimió al personaje protagónico en tres películas. Es cierto que su actuación es memorable –tiene un premio Oscar e incontables galardones que lo demuestra-, y que siempre guardaré un entrañable cariño por ella, pero el desempeño del actor danés Mads Mikkelsen es digno, a la altura de la creación de Thomas Harris. Para validarlo debemos comenzar por reconocer que el Hannibal Lecter que conocimos en El silencio de los inocentes (Jonathan Demme, 1991), frío, estremecedor, con sus “alubias y un buen chianti”, capaz de asesinar a sangre fría a dos policías que fueron corteses con él, es muy distinto a sus sucesivas apariciones. En Hannibal (Ridley Scott, 1999) es un personaje que crea una identidad con la que da rienda suelta a su parte luminosa para pasar desapercibido y escapar de su truculento pasado. Vive cómodamente en la bella ciudad italiana de Florencia, bebe un espresso en una alegre cafetería, asiste a un recital de canto, concursa para obtener una posición como curador de un palacio –mata a su antecesor para facilitar las cosas, por supuesto- y se da el permiso de asentir afablemente “Oki-doki”. Es un asesino deliberada y conscientemente domesticado. Hasta que vuelve a las andadas. En Dragón rojo (Brett Ratner, 2002), el remake-precuela de la historia, veo a un Hopkins que se auto parodia. Repite intencionalmente matices que le valieron el reconocimiento del público y la crítica, de forma caricaturesca a veces. Recuerden el tono chillón y exagerado con que dice “he is refining his methods. He is evolving”. Y no le reprocho nada. Funciona para mi. En el momento que nos ofrece un rostro que no conocemos es en su deslumbrante prólogo, donde lo vemos disfrutar un concierto de cámara –y seleccionar a su siguiente víctima, el flautista Benjamin Raspail (Tim Wheater)-, deleitar a sus invitados con suculentos manjares (“si te dijera qué contiene, querida, no querrías probarlo”) y atacar a su perseguidor Will Graham (Edward Norton). Ese es el Hannibal que ahora nos ofrece Mikkelsen, un inteligente y encantador psicópata.
Pero tengamos en cuenta que al buen Doctor Lecter lo han interpretado otros dos actores. El primero fue el escocés Brian Cox en Sabueso (Manhunter, Michael Mann, 1986). Por alguna razón el Sr. Mann, guionista también de la cinta, decidió llamarlo Hanibal Lektor. Su presencia es más bien mundana, vulgar por momentos. No proyecta el encanto y refinamiento que posteriormente conocimos y adoramos. El francés Gaspard Ulliel lo encarnó en su juventud en Hannibal: el origen del mal (Peter Webber, 2007). La historia –innecesaria, como he dicho, y culpa del propio Harris- le da antecedentes nobiliarios y de profundo respeto por la cultura japonesa –que no conocimos antes-.
Y esto nos lleva de regreso a Mikkelsen. Con notables antecedentes –su villano Le Chiffre en Casino Royale (Martin Campbell, 2006) es estupendo-, logra imprimir la frialdad y sofisticación que el malvado requiere. Es capaz de hacer una llamada para evitar comprometer su posición (“ellos saben”) y reprimir la rabia al leer en su moderna tablet las noticias que le dan el mérito de sus hazañas a un farsante. Lo mejor es verlo en acción. No sólo al matar a la joven aprendiz –que no deja de recordarme a Clarice Starling- Miriam Lass (Anna Chlumsky, la otrora niña de Mi primer beso), sino al ejecutar deslumbrantes y apetitosos platillos con los órganos humanos de sus recientes matanzas, esto último asesorado por el talentoso chef español José Andrés, quien ostenta el cargo de “consultor gastronómico caníbal”.

Al final debatir cuál Hannibal es mejor, el de Hopkins o Mikkelsen, es tan peligroso como identificar al Conde Drácula definitivo. ¿O ustedes a quién prefieren? ¿A Bela Lugosi, a Christopher Lee o a Gary Oldman? Difícil, ¿verdad? Son grandiosos actores que hacen a un personaje memorable, con todas las variaciones posibles. Lo mejor, todas son enteramente disfrutables. 

lunes, 10 de junio de 2013

De cuervos, zombis y otros revinientes

Una observación que muchos aficionados al tema me han hecho es que El Cuervo, protagonista de la serie de cómics creada por el estadounidense James O´Barr en 1989, es un zombi por el hecho de haber regresado de la tumba. Nada más equivocado. Estos personajes –llámenles infectados, caminantes, mordedores o como quieran- se definen por la pérdida total del intelecto, la memoria y la individualidad. Únicamente obedecen a uno de los instintos más elementales de la naturaleza humana: alimentarse. En el caso de Eric, el rockero regresa a la vida luego de ser asesinado brutalmente junto con su amada Shelly. “Es un cuento de amor alimentado por uno de horror”, dijo O´Barr. Básicamente, se trata de una historia de venganza, de una justicia diferente a la que establecen los hombres. Irónicamente, el autor ideó el relato a inicios de los años ochenta como una forma de lidiar con la muerte de su entonces novia, arrollada por un conductor ebrio. En los primeros días de 1993, el director de video clips y comerciales australiano Alex Proyas inició el rodaje de su adaptación cinematográfica, a partir de un guión de David J. Schow y John Shirley y protagonizada por Brandon Lee, hijo de la leyenda de las artes marciales cuyo nombre no necesito mencionar. La accidentada filmación concluyó con la muerte de Lee. Tenía 28 años y su papel, sin duda, es el mejor de su carrera. La cinta también es la mejor de la filmografía de Proyas, con la que sus creaciones posteriores son inevitablemente comparadas. El resultado es una película visualmente deslumbrante, hermosa, impecable, con un tinte doblemente trágico. La enternecedora escena final, donde se reúnen los enamorados, debió ser similar al reencuentro de Edgar Allan Poe con su amada Virginia Clemm. Su humilde costo de poco más de 20 millones de dólares es superado ampliamente por los más de 140 que ha recaudado desde su estreno. Ha alcanzado una estatura de culto. Eso hace insoportables sus secuelas El Cuervo: Ciudad de Ángeles (Tim Pope, 1996), El Cuervo: Escalera al cielo (Bryce Zabel, 1998), El Cuervo: Salvación (Bharat Nalluri, 2000) y El Cuervo: Plegaria maldita (Lance Mungia, 2005), productos vergonzosos, de ínfima calidad. Desde hace 5 años se habla de un remake que, sin duda, tiene un antecedente poderoso, difícil de superar. Y como dice Eric en el cómic: "No es muerte si la rehúsas, lo es si la aceptas".  

jueves, 6 de junio de 2013

Presentación de "Curiel".

El próximo lunes 10 de junio de , a las 19:00 horas en la Sala 9 de la Cineteca Nacional, acompañaré a Rosana Curiel Defossé, Álvaro Curiel de IcazaPablo Guisa Koestinger y Armando Vega Gil en la presentación de "Curiel", la nueva publicación de Mórbido e IMCINE que rinde homenaje a uno de los cineastas menos conocidos de la cinematografía Nacional. Posteriormente se proyectará "Santo contra el cerebro diabólico" (Federico Curiel, 1961), en 16 mm. El cupo será limitado. Si quieren asegurar su lugar, escriban a promociones@morbidofest.com. No se lo pierdan.