jueves, 29 de octubre de 2009

Testimonios de Tlalpujahua 2.

Poetas, caníbales y otros dementes
el asesino serial en el cine

Roberto Coria
Segundo Festival Mórbido, Tlalpujahua, Michoacán.


Dos policías llevan su segunda cena a un hombre en el inicio de sus cincuentas, vestido de blanco y convenientemente encerrado en una amplia jaula. El prisionero está rodeado de sus libros y dibujos, y escucha afablemente Las variaciones de Goldberg de Johann Sebastian Bach. El menú de la noche: chuletas de cordero, casi crudas, acompañadas de una guarnición de guisantes, granos de elote y una papa horneada. Los guardias, respetuosos pero precavidos, ordenan al custodiado ponerse contra los barrotes para esposarlo. Seguros de su inmobilidad, uno de los uniformados penetra en la jaula con el manjar, incluso procura no manchar los papeles que descansan en el escritorio. Antes de que puedan reaccionar, el hombre de blanco coloca las esposas al improvisado maître; se ha liberado con el alma de un bolígrafo que hábilmente escondió en su boca. Como un relámpago muerde el rostro del otro uniformado, luego le vacía su gas lacrimógeno antes de golpear repetidamente su cabeza contra la estructura metálica. El policía esposado grita de horror antes que el hombre de blanco, con el rostro ensangrentado y una expresión serena, le destroce el cráneo con su propio tolete. Los dos guardianes yacen inertes, en sendos charcos de sangre, mientras el homicida disfruta los últimos acordes su melodía. Su nombre, Hannibal Lecter. Su profesión, psiquiatra. Su naturaleza, asesino antropófago.

La anterior es una escena memorable de El silencio de los inocentes, adaptación cinematográfica de la novela homónima de Thomas Harris. Esta cinta valió a sus artífices, en 1991, incontables premios y el reconocimiento de la crítica y el público. Más allá, legitima a “todo un subgénero que no solo se nutre de la nota roja cotidiana, sino del suspenso, el relato policial, el horror y sus derivaciones el gore y el splatter, e incluso de la pornografía”, como bien asegura el investigador y crítico de cine Rafael Aviña.
Recordamos El silencio de los inocentes porque era una de las joyas de la videoteca que la Procuraduría de Justicia de la capital del país descubrió el 8 de octubre de 2007 entre las pertenencias de José Luis Calva Zepeda, en el interior del departamento 17 del edificio número 198 de la calle de Mosqueta, colonia Guerrero, en el centro de la ciudad de México. En la habitación contigua yacían los restos de Alejandra Galeana Gararvito, de 32 años, mujer divorciada, madre de dos hijos y empleada de una farmacia. Parte de su cuerpo fue mutilado y encontrado a medio cocer en una sartén. En sus posteriores declaraciones Calva Zepeda, hombre de 38 años, supuesto escritor, poeta y dramaturgo, se declaró admirador de Hannibal Lecter y se definió como “gastrónomo de afición, no de degustación, sino de elaboración”.
Los medios de comunicación se cebaron en el caso, inusual a todas luces en la nota roja nacional. Calva Zepeda fue apodado “el poeta caníbal”, aunque el calificativo no se ajusta a ninguna de sus acciones. Sin embargo ha permeado al imaginario popular como un asesino en serie, miembro de una ya no tan rara estirpe que protagoniza novelas, películas, documentales, series de televisión e historietas. En ella destaca más adecuadamente –en nuestro hermoso México- Gregorio Cárdenas Hernández, “el estrangulador de Tacuba”, bautizado así por los crímenes que cometió en 1942. Pero esa es otra historia.

“La crónica” de Mario Beauregard, cortometraje ganador del Cuarto Festival de Cortometraje Del cine a la calle, nos invita a discutir sobre este fenómeno y sobre la deshumanización de la sociedad en los primeros años del nuevo milenio.

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Hannibal Lecter, el reputado asesino en serie, es el Conde Drácula de la era de las computadoras y los teléfonos celulares, según Stephen King. Si atendemos la definición del Manual de Clasificación Criminal de la Oficina Federal de Investigaciones de Estados Unidos, el asesino en serie es “el individuo que comete tres o más homicidios en ocasiones y lugares diferentes con un periodo refractario entre cada crimen”. Podemos robustecer el concepto. Dennis Rader, “el asesino BTK”, realizó su furor homicida de manera intermitente durante 17 años; John Wayne Gacy, “Pogo el payaso”, usaba su sótano para cometer sus matanzas y ocultar los cadáveres; Henry Lee Lucas sació su sed de sangre en compañía de Otis Toole en diversos lugares de Estados Unidos. En un sentido más amplio, y con las lamentables enseñanzas de la historia, podríamos decir que es la persona –o personas- que comete tres o más homicidios en distintas ocasiones –o locaciones- en un periodo que puede comprender días o años por motivos arraigados en la psique del sujeto. Sus acciones muestran tendencias sádicas y sexuales. Esto nos permite evitar los abusos del calificativo en la escena nacional: las nefastas hermanas González Valenzuela, apodadas Las Poquianchis, no son asesinas en serie. Tampoco Adolfo de Jesús Constanzo y sus huestes, también llamados Los narcosatánicos de Matamoros. Todos ellos perseguían intereses materiales: el adecuado funcionamiento del negocio de lenocinio y prostitución de las primeras y la bendición del negocio de tráfico de drogas para los segundos. Podríamos entonces cuestionar si José Luis Calva Zepeda es un asesino en serie. También si es un verdadero caníbal. Los estudios histopatológicos practicados a la carne encontrada en el sartén del departamento de la calle de Mosqueta, revelaron que pertenecían a Alejandra Galeana Garavito. Sin embargo es imposible establecer si José Luis Calva Zepeda comió de ellos.

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Como un fenómeno social, en opinión de Robert K. Ressler –agente especial del FBI que acuñó el término serial killer-, el asesinato en serie tiene cerca de 125 años de edad y es parte de una ola de violencia interpersonal que se ha elevado desde mediados del siglo XIX. Está conectado con la creciente complejidad de la sociedad, con nuestra interrelación con los medios de comunicación y la enajenación de los individuos. Pero de ninguna forma es un fenómeno nuevo. Durante la Edad Media el desconocimiento del fenómeno se tradujo en atribuir crímenes atroces a vampiros u hombres lobos. Las personas de la era anterior a Sigmund Freud pensaban que las causas sobrenaturales eran la única explicación lógica para los asesinatos que salían de lo ordinario. En la Escocia de 1660 se documenta el caso de Alexander Sawney Beane, patriarca de un clan de caníbales que depredó los bosques cercanos a Glasgow. Tras atribuirse la matanza a entidades sobrenaturales por 26 años, el testimonio de un sobreviviente hizo terrenal el miedo de las personas. Los Beane fueron apresados, juzgados, torturados, ejecutados y sus restos arrojados a la hoguera. Antes de morir Sawney Beane afirmó que la carne humana sabía mejor que la de cualquier animal.
Los asesinatos que el hombre conocido como “Jack el destripador” cometió en el otoño de 1888 en el barrio londinense de Whitechapel constituyen el primer gran caso documentado sobre asesinato serial. El homicida ganó la posteridad por las cinco desafortunadas prostitutas que mutiló y por las cartas que supuestamente envió a la prensa. Entre ellas destaca la recibida por la Agencia Central de Noticias, fechada el 25 de septiembre de 1888:

Querido Jefe:
Aún sigo escuchando que Scotland Yard me ha capturado. He reído cuando se creen tan listos y declaran estar en la pista correcta. Voy tras las prostitutas y quiero destriparlas a todas hasta que esté satisfecho. El último fue un gran trabajo. No le di a la dama tiempo de gritar. ¿Cómo podrán atraparme ahora? Amo lo que hago y quiero comenzar de nuevo. Pronto escucharán de mis divertidos juegos. Guardé un poco de sangre en una botella después de la faena para escribir esta carta, pero cuando la utilicé estaba espesa como pegamento. Bastará con tinta roja, espero. Ja, Ja. La siguiente vez cortaré las orejas de la mujer y se las enviaré a los oficiales de policía sólo por diversión. Guarden esta carta hasta mi siguiente trabajo y entonces publíquenla. Mi cuchillo es tan lindo y afilado, y quiero ponerme a trabajar tan pronto como sea posible. Buena suerte.
Sinceramente suyo,
Jack el Destripador.

Sobra decir que la verdadera identidad del Destripador nunca fue descubierta. Hoy en día pervive como un misterio, una amenaza para los niños que rehúsan ir a dormir. Su “obra” ha sido llevada al cine en muchas ocasiones, desde la naciente virtud de un principiante Alfred Hitchcock (El inquilino, 1927), la imaginación de Nicholas Meyer (Escape al futuro, 1979) o el refinamiento de los hermanos Hughes (Desde el infierno, 2001).
El carácter mítico del Destripador nos obliga a preguntarnos sobre los motivos de su perdurabilidad. Andrei Romanovich Chikatilo asesinó a más de 53 adolescentes en la provincia ucraniana de Rostov entre 1978 y 1992; Luis Alfredo Garavito Cubillos tomó las vidas de más de 172 menores en la provincia de Quindio, Colombia, entre 1992 y 1999; el asesino de Whitechapel a 5. ¿Qué hace más aberrantes los crímenes de un asesino en serie? ¿La cantidad de víctimas? ¿Si son niños, mujeres o ancianos? ¿El entorno social? Investigadores de todo el mundo han tratado de responder estas incógnitas. Psiquiatras forenses han elaborado índices de maldad que aparecen en el horario estelar de la televisión de paga. Lo único certero son las nefastas consecuencias. Los padres, parejas, hijos y demás deudos también son víctimas del homicidio de una persona. El crimen deja cicatrices en todo lo que toca.

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Para comprender nuestra fascinación por el cine de asesinos seriales, debemos remontarnos al origen mismo del hombre y al doble significado que se atribuyó a la sangre desde la época de las cavernas: ese fluido vital presente en el nacimiento y la menstruación, cuya pérdida significaba la muerte del cazador herido. Vida y muerte. Eros y thanatos. Los principales tabloides de las grandes ciudades exhiben el más cruento homicidio de la jornada en su primera plana; en la contraportada una mujer en diminuto atuendo luce sus encantos.
Desde los sacrificios en el Coliseo romano y las decapitaciones públicas durante la revolución francesa a William Shakespeare y la tragedia isabelina, el hombre ha encontrado en el derramamiento de sangre una forma de diversión. Uno de los mejores representantes de esta cultura sanguinaria es el Teathre du Grand Guignol, establecimiento fundado en una capilla gótica del distrito parisino de Montmartre, zona conocida en la época por el descarado ejercicio de la prostitución y su alto índice delincuencial. El foro fue abierto en el año de 1897 –mismo año de la publicación de Drácula- gracias al entusiasmo de Oscar Méténier, antiguo funcionario de la Sureté, quien escribió un repertorio de obras basadas en sus experiencias en la policía parisina, en creencias populares y la nota roja cotidiana. Homicidios, asesinatos pasionales, ejecuciones, desmembramientos, incestos, prostitución, alcoholismo y desastres naturales eran los temas más recurrentes, todo con el mayor realismo posible. ¡Más sangre, más sangre!, eran los gritos habituales del director tras bambalinas. Fluidos reales, pintura del rojo más estridente y vísceras de animales que salpicaban incluso al público, eran técnicas que anticipaban los mejores momentos del cine gore. Maxa, una de las principales actrices de la compañía, reconocida como la “Gran Sacerdotisa del Templo del Horror”, aseguró haber sido asesinada más de diez mil ocasiones, ultrajada más de trescientas, descuartizada, destripada y devorada por un puma para entretenimiento del público. El teatro se convirtió en un éxito contundente que garantizaba por función el desmayo de al menos dos espectadores. Fue una visita obligada para todo turista, una atracción al nivel del Museo de Louvre o la torre Eiffel. Pero los horrores de la realidad eventualmente triunfaron sobre los horrores de la imaginación. Tras la ocupación de Paris por la Alemania nazi, el teatro fue cerrado por promover valores negativos. Colmo de las ironías.

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El arte imita a la realidad, aunque ésta rebasa a la ficción. George Bernard Shaw dijo alguna vez que la diferencia entre el artista y el homicida residía en que el primero es reconocido en su momento más brillante, mientras el segundo en el más bajo. Trazar un esbozo de una historia natural del cine de asesinos seriales es una labor difícil si consideramos -como afirmara Thomas de Quincey- que el asesinato también puede ser considerado como una de las bellas artes. Mencionemos algunos de sus mejores especímenes.
Si seguimos una línea cronológica, podemos considerar a M el maldito (1931) como la primera gran película sobre asesinato serial. Aunque muchos especialistas señalan que está basada en los crímenes de populares homicidas alemanes de su tiempo como Peter Kürten o Fritz Haarmann, el talentoso Fritz Lang –su director y guionista- pretendía criticar al régimen nacional socialista que eventualmente lo declaró su enemigo –su título original era El asesino está entre nosotros-. La actuación de un joven Peter Lorre es sencillamente virtuosa como un asesino acosado por sus demonios y perseguido por las autoridades y el bajo mundo. Se adelanta claramente estudio científico del fenómeno que va a aquejar a generaciones venideras. Sometido a juicio, el asesino trata de explicarse: “matar es como una adicción, no puedo detenerme”.
Digna de mencionarse es la película mexicana El hombre sin rostro (1950) de Juan Bustillo Oro, donde Arturo de Córdova interpreta a un detective que se convierte en un indolente asesino de prostitutas. La cinta tuvo la asesoría del psiquiatra Gregorio Oneto Barenque, célebre por dirigir el manicomio donde se recluyera Gregorio Cárdenas Hernández días antes que sus crímenes fueran expuestos en 1942.
Robert Bloch, antiguo discípulo de H.P. Lovecraft, vivía en el pueblo de Weyauwega, Winsconsin, cuando la mañana del sábado 6 de noviembre de 1957 la policía irrumpió en el granero de un habitante del vecino poblado de Plainfield y descubrieron horrores que pernearon al ámbito social y cultural. Edward Theodore Gein, hombre tímido, taciturno y aparentemente inofensivo, se entregó durante años a la necrofilia, el robo de osamentas, al homicidio y a la artesanía con piel humana. Las acciones de Ed Gein inspiraron a Bloch para escribir la novela Psicosis, magistralmente llevada al cine por Alfred Hitchcok en el año 1961. Su éxito artístico y comercial (costó 800 mil dólares y recaudó más de 16 millones) garantizó una pequeña franquicia fílmica –de la que destaca Psicosis 4, el comienzo (Mick Garris, 1990)- e inspiró películas notables como Masacre en cadena (Tobe Hooper, 1974), su respetuoso remake (Marcus Niespel, 2003), y la ya comentada El silencio de los inocentes (Jonathan Demme, 1991).
Muchas son las cintas que merecen ser vistas por el diletante del “cine truculento”: El estrangulador de Boston (Richard Fleischer, 1968), El profeta Mimí (José Estrada, 1973), Martin (George Romero, 1977), Sabueso (Michael Mann, 1986), Henry, retrato de un asesino en serie (John McNaughton, 1989), Asesinos por naturaleza (Oliver Stone, 1995), Ciudadano X (Chris Gerolmo, 1995), La noche del asesino (Spike Lee, 1999), Romasanta (Paco Plaza, 2004), Amores asesinos (Todd Robinson, 2006) y Zodiaco (David Fincher, 2007). Todas ellas, y cientos más que necesariamente omito, demuestran que el asesino en serie es el monstruo más terrible, más que un vampiro o un hombre lobo. Puede estar sentado a su lado. Se parece a ustedes o a mí.


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Si todo poeta es nuestro contemporáneo, como asegura Vicente Quirarte, los crímenes de José Luis Calva Zepeda –caníbal o no- y el cortometraje de Mario Beauregard son radiografías de un fenómeno de nuestros días, de una sociedad fascinada por los monstruos que engendra y aplaude. Ver cine de asesinos seriales es ver la oscuridad de la conciencia humana. Es nuestro reflejo, nos guste o no. Si miramos a nuestro alrededor podremos advertir que la violencia están en todas partes: en los titulares de los periódicos sensacionalistas, en la mirada vacía de los niños de la calle, en el campo de batalla, en los animales que maltratamos sin misericordia, en nuestras ambiciones secretas e inconfesables, en nuestras pesadillas. Es parte de nuestra existencia. El cine de asesinos seriales comprueba, como afirma un célebre asesino, que la locura es igual que la gravedad: sólo necesita un pequeño empujón.


Bibliografía

1. Aviña, Rafael. Grandes crímenes: de la nota roja a la pantalla grande. Times editores, México. 1993.
2. Douglas, John. Mindhunter: Inside the FBI's Elite Serial Crime Unit. Pocket books, Nueva York. 1996.
3. Jones, Stephen. Clive Barker´s A-Z of horror. Harper Prism, Nueva York. 1996.
4. Lazo, Norma. Sin clemencia, los crímenes que conmocionaron a México. Ed. Grijalbo Mondadori, México. 2007.
5. Ressler, Robert. Whoever Fights Monsters: My twenty years tracking serial killers for the FBI. St. Martin's Paperbacks, Nueva York. 1993.
6. -------------------. I Have Lived in the Monster: Inside the minds of the world's most notorious serial killers. St. Martin's True Crime Library, Nueva York. 1998.
7. Schechter, Harold. The A to Z encyclopedia of serial killers. Pocket books, Nueva York. 2001. 8. Valencia, Manuel. Guillot, Eduardo. Sangre, sudor y vísceras. Historia del cine Gore. Ediciones La Máscara, Valencia. 1996.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Para celebrar el Día de Muertos.











Algo sobre la muerte del Mayor Sabines.
Primera parte. XII.
Jaime Sabines

Morir es retirarse, hacerse a un lado,
ocultarse un momento, estarse quieto,
pasar el aire de una orilla a nado
y estar en todas partes en secreto.

Morir es olvidar, ser olvidado,
refugiarse desnudo en el discreto
calor de Dios, y en su cerrado
puño, crecer igual que un feto.

Morir es encenderse bocabajo
hacia el humo y el hueso y la caliza
y hacerse tierra y tierra con trabajo.

Apagarse es morir, lento y aprisa
tomar la eternidad como a destajo
y repartir el alma en la ceniza.

Megaofrenda UNAM 2009.


lunes, 26 de octubre de 2009

Para empezar la semana del Día de Muertos.

Este fue un fin de semana de emociones encontradas. Por un lado, la felicidad de mi aparición dentro del Segundo Festival Mórbido y mi visita a Tlalpujahua, Michoacán. Por el otro, la noticia inesperada del deceso el Dr. Bernardo Jasso Méndez, profesor del Departamento de Epidemiología de La Facultad de Medicina de la UNAM, uno de los organizadores del Diplomado Saber médico, saber científico y saber popular: el vampiro a la luz de la Medicina y erudito que entendió que el miedo y la fantasía pueden estudiarse seriamente desde la perspectiva de la academia. Ahora es eterno.
Navegando por internet, encontré esta imagen. Proviene de una pastelería estadounidense y puede servirnos para iniciar nuestras festividades. Es especialmente horrorífica si tenemos en cuenta los titulares de los diarios de circulación nacional y las bajas en el combate a las drogas.
¿Los comerían?


jueves, 22 de octubre de 2009

Asesinos en Tlalpujahua.

Como anuncié previamente, el próximo sábado viajaré a Tlalpujahua, Michacán, hogar de las esferas navideñas, cuna de los hermanos Rayón y sede de la segunda emisión del Festival de Cine de Horror Mórbido.
A las 17:30 presentaré el cortometraje "La crónica", de Mario Beauregard, y haré una breve exposición sobre el asesinato serial y el séptimo arte.
Les presento un pequeño anticipo de mi charla.
Nos vemos la siguiente semana.

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Poetas, caníbales y otros dementes
el asesino serial en el cine
Segundo Festival Mórbido, Tlalpujahua, Michoacán.
Roberto Coria.


Dos policías llevan su segunda cena a un hombre en el inicio de sus cincuentas, vestido de blanco y convenientemente encerrado en una amplia jaula. El prisionero está rodeado de sus libros y dibujos, y escucha afablemente Las variaciones de Goldberg de Johann Sebastian Bach. El menú de la noche: chuletas de cordero, casi crudas, acompañadas de una guarnición de guisantes, granos de elote y una papa horneada. Los guardias, respetuosos pero precavidos, ordenan al custodiado ponerse contra los barrotes para esposarlo. Seguros de su inmobilidad, uno de los uniformados penetra en la jaula con el manjar, incluso procura no manchar los papeles que descansan en el escritorio. Antes de que puedan reaccionar, el hombre de blanco coloca las esposas al improvisado maître; se ha liberado con el alma de un bolígrafo que hábilmente escondió en su boca. Como un relámpago muerde el rostro del otro uniformado, luego le vacía su gas lacrimógeno antes de golpear repetidamente su cabeza contra la estructura metálica. El policía esposado grita de horror antes que el hombre de blanco, con el rostro ensangrentado y una expresión serena, le destroce el cráneo con su propio tolete. Los dos guardianes yacen inertes, en sendos charcos de sangre, mientras el homicida disfruta los últimos acordes su melodía. Su nombre, Hannibal Lecter. Su profesión, psiquiatra. Su naturaleza, asesino antropófago.
La anterior es una escena memorable de El silencio de los inocentes, adaptación cinematográfica de la novela homónima de Thomas Harris. Esta cinta valió a sus artífices, en 1991, incontables premios y el reconocimiento de la crítica y el público. Más allá, legitima a “todo un subgénero que no solo se nutre de la nota roja cotidiana, sino del suspenso, el relato policial, el horror y sus derivaciones el gore y el splatter, e incluso de la pornografía”, como bien asegura el investigador y crítico de cine Rafael Aviña.
Recordamos El silencio de los inocentes porque era una de las joyas de la videoteca que la Procuraduría de Justicia de la capital del país descubrió el 8 de octubre de 2007 entre las pertenencias de José Luis Calva Zepeda, en el interior del departamento 17 del edificio número 198 de la calle de Mosqueta, colonia Guerrero, en el centro de la ciudad de México. En la habitación contigua yacían los restos de Alejandra Galeana Gararvito, de 32 años, mujer divorciada, madre de dos hijos y empleada de una farmacia. Parte de su cuerpo fue mutilado y encontrado a medio cocer en una sartén. En sus posteriores declaraciones Calva Zepeda, hombre de 38 años, supuesto escritor, poeta y dramaturgo, se declaró admirador de Hannibal Lecter y se definió como “gastrónomo de afición, no de degustación, sino de elaboración”.
Los medios de comunicación se cebaron en el caso, inusual a todas luces en la nota roja nacional. Calva Zepeda fue apodado “el poeta caníbal”, aunque el calificativo no se ajusta a ninguna de sus acciones. Sin embargo ha permeado al imaginario popular como un asesino en serie, miembro de una ya no tan rara estirpe que protagoniza novelas, películas, documentales, series de televisión e historietas. En ella destaca más adecuadamente –en nuestro hermoso México- Gregorio Cárdenas Hernández, “el estrangulador de Tacuba”, bautizado así por los crímenes que cometió en 1942. Pero esa es otra historia.

martes, 20 de octubre de 2009

Inicia la segunda emisión de Mórbido.

El entusiasmo y amor por el cine de horror de Pablo Guisa dieron a luz al Festival de Cine de Horror Mórbido, que celebra su segunda emisión y tiene su sede en el bello pueblo de Tlalpujahua, Michoacán. Esta fiesta de cuatro días incluye presentaciones estelares (como la premiere de Rec2), proyecciones al aire libre, un homenaje a Abel Salazar, exposiciones y conferencias. Su servidor ha sido invitado para presntar el cortometraje "La crónica", de Mario Beauregard, y para disertar sobre el cine y el asesinato serial.
Inicia el jueves 22 de octubre y concluye el domingo 25.
Más información en su sitio web.
Allá nos vemos.

domingo, 18 de octubre de 2009

Sorprenden 'zombies' al DF

Alberto Cuenca
Domingo 18 de octubre de 2009
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De los cuerpos y de la boca de algunos goteaba sangre fresca que simulaban haber tomado de la última víctima.
Casi todos dejaban ver llagas en la piel descompuesta, o pústulas a las que les faltaba poco para reventar.
Con ellos venían niños que, como los adultos, exhibían las huellas de la decadencia en los ojos, en el color de la piel y en sus ropas.
Caminaron así por las calles del Centro Histórico, enfilándose hacia el Zócalo capitalino como lo hacen muchas otras marchas.
Pero esta no era una manifestación contra la desaparición de Luz y Fuerza del Centro; no demandaban vivienda y mucho menos exigían que una comisión fuera recibida por autoridades.
El contingente avanzaba lentamente por avenida Juárez. "A paso zombie, caminemos a paso zombie", decían ellos mismos, aunque cuando pasaban frente a un bar o restaurante se abalanzaban presurosos sobre los capitalinos que los miraban sorprendidos detrás del cristal.
Frente a la Alameda Central, el paisaje de un tradicional fin de semana se vio interrumpido por unos 300 muertos vivientes que conmemoraron la tercera edición de la "marcha zombie" en el Distrito Federal.
Disfrazados, maquillados, algunos con máscaras y ropas desgarradas, jóvenes de las diferentes subculturas y tribus urbanas caminaron del Monumento a la Revolución hacia el Zócalo capitalino, como parte de un evento a través del cual se le rinde tributo al género de terror, en particular a la cultura zombie e inspirados por películas como la Noche de los Muertos Vivientes y Resident Evil.
Así, le rinden también homenaje al director, escritor y actor de cine estadounidense, creador del arquetipo zombie, George A. Romero.
"La marcha zombie es una crítica de la realidad actual, donde el zombie refleja la deshumanización de la sociedad, la falta de valores y la masa consumista en la que nos hemos vuelto" , decía el zombie líder y organizador de esta marcha.
La primera marcha zombie se realizó en agosto de 2001 en Sacramento California, pero actualmente se realizan manifestaciones de este tipo en Amsterdam, Atlanta, Detroit, Londres, Sao Paolo, entre muchas otras ciudades de América y Europa.
Lo cierto es que este sábado al mediodía, en su camino hacia el Centro Histórico, la marcha zombie convocaba a la diversión, porque los jóvenes que participaban jugueteaban entre ellos y con la gente los observaba. Con un ánimo desenfadado estos zombies tomaban iconos, símbolos y aspectos de la realidad actual para expresarse, como cartulinas en las que se leía: "Jesucristo regresó de la muerte. Era zombie" o "Esto no es influenza, es el virus T" en referencia a la trama de la película Resident Evil.

viernes, 16 de octubre de 2009

INVITACIÓN

En el marco de la exposición "De la Tierra a la Luna", que se exhibirá del 7 de octubre al 14 de febrero próximos, mi amigo Bernardo Fernández BEF, talentoso escritor e ilustrador mexicano, presenta su exposición individual "Mexicanos en el espacio" en el Gabinete Gráfico del Museo Carrillo Gil, sito en Av. Revolución 1608 esquina con Altavista, Col. San Ángel. Se trata de una pequeña selección de obra gráfica que incluye su colección de litografías "¡BROM!", desarrollada durante una estancia en el taller de grabado del Museo Felguérez de Zacatecas.
Más información en su blog Monorama.
Ojalá puedan asistir.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Viaje al país de Lovecraft.

La Universidad Nacional Autónoma de México, casa generosa y siempre abierta a la inteligencia tolerante, recibirá el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en escasos días. Uno más de sus orgullos es la Revista de la Universidad de México, que acertadamente dirige Ignacio Solares. En su edición de marzo de 2009 apareció un ensayo que mi amigo Vicente Quirarte dedicó a uno de los autores de su primera educación sentimental: Howard Phillips Lovecraft. A continuación reproduzco el texto tal como fue publicado en la página web de la revista. Además de ser una espléndida guía para todo el que tiene el poder económico para visitar Priovidence, es un emotivo homenaje para el hombre que sabe soñar despierto. Que lo disfrutren.

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Viaje al país de Lovecraft
Vicente Quirarte

A medio camino entre la guía turística y la arqueología fantástica, Vicente Quirarte nos sumerge en el espacio tiempo de Providence, la mítica ciudad de Howard Phillips Lovecraft. No es exagerado preguntarse si quien ha visitado ese país es el mismo que ha salido de él. Para quienes hemos leído su obra inquietante, esta pequeña crónica ya forma parte del ciclo mitológico del gran escritor estadounidense.



¿Gobernar? ¿Quién gobierna en el mundo de los sueños?
¿Cuándo llegará el día en que gobiernen los lacayos?
Ésa es su vida, y trata fielmente de vivirla:
Que le dejen vivirla. No en la ciudad, el nido
Ya está sobre las cimas nevadas de las sierras
Más altas de su reino. Carretela, trineo,
Por las sendas: flotilla nívea, por los ríos y lagos,
Le esperan siempre, prestos a levantarle
Adonde vive su reino verdadero, que no es de este mundo:
Donde el sueño le espera, donde la soledad le aguarda,
Donde la soledad y el sueño le ciñen su única corona.
Luis Cernuda


Para Antonio Toca

En estos primeros años del siglo XXI aún es recomendable tomar el tren más lento que existe para llegar a la ciudad de Providence, en Rhode Island. De preferencia por la mañana, cuando apenas despierta la propia Pennsylvania Station de Nueva York, la ciudad parece recién nacida, aún cómplice de la noche, y presenta el aspecto que amenazaba a Howard Phillips Lovecraft. Al igual que otros seres sensibles, profundamente arraigados a su ciudad natal, que eligieron viajar más en el alma que en el cuerpo, la Ciudad Imperio resultó para él una desilusión y una tortura: “al buscar la maravilla y la inspiración entre los atestados laberintos de antiguas callejuelas que serpentean sin fin entre patios olvidados, plazas y muelles, en dirección a más patios, plazas y muelles igualmente olvidados, y en las modernas torres ciclópeas y pináculos que se yerguen tenebrosos y babilónicos bajo unas lunas menguantes, no había encontrado más que una sensación de espanto y opresión que amenazaba con someterme, paralizarme y aniquilarme”. Las palabras anteriores fueron escritas en 1925 por un escritor que deseaba apasionadamente serlo. Para lograr ese objetivo le dijeron que debía estar en Nueva York, lugar donde todo sucedía. Se disciplinó y aceptó hacerlo, aunque de inmediato ansiara volver a la ciudad donde aprendió a soñar y donde moriría soñando.
En el instante de su muerte, ocurrida a los cuarenta y siete años de edad en la ciudad que lo vio nacer, Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) era conocido por escasos aunque brillantes y lúcidos lectores, así como por la cofradía de discípulos que supo provocar y proteger. Él, que nunca tuvo más poder que el de su pluma, ejercería un hechizo de alcances inimaginables. Con el paso de los años su figura fue creciendo hasta convertirse en un clásico, y tanto su vida como su obra han merecido la admiración y el reconocimiento de sucesivas generaciones. Se cuestionan su estilo, sus reiteraciones, sus desenlaces previsibles. Lo que nadie pone en duda es que logró acuñar un adjetivo del que pocos autores pueden vanagloriarse: decimos lovecraftiano para definir lo indefinible, para nombrar lo innombrable. Ya en el siglo XXI, ha tenido lugar una nueva consagración. En su país natal, The Library of America lo incluyó, en 2005, en el catálogo de autores que integran el canon de la literatura en lengua inglesa, en una colección que se precia de preservar la mejor y más significativa escritura de Estados Unidos, en bellos y durables volúmenes, con textos autorizados. De manera significativa y re veladora, aunque se consigna que la selección de la obra fue llevada a cabo por un devoto de la literatura de horror como lo es Peter Straub, el libro carece de un estudio crítico que otorgue al escritor y a su obra el lugar de honor que merece al lado de Herman Melville o William Faulkner. Para su país de origen, Lovecraft es todavía el raro y el excéntrico al que la Academia norteamericana y el Olimpo literario se niegan a admitir con todos sus honores en sus selectas filas. Marginalidad es motivo de admiración, particularmente entre los jóvenes. Otra ha sido la fortuna del escritor en nuestra lengua. En España, la benemérita Editorial Valdemar —refugio de los devotos que saben que la oscuridad es otra luz— ha publicado en 2007 el segundo volumen de la Narrativa completa de Lovecraft ,preparada por José Antonio Molina Foix: una edición crítica y prolijamente anotada como no existe en la tierra natal del escritor. En este tren casi tan lento como el utilizado por Lovecraft es posible recorrer la costa este de Estados Unidos con la misma parsimonia con que lo hacía el escritor en los frecuentes tránsitos que hacía entre la ciudad imperio y Providence. Por el camino se tocan puntos que su pluma transformó para siempre e incorporó a una mitología que crece y se fecunda con el paso de los años: Arkham, Dunwich, Miskatonic son ciudades invisibles cuyas características reales es posible reconocer en paisajes que aún hoy se conservan, como sucede en las narraciones de William Faulkner o Juan Rulfo.

Llegar a la ciudad y no tomar un taxi. Tampoco preguntar. Tratar de adivinar “las callejas limpias de Nueva Inglaterra, por donde circula la fragante brisa marina del atardecer”. Mirar la estructura esbelta del Hotel Biltmore, que se levanta allí desde 1922 y es por lo tanto contemporáneo moderno de la juventud de Lovecraft, y en esa primera visión panorámica de la ciudad, es el único edificio de su tiempo. Lo demás está ocupado por nuevas estructuras que impiden ver de inmediato la perspectiva de la ciudad, y en las cuales resaltan los iconos de un mundo globalizado que hubiera horrorizado al conservador caballero de Rhode Island, lo mismo que los corredores, ciclistas y patinadores que a lo largo del río, bronceados y fornidos, practican su deporte maquillados y vestidos como si fueran a una fiesta. Como bien señala el polémico poeta y novelista francés Michel Houlebecq, en su libro H.P. Lovecraft, contra el mundo, contra la vida: “los escritores de literatura fantástica son, por regla general, reaccionarios, por la sencilla razón de que son especial, podríamos decir profesionalmente conscientes de la existencia del mal”. Sin embargo, una vez que se transpone el puente de acero y el río Providence, la ciudad del escritor se despliega en una fotografía fuera del tiempo. Las cúpulas de las numerosas iglesias, las casas georgianas van reafirmando la cartografía trazada por Lovecraft en sus relatos y explican por qué él, animal bípedo por excelencia, amaba llegar a la estación del tren o el autobús y hacer a pie el trayecto hacia su casa. En una de las páginas de El caso de Charles Dexter Ward, uno de sus múltiples alter ego, consuma su devoción por la ciudad que lo vio nacer:
La entrada en Providence por las amplias avenidas de Reservoir y Elwood le dejó sin respiración… En la plaza donde confluyen las calles Broad, Weybosset y Empire
vio extenderse ante él a la luz del crepúsculo las casas y las cúpulas, las agujas y los chapiteles del barrio antiguo, ese paisaje tan bello y que tanto recordaba. Sintió también una extraña sensación mientras el vehículo avanzaba hasta la terminal situada atrás del Biltmore revelando a su paso la gran cúpula y la verdura suave, salpicada de tejados, de la vieja colina situada más allá del río y la esbelta torre colonial de la iglesia Baptista cuya silueta rosada destacaba a la mágica luz del atardecer sobre el verde fresco y primaveral del escarpado fondo.

* * *
El Hotel que he reservado a través de la red se llama, por supuesto, Providence, y ocupa el local donde antes estuvo una tienda departamental. La generosidad de Dore Ashton, que me ha permitido estar una semana entera en su casa de Nueva York, logra pagar una noche en este lugar impoluto, pequeño, conservador, lujoso. Como joya de su corona ostenta el restaurante L’Epicurio. Frente a mi ventana se levantan una iglesia de ladrillo rojo, y aunque sepa que se llama Grace Church, como lector y devoto lovecraftiano decido que sea la misma donde tiene lugar su aterrador, inolvidable cuento The Haunter of the Dark. Alrededor de la iglesia pulula esa fauna común al viejo núcleo de las viejas ciudades, y cuyo carácter siniestro nace de que parecen nacidos con la ciudad misma, desde su fundación. Hombres solos y temibles, valientes pero tímidos, que han borrado su biografía y viven y ostentan su soledad en medio de la multitud.

Ciudad de colinas y estudiantes, Providence ofrece de inmediato los edificios que amaba la curiosidad intelectual de Lovecraft. En la biblioteca John Hay de la Universidad de Brown, a la que el joven Howard no pudo ingresar debido a la profunda depresión en la que cayó tras concluir el bachillerato, se encuentran custodiados actualmente sus papeles con el mismo celo con que se guardaba bajo llave el pavoroso Necronomicon. Uno de los viejos edificios que sale de inmediato al paso es la biblioteca del Atheneum, amada particularmente por Lovecraft porque era un sitio frecuentado por Edgar Allan Poe y donde conoció a Sarah Whitman, última mujer a la que públicamente cortejara. Además de la admiración natural que le despertaba el maestro, Lovecraft opinaba, como él, en palabras de Baudelaire, “que la mayor desgracia de su país consistía en no tener aristocracia de raza, atendido, según decía, que en todo pueblo que carece de ella no puede menos de corromperse el culto de lo bello, disminuir y desaparecer”. Para mi desilusión, no se encuentran en los hermosos anaqueles de esa acogedora biblioteca las primeras ediciones del escritor de Providence. Pero sí está una obra cuya lectura modifica de manera radical su biografía: Lord of a Visible World. An Autobiography in Letters, donde J.T. Joshi y David E. Schultz proporcionan, a través de las palabras del escritor, la vida de un niño poseedor de una de las infancias más plenas, imaginativas y felices de las que pueda darse noticia. La química, la astronomía, el periodismo, la bicicleta y la investigación detectivesca hicieron de Lovecraft un niño que en Providence halló, vivió y agotó el paraíso en la tierra. El libro es una selección de las setenta y cinco mil cartas, mensajes y postales que Howard escribió a lo largo de sus cuarenta y cinco años de existencia. Sorprende en la cantidad, la calidad y la penetración que tienen, la manera en que el escritor supo hacer de sí mismo su mejor creación y equipararse, subraya Joshi, a otros maestros del arte epistolar como Cicerón, Horace Walpole o Voltaire. En reivindación a la biografía de Sprague de Camp, que además de haber sido durante muchos años la única, Joshi ha publicado una nueva vida de Lovecraft, que combate la leyenda negra y maniquea establecida por el primer biógrafo. Considerado con justicia, como el mayor erudito de Lovecraft en lengua inglesa, Joshi es además autor de una enciclopedia lovecraftiana y una edición anotada del extenso ensayo “Supernatural horror in literature”, una de cuyas mejores y primeras traducciones al español fue hecha por Jorge Velasco y publicada hace más de tres décadas en esta misma Revista de la Universidad de México.

Inglaterra ha tenido la afortunada idea de honrar a Sir Arthur Conan Doyle no con una estatua suya sino mediante una escultura a su creación más memorable. En Edimburgo primero y más recientemente en Londres, a la salida de la estación Baker Street, sendas esculturas de Sherlock Holmes lo ponen otra vez en la calle, su coto de caza predilecto. En Providence no hay, por fortuna, para recordar a Lovecraft una escultura de las criaturas abominables y amorfas nacidas de su imaginación. En cambio, la ciudad ha tenido el buen gusto de colocar en un prado a las afueras de la biblioteca una placa donde figura la ya célebre e icónica silueta que representa el perfil del escritor, y cuyo origen fue tan humilde como pasajero: la mandó hacer, junto con las de los amigos que lo acompañaban, en el parque de diversiones de Coney Island. En la placa conmemorativa no se habla de él como escritor de obras fantásticas, sino se rinde homenaje a su amor a la ciudad en una estrofa de uno de sus poemas dedicados a ella.

En el restaurante L’Epicurio del Hotel Providence todo es lujoso pero falso. Prefiero salir a recorrer la ciudad de noche para recordar solidariamente a Lovecraft que, como los niños, comía helados y odiaba los maravillosos mariscos que sólo se dan en sus mares fríos. De vuelta a mi cuarto de hotel, mientras consumo mis magras raciones, condimentadas por el hambre y la fatiga, miro a través de la ventana: los solitarios de Grace Church se disponen a resistir la noche. A lo largo de ella, en los cuartos vecinos hay lamentos y ruidos extraños. Es la imaginación exaltada por Lovecraft, me digo. Más tarde, mi amigo Gilberto Prado Galán me dirá que en su visita a Providence se enterará de que en la ciudad está prohibida la prostitución, pero que los hoteles de todas las categorías la permiten y la propician entre cuatro paredes.

* * *
Amanecer en la ciudad. El mapa turístico de Providence amable, superficial, inofensivo, no incluye por supuesto el cementerio. Tengo que acudir al libro Lovecraft’s Providence de Henry L. Beckwith Jr., que mi amigo Pablo Soler Frost, explorador de esta ciudad en años previos, tuvo la generosidad de regalarme. No hay escala en el mapa que conduce al cementerio de Swan Point, pero calculo que debe estar a unos tres kilómetros del centro. Imposible abandonar Providence sin hacer una visita a ese lugar donde Lovecraft fue al encuentro de la verdadera sombra. Me pongo los tenis y corro a lo largo de Angell Street, en cuyo número 454 nació Lovecraft, aunque la casa ya no existe. Permanece la que se levanta en el número598, a uno de cuyos departamentos se cambió la familia tras la muerte del padre. Remonto esa calle de ortografía particular —llamada así en honor de Thomas Angell— como la recorrió Lovecraft, con la certeza y el solo privilegio que tienen los auténticos solitarios de encontrar una emoción distinta en cada caminata. En el trayecto encuentro el Hospital Butler, donde estuvo interno primero el padre y posteriormente la madre de Lovecraft. Continúo por Blackwood Road, que luego se transforma en Blackstone Boulevard, una amplia avenida con camellón. El camino es más largo de lo que suponía pero cinco kilómetros después encuentro el majestuoso Swan Point Cemetery, Serving New England since 1847, es decir, el año en que la bandera de las barras y las estrellas ondeó para nuestra vergüenza sobre Palacio Nacional. Silencioso, ordenado, pulcro hasta el exceso, como suelen ser los cementerios de Estados Unidos, y particularmente de Nueva Inglaterra. Aunque llevo apuntada la fecha del sepelio de Lovecraft, para localizar su tumba no hay necesidad de que tenga contacto alguno con la raza humana. Antes de entrar en la oficina a preguntar informes, me sale al paso una máquina que me ordena, silenciosamente, que oprima sus teclas. Me proporciona la localización de la tumba y tomo un mapa para guiarme. Las instrucciones parecen precisas: caminar a lo largo de la Holly Avenue, cruzar el Alfred Stone Memorial, el estanque con una enorme roca en el centro y desembocar en la sección 281 de Hemlock Avenue. Llego al lote indicado pero tras media hora de búsqueda no encuentro a mi escritor. Ninguna persona a la cual preguntar. Ningún panteonero fiel, con su cubeta estridente y servicial como los que brotan como hongos en nuestros camposantos. Como no he traído cámara al cementerio, tengo pretexto para decir a mis amigos que lo son también de Lovecraft que sí hallé la tumba pero que no pude fotografiarla. ¿Me creerían Luis Chumacero, Roberto Coria, Antonio Toca, Mauricio Molina, Francisco de León? Si yo fuera ellos, no. Paso por enésima vez frente a la tumba de la familia Potter, cuyo apellido, por razones obvias, es el que más resalta entre sus vecinos. El cielo comienza a encapotarse de manera extraña para estos días de abril. Sopla un viento semejante al de la película The Omen y siento, como debe de ser, miedo, la primera y más antigua de las emociones humanas, como escribe el maestro. A punto de abandonar la búsqueda, paso otra vez por la monumental cripta de los Potter y miro hacia abajo: tres mínimas placas ostentan los nombres de la familia Lovecraft. He aquí la paz final, maestro, amigo. Para grandeza de su discreción y su elegancia, no hay flechas que lleven a su tumba. Sólo el viento que limpia y renueva la vida en este lugar donde habita la muerte. Sólo el apellido familiar que usted honró con resultados que jamás pudo haber imaginado. Estoico y cortés ante la enfermedad, fue paciente ejemplar para médicos y enfermeras que trataron de hacer lo más tolerable posible su cáncer estomacal. La última de las cartas que escribió revela no al hombre hosco y solitario que el sensacionalismo ha querido ofrecernos, sino a un caballero preocupado por las enormes minucias de los otros.

Peregrinación cumplida. Para volver al mundo de los vivos, salgo corriendo del cementerio. Me sale al paso una mujer policía más grande y negra que su patrulla y me asesta un categórico: “This is no place for jogging”.Tiene razón. Salgo, humillado y ofendido, con paso lento, a recorrer la distancia que me separa de la puerta del cementerio. Las palabras de la policía son un insulto —como resultan serlo mi sudor, mis pantalones cortos— pero también un homenaje a Lovecraft, un llamado al respeto, articulado por la representante de una de las razas que él detestaba. Escuchemos otra vez a Houlebecq:
Así que ya no se trata del racismo bien educado de los WASP, sino del odio brutal del animal que ha caído en una trampa, que se ve obligado a compartir la jaula con animales de especies diferentes y temibles.

De vuelta en el centro de la ciudad, desemboco en el río y subo hasta el parque Crescent, paseo predilecto de Lovecraft. A lo largo de estas balaustradas caminaba, en sus bancas leía o se abstraía en la contemplación de una ciudad que nunca lo cansaba y donde seguramente aceptó la declaración de amor de Sarah Green, la única mujer con la que tuvo intimidad y que sería su esposa durante dos años. Al igual que los grandes solitarios que no encuentran en una pareja convencional la correspondencia para su sed de vida, Providence devolvió a Howard con creces sus caminatas y retornos, su anclaje en calles y edificios que le recordaban tiempos mejores, acaso míticos e imposibles. Aquí fue feliz porque aquí decidió descubrir su máquina del tiempo. No inventar sino descubrir. Como Hawthorne y Melville, quiso encontrar un país de nunca jamás en tierras y en tiempos donde se adoraba casi exclusivamente al becerro de oro. ¿Para qué hacer infiernos en este paraíso? Tal vez para apreciar mejor lo que destruimos. Los monstruos de Lovecraft tienen nombres y rostros, pero en una de las múltiples lecturas que su obra permite, esas entidades que amenazan a la especie humana y le reclamaban su lugar en el planeta que llamamos las Tierra son las guerras, los huracanes, los tsunami, la peste negra aparecida en el siglo XX, contra la cual no hay cura y que convierte en realidad algunas de las metáforas más fuertes y amenazadoras de “El horror de Dunwich”.

* * *
Para despedirse mejor de la ciudad de Lovecraft es conveniente hacerlo en una librería de segunda mano. Cellar Stories se ostenta como el más grande negocio de libros raros y usados de Rhode Island. No hay aparador. Para llegar a ella hay que subir unos escalones desvencijados que conducen a un segundo piso donde se exhibe, en ordenado caos, un arsenal bibliográfico que va de lo desechable a lo maravilloso. No tienen por desgracia –y también por fortuna- la primera edición de Al Azif, escrito hacia 730 d.C., en Damasco, por el árabe loco Abdul Alhazred, traducido al griego en 950 como el Necronomicon por Theodorus Phileras, pero la sección de grabados de la tienda es casi tan ordenada, selecta y sorprendente como la colección de libros de vampiros. En la parte dedicada a Lovecraft, tengo la fortuna de hallar un ejemplar de una edición de 1944 preparada por August Derleth, amigo, colaborador y el cierto modo albacea del maestro: un libro de pasta dura honra a quien nunca ocupó la portada de las revistas donde colaboraba, y cuyo único libro alcanzó doscientos ejemplares. Sin embargo, lo más lovecraftiano es encontrar libros que ostentan el nombre de Brett Rutherford, su dueño original: una biografía de Vlad Tepes, una colección de relatos de Algernon Blackwood y The Natural History of the Vampire de Anthony Masters. Las ediciones, todas en pasta dura, están asombrosamente bien cuidadas: el lomo intacto, los discretos y escasos subrayados siempre a lápiz. Cada volumen ostenta su orgulloso ex libris, cuidadosamente pegado: un cráneo, un sapo a punto de dar un salto, y el nombre del antiguo dueño en prolija caligrafía. Cuando pregunto al encargado de la librería quién era esa persona, responde que un hombre joven, estudiante de la Universidad, que tuvo que abandonar sus estudios y vender sus libros. Su filiación corresponde impecablemente a la de los personajes de los cuentos de Lovecraft: jóvenes solitarios, apasionados, sedientos de un prohibido y peligroso conocimiento. Nunca sabemos qué comen o si sudan, ni de qué color es su camisa. Sólo que van el encuentro del horror. Por eso el mejor personaje de Lovecraft es el lector de Lovecraft. Mejor si es joven y cree que el miedo en la página es una forma de purificación. Naturalmente, nunca aman ni tienen una pareja sentimental, porque, como bien dice Houlebecq, “en el universo de Lovecraft, la crueldad no es un refinamiento intelectual; es una pulsación bestial, que se asocia a la perfección con la más lóbrega estupidez. Y los individuos corteses, refinados, de maneras delicadas…son las víctimas ideales”.

* * *
En el tren de vuelta a Nueva York reviso la pesca bibliográfica de la jornada, a la luz luminosa del maestro Lovecraft. Vuelven a pasar lista los libros por él leídos. El libro de Joshi recoge la última carta escrita por nuestro autor, donde aparece un hombre valeroso, con una gran deferencia hacia la dignidad propia y por ende hacia la dignidad de los otros.
En el volumen de los cuentos de Lovecraft preparados por Joyce Carol Oates, brilla el fragmento indeleble de una carta del maestro, que es la mejor despedida para la ciudad de sus sueños. Los que vivió con los ojos cerrados y aquéllos que conjuró, con más frecuencia, en ese país de sombras largas llamado la vigilia:

Para todos los intentos y propósitos estoy por naturaleza más aislado de la humanidad que el propio Nathaniel Hawthorne, quien vagaba solitario en medio de las multitudes…la gente de un lugar no me importa en absoluto sino como un componente del paisaje general y el escenario…mi vida se encuentra no entre la gente sino en escenas. Mis afectos locales no son personales sino topográficos y arquitectónicos…Lo mío es la Nueva Inglaterra, de una forma o de otra. Providence es parte de mí. Yo soy Providence.


sábado, 10 de octubre de 2009

Querido Edgar Allan Poe.

Una de las personas que conoce más sobre la vida y obra de Edgar Allan Poe es mi amigo Vicente Quirarte, poeta, ensayista y dramaturgo mexicano. Él tuvo la visión y entusiasmo para fundar la Casa Poe, recinto enclavado en la Ciudad de México que tiene como cimiento su amor a las letras. También fue el inspirador de una serie de actividades que el colectivo Cadáver exquisito realizó en el bicentenario del nacimiento del Maestro Poe. En el 160 aniversario del ingreso a la inmortalidad, me permito reproducir la carta que Vicente escribió al autor del Corazón delator como un tributo a su genio imperecedero.

Querido Edgar Allan Poe:
Las cosas en el que fue su mundo han cambiado, pero aún permanece la barbarie del que todo lo quiere sin importar los medios. A ningún muerto le importa saber que vive en la memoria de quienes le sobreviven, pero desde donde Usted se encuentre debe sonreír, satisfecho por haber escrito “El extraño caso del señor Valdemar”: como él, nos habla desde un dominio que nuestras limitaciones nos obligan a llamar más allá. Usted lo supo mejor que nadie. Ser escritor es una victoria formada por una suma de fracasos. Como los boxeadores, usted vivió en un país y en un tiempo donde para mantenerse en la cúspide era necesario hacer a un lado la pasión del amateur que actúa porque quiere y no porque debe. Antes de Hawthorne y Melville, dos de sus grandes herederos, se atrevió a decir no y a escribir historias incomprensibles, ambiguas, laberínticas, cuyos lectores aún no nacían. Ahora las cosas son distintas y Usted tiene qué ver con todo y con todos: con el adolescente que en su ansia de vida se descubre entre el pozo y el péndulo antes de encender la televisión, esa caja del diablo que hubiera podido inventar el profesor Von Kempelen; con el proyecto de Alan Parson, quien tradujo al pentagrama no las anécdotas sino los climas de sus Tales of Mystery and Imagination; con los Beatles, que lo colocan en la portada de su Banda de los Corazones Solitarios del Sargento Pimienta; con Diamanda Galas y su desgarradora plegaria por la peste de este fin de siglo, tan devastadora como la muerte roja.

Usted nunca tuvo hijos, mas procreó una dinastía de descastados: el inmenso Charles Baudelaire, quien de no haber escrito nada, hubiera pasado a la Historia como el más generoso y eficaz agente literario, como el príncipe de los amigos en el más ingrato y solitario de los oficios; Horacio Quiroga, poseído por la fiebre diurna que azuzó los terrores de Arthur Gordon Pym; el torturado Howard Phillips Lovecraft, vagabundo en las calles de Providence, descubriendo en cada esquina que los monstruos nacen de las profundidades del corazón. Jorge Luis Borges, amante de los laberintos y la limpieza matemática de la prosa, nos enseñó a entrar con más cuidado en senderos de los que Usted fue pionero.

Ahora sus compatriotas –esos que en vida no lo merecieron- han alcanzado la Luna, como antes lo hizo el globo aerostático de su Hans Pfall. Las computadoras resuelven en segundos la criptografía que a los personajes de “El escarabajo de oro” les llevó una vida. El cine, desde la obviedad estremecedora de Vincent Price al lirismo de Louis Malle, se ha encargado de traducir, con mayor o menor fortuna, sus visiones. Marie Bonaparte, discípula de Sigmund Freud, lo tomó como modelo de laboratorio para ilustrar los abismos del alma. En fecha reciente, un ejemplar de Tamerlane, su libro de poemas, se vendió en una cantidad que sólo por vergüenza nos callamos.

El mal no termina, y para encontrar las fuerzas que lo mueven no bastan los tecnócratas: es necesaria la fuerza y la tenacidad de un August Dupin. El detective sigue siendo –por fortuna- un hombre común, víctima de sus iluminaciones y desastres. La literatura, tal y como Usted la concibió, sigue siendo un juego de inteligencia, de pasión domada: el azar es consuelo de los mediocres. El triángulo brevedad-intensidad-efecto que resolvió con limpidez de teorema en “La filosofía de la composición” está marcado a fuego en todo aquel que desea transladar la horrible realidad a la existencia incorruptible del texto perfecto.

Quien nace para vidente, intuye lo que vendrá, no obstante la imprecisión y vaguedad de las formas. Usted sabía todo esto. De ahí la ambigüedad de esa semisonrisa que lo caracteriza en la mayor parte de sus retratos. A 160 años de su partida, Usted, Edgar Allan Poe, es cada vez más joven. Si vuelve a morir, será por nuestra incapacidad para seguir mirando los fulgores de su exigente diamante. Lo afirman los más autorizados académicos; lo comprueba el niño que en mitad de la noche descubre que en su ropero se congregan los terrores del primer hombre, ése que en el cielo descubrió su miedo y con ello supo que, a pesar de todo, vivir es una aventura incomparable.

Vicente Quirarte.

martes, 6 de octubre de 2009

En el 160 aniversario luctuoso de Edgar Allan Poe.

Basta de vampiros (por ahora).
En el ensayo que Julio Cortázar dedica al mito literario llamado Edgar Allan Poe, da cuenta del testimonio hecho por el Dr. John Moran, el médico que asistió al poeta maldito en sus últimas horas: “Estaba ya perdido para el mundo, a solas en su particular infiero de vida, entregado definitivamente a sus visiones [...] El resto de sus fuerzas [...] se quemó en terribles alucinaciones, en luchar contra las enfermeras que lo sujetaban, en llamar desesperadamente a Reynolds, el explorador polar que había influido en la composición de Gordon Pym y que misteriosamente se convertía en el símbolo final de esas tierras del más allá que Edgar parecía estar viendo, así como Pym había entrevisto la gigantesca imagen de hielo en el último instante de la novela [...] Como le dijeran que estaba muy grave, rectificó: No quiero decir eso. Quiero saber si hay alguna esperanza para un miserable como yo. Murió a las tres de la madrugada del 7 de octubre de 1849. Que Dios ayude a mi pobre alma, fueron sus últimas palabras”.
La noche que murió Poe es la historia conjetural, en un acto, de lo ocurrido esa noche de otoño en la sombría habitación de un hospital de Baltimore. La escribí basándome en la vida y obra del poeta. Me permito reproducir la primera escena del texto como mi humilde homenaje en el 160 aniversario de su fallecimiento.

Escena 1
Edgar
Una sombría habitación en el Washington College Hospital. Se escuchan los ecos de lamentos y quejidos de otros pacientes. En el extremo derecho del cuarto yace postrado en una cama Edgar Allan Poe, cubierto por una sábana blanca que pretende hacer juego con la bata que viste. Se convulsiona en el lecho. Su cabello y bigote negros acentúan su tez mortalmente pálida. Está bañado en sudor, atormentado por terribles alucinaciones, en algún lugar entre el sueño y la conciencia. Se escucha repentinamente el tañer de las campanas de una iglesia cercana. Anuncian la medianoche.

Poe.- Escuchad las sonoras campanas. ¡Qué historia aterradora presagian excitadas! ¡Cómo llenan de histéricos aullidos el aturdido oído nocherniego! ¡Cómo rechinan, chocan y braman! ¡Cuánta desesperación derraman en el seno de aire palpitante! Pero el oído sin duda intuye, en el talán y el repicar, cómo el peligro crece o huye...
Silencio. Se escucha repentinamente un golpe en la puerta. Poe se sobresalta.
Poe.- ¿Quién llama a mi puerta? Acaso un visitante que a deshora a mi cuarto quiere entrar. Eso es todo, y nada más. Señor o señora, en verdad vuestro perdón imploro, mas el caso es que, adormilado cuando vinisteis a tocar quedamente, tan quedo vinisteis a llamar, a llamar a la puerta de mi cuarto, que apenas pude creer que os oía. Ciertamente, ciertamente algo sucede en la reja de mi ventana. Dejad, pues, que vea lo que sucede allí, y así penetrar pueda en el misterio. Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio, y así penetrar pueda en el misterio.
Se escucha una puerta que se azota y el aleteo y graznido de un cuervo. Poe sigue con su mirada, sobresaltado, su presencia invisible hasta el dintel de la puerta de la habitación.
Poe.- Aun con tu cresta cercenada y mocha, no serás un cobarde, hórrido cuervo vetusto y amenazador. Evadido de la ribera nocturna. ¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!
Voz en off.- Nunca más.
Poe.- Otros amigos se han ido antes; mañana él también me dejará, como me abandonaron mis esperanzas.
Voz en off.- Nunca más.
Poe.- ¡Profeta! ¡Cosa diabólica! ¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio enviado por el Tentador, o arrojado por la tempestad a este refugio desolado e impávido, a esta desértica tierra encantada, a este hogar hechizado por el horror! Profeta, dime, en verdad te lo imploro, ¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad? ¡Dime, dime, te imploro!
Voz en off.- Nunca más.
Poe.- ¡Sea esa palabra nuestra señal de partida pájaro o espíritu maligno! ¡Vuelve a la tempestad. No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira que profirió tu espíritu! Deja mi soledad intacta. Aparta tu pico de mi corazón y tu figura del dintel de mi puerta.
Voz en off.- Nunca más... nunca más... nunca más... nunca más... nunca más...
Poe.- (Se lleva las manos a la cara y comienza a gritar desesperado) Nunca más... nunca más... nunca más... ¡Reynolds! ¡Reynolds!
Entra en la habitación Miss Harold, la enfermera, alarmada por los gritos de Poe. Trata de controlarlo.
Miss Harold.- Señor Poe, cálmese, por favor. Tiene que calmarse.
Poe.- ¡Reynolds! ¡Necesito ver a Reynolds!
Miss Harold.- (Se sienta en la cama y lo sujeta) Aquí no hay nadie con ese nombre, señor Poe, se lo he dicho mil veces. Por favor tranquilícese o el doctor Moran ordenará que lo atemos de nuevo.
Poe.- Necesito hablar con Reynolds, es cuestión de vida o muerte. Mi alma inmortal depende de ello. ¡Reynolds! ¡Reynolds!
Miss Harold.- Cálmese ya. Todo fue un sueño.
Poe.- (La mira, desconcertado) ¿Un sueño? Ojalá mi vida joven fuera un sueño duradero, y mi espíritu durmiera hasta que el rayo certero de la eternidad anunciara el nuevo día (se tranquiliza).
Miss Harold.- En unas horas amanecerá y se sentirá mejor, ya lo verá.
Poe.- (Desconcertado) ¿Quién eres tú, ángel sereno, que ha venido a confortarme en estas horas aciagas? ¿Virginia? ¿Virginia, eres tú?
Miss Harold.- No, señor Poe. Soy Miss Harold, su enfermera. ¿No me recuerda?
Poe.- Por supuesto que la recuerdo. Sólo es que todo es tan... confuso. He perdido la noción el tiempo. No sé si es día o noche. Transito por un camino oscuro y yermo. Me siento cansado, muy cansado.
Miss Harold.- Duerma, duerma. Todo va a estar bien.
Poe se sume de nuevo en la inconsciencia, balbucea palabras ininteligibles. La enfermera toca su frente. Toma un recipiente con agua, moja un paño, y comienza a enjuagarle el sudor.
Miss Harold.- Pobre alma desdichada. Si tan sólo pudiéramos hacer algo para mitigar su sufrimiento.
Se abre la puerta. Entra el doctor John Moran. Es un hombre en sus cuarentas que viste bata blanca y lleva un expediente médico en la mano.
Dr. Moran.- ¿Alguna mejoría?
Miss Harold mueve la cabeza, negativamente.
Dr. Moran.- ¿Ha logrado retener alimentos?
Miss Harold vuelve a negar con la cabeza.
Dr. Moran.- No me sorprende. Mañana cumplirá aquí cuatro días y no responde al tratamiento. El deterioro es más avanzado de lo que esperé.
Miss Harold.- ¿Averiguó quién es ese Reynolds, a quien llama insistentemente?
Dr. Moran.- No. Esta mañana escribí un telegrama a su tía, una señora llamada María Clemm, y me respondió que no hay nadie con ese nombre entre sus familiares y amigos, que en realidad son muy pocos.
Poe.- (Como débiles susurros) Muddie, mi amada Muddie.
Miss Harold.- ¿Y en su trabajo?
Dr. Moran.- Nada. A decir verdad, el señor Poe no es un hombre muy apreciado en su gremio. Y no me sorprende. Su vicio y la agudeza de su pluma le han ganado varias enemistades.
Miss Harold.- ¿A qué se refiere?
Dr. Moran.- Un crítico literario, como lo es el señor Poe, siempre ofende susceptibilidades. Por sólo citar un ejemplo, me entrevisté con un señor Griswold, un editor que trabajó con él hace tiempo, quien sólo usa palabras como “ebrio”, “drogadicto” y “loco” para describirlo.
Miss Harold.- Qué terrible manera de expresarse de alguien.
Dr. Moran.- Y a decir verdad, su estado físico y la naturaleza de su obra parecen confirmarlo.
Miss Harold.- ¿Todo lo que se dice sobre él es cierto?
Dr. Moran.- Al menos la mayor parte. ¿Ha leído alguno de sus cuentos?
Miss Harold.- No.
Dr. Moran.- Y no se lo recomiendo.
Miss Harold.- ¿Es un mal escritor?
Dr. Moran.- Por el contrario. Creo que no me expresé correctamente. Es brillante, excepcional, mil millas por encima de otros autores que he leído. Me refería a sus temas, mórbidos, escandalosos, terribles. Créame, le provocarían pesadillas.
Miss Harold.- ¿Qué tuvo que sucederle a este hombre para llegar a este estado?
Dr. Moran.- ¿Estaba usted de guardia el día que lo internaron?
Miss Harold.- No.
Dr. Moran.- El Dr. Snodgrass recibió un mensaje de un caballero de apellido Walker. En la nota le informaba de un hombre que halló en la taberna de Ryan, al parecer completamente ebrio, que se encontraba mentalmente perturbado y precisaba asistencia médica urgente.
Miss Harold.- ¿Era el señor Poe?
Dr. Moran.- (Asiente con la cabeza) El Dr. Snodgrass acudió a la taberna de inmediato y comprobó la gravedad de su estado. Lo trajo al hospital y lo puso bajo mi cuidado. Debió haberlo visto. Su condición era alarmante, gritaba y forcejeaba con los enfermeros. Se necesitaron cinco personas para someterlo. En mi experiencia no había visto un caso igual.
Miss Harold.- Dios mío. ¿Y no había nadie más con él? ¿Algún compañero de borrachera?
Dr. Moran.- Nadie. Tampoco llevaba nada consigo, ni dinero, ni objetos de valor, ni identificación alguna. Hubiera pasado por un pobre indigente si no lo hubiera reconocido. Su aspecto era terrible, y no sólo en lo físico. Su ropa estaba en el peor estado, sucia, andrajosa. La única prenda en regular estado era esa capa negra (señala el ropaje en el perchero, al fondo de la habitación). Luchó como una fiera cuando tratamos de quitársela, así que optamos por dejarla cerca de él.
Miss Harold.- (Suspira) Pobre hombre. ¿Hay alguna esperanza para él?
Dr. Moran.- Hemos agotado todos nuestros recursos, y no parecen surtir efecto. Las alucinaciones y el delirium tremens son las fases más graves del alcoholismo. Pocos han sobrevivido a ellas. Su corazón y su cerebro están pagando las consecuencias de su vida disipada. Sólo podemos esperar un desenlace fatal.
Miss Harold.- ¿Entonces no queda nada más por hacer?
Dr. Moran.- Sólo hacer sus últimas horas lo más confortables que podamos.
Moran se dirige a la puerta.
Miss Harold.- Su tía.
Dr. Moran.- (Se detiene) ¿Si?
Miss Harold.- Acaba de mencionar a una tía. ¿No cree que debería estar a su lado, en el último momento?
Dr. Moran.- (Suspira) No le informé los detalles de la condición del señor Poe. Es una mujer de edad avanzada, enferma. Sufriría demasiado. Sería devastador para ella verle en este estado.
Miss Harold.- Nadie debería de morir así.
Dr. Moran.- Tiene razón, pero ya no está en nuestra manos.
Sale Moran. Miss Harold toma de la mano a Poe, se levanta y se dispone a apagar la lámpara de gas de la pared. Edgar la detiene.
Poe.- Por favor, no. Déjela encendida. No quiero que la oscuridad me devore.
Miss Harold obedece, le ofrece una sonrisa compasiva y sale de la habitación.
Poe.- No quiero transitar solo por ese camino oscuro y yermo que asolan ángeles enfermos, donde la Noche es el icono que reina erguido en su negro trono.
Transición a escena 2.

domingo, 4 de octubre de 2009

La última y nos vamos (sobre Drácula)

En mi obra de teatro El hombre que fue Drácula, conjeturo sobre los eventos en que el profesor Armenuis Vámbéry, historiador, folklorista y catedrático de la Universidad de Budapest, presentó a Bram Stoker la figura del Voivoda Vlad III, conocido como Drácula, Hijo del Dragón, por los honores conquistados por su padre. La erudición del académico ocupó un papel trascendental en la concepción de uno de los villanos más memorables de la cultura contemporánea. En la fotografía de una escena de la obra vemos (de izquierda a derecha) a Luis Miguel Lombana como Bram Stoker, a Elena de Haro como Ellen Terry y a Nicolás Núñez como Henry Irving, todos actores talentosos, orgullo del teatro universitario. Me permito reproducir el encuentro entre el académico y el escritor. Con especial dedicatoria para mis alumnos en el seminario de SOGEM Puebla.

ACTO SEGUNDO.

Escena 1. El Voivoda Drácula


Se abre el telón.
La Sala de Lectura del Museo Británico. Entran Bram y el profesor Vámbéry. Bram lleva consigo la libreta de pasta roja que Hall Caine la obsequió en la escena previa, visiblemente engrosada por su trabajo.
VÁMBÉRY.- (Observa el salón repleto de libros, entusiasmado) ¡Fascinante! Desde la majestuosa Biblioteca de Alejandría, este debe ser el recinto más grandioso jamás construido.
STOKER.- Una comparación arriesgada, profesor. Toda biblioteca es grandiosa por sí misma, sin importar sus dimensiones.
VÁMBÉRY.- Tiene razón. Nuestro amigo Hall me puso al tanto de los progresos en su investigación. Debo felicitarlo, amigo Stoker.
STOKER.- Gracias, profesor.
VÁMBÉRY.- A estas alturas, creo que se ha convertido en una autoridad en el estudio de los vampiros.
STOKER.- Y sin embargo, ahora deseo extender mi visión hacia otra área del conocimiento.
VÁMBÉRY.- ¿A cuál de ellas?
STOKER.- La Historia. De su país, concretamente.
VÁMBÉRY.- (Mira a Stoker con perspicacia) Creo que sé a dónde se dirige.
STOKER.- Como le habrá comentado Hall, aunque mi relato es una obra de ficción, he tratado de afianzarlo en la realidad.
VÁMBÉRY.- ¿Qué busca exactamente?
STOKER.- No lo sé... Un compatriota mío, el doctor Polidori, creó décadas atrás un personaje atemorizante, Lord Ruthven. Un aristócrata vampiro. De fríos ojos grises. Fascinante para las mujeres, temible para los hombres...
VÁMBÉRY.- Los vampiros existen, amigo Bram. Incluso se encuentran más cerca de lo que podemos sospechar. Usted, yo, todos somos vampiros. Piense en el Imperio Británico. No hay mejor ejemplo de lo que la codicia, el apetito por poseer al otro, puede alcanzar.
STOKER.- Una opinión incendiaria, profesor. Todo lo hecho por la corona ha sido en el mejor interés de sus habitantes.
VÁMBÉRY.- (Enardecido) ¿Y qué hay de los intereses de los demás? La Guerra de Crimea. Más de cien mil vidas destruidas, todo por la ambición desmedida y la incapacidad de convivir con las creencias de los demás. Su Reina tiene las manos machadas de sangre.
STOKER.- (Carraspea, incómodo) Eh...profesor...Tal vez este no sea el mejor lugar ni el momento adecuado para discutir sobre el tema.
VÁMBÉRY.- (Recupera la calma) Disculpe mi imprudencia. Soy oriundo de latitudes que han sufrido la opresión y el rechazo por siglos.
STOKER.- Lo comprendo.
VÁMBÉRY.- (Medita un instante, luego se lleva la mano a la barbilla) Creo que tengo justamente lo que busca.
Vámbéry su sumerge en la pila de documentos y extrae un grueso y desgastado volumen.
STOKER.- Eso es... (lee la cubierta) “Recuento de Principados de Valaquia y Moldavia”
Vámbéry sopla sobre el libro y se forma una nube de polvo. Bram tose mientras el profesor abre el tomo.
VÁMBÉRY.- Aquí encontrará la historia del sanguinario y cruento Voivoda Vlad III, conocido como Drácula, Hijo del Dragón, por los honores conquistados por su padre.
STOKER.- ¿Drácula?
VÁMBÉRY.- Los Drácula fueron una estirpe noble e ilustre, aunque sus contemporáneos afirmaban que sostenían tratos con el Diablo.
STOKER.- ¿Practicaban artes oscuras?
VÁMBÉRY.- No hay registros claros de ello. El Príncipe Vlad se hizo famoso por su lucha contra los turcos para defender las fronteras de Transilvania. Era uno de los hombres más inteligentes y astutos de su época.
STOKER.- Debió ser un gran personaje.
VÁMBÉRY.- Así fue. Pero su grandeza era sólo comparable a su crueldad.
Bram mira a Vámbéry con estupor.
VÁMBÉRY.- Debe entender, amigo Stoker, que esos fueron tiempos violentos. Los monarcas de la época gobernaban mediante el miedo, la más poderosa de las emociones humanas. En su juventud, cuando fue prisionero de sus enemigos, Vlad lo conoció en su forma más pura, y aprendió los más despiadados métodos para provocarlo a través de la profanación del cuerpo. La hoguera, decapitaciones, mutilaciones, desmembramientos, eran sólo algunas de las atrocidades que practicaba.
El asombro es evidente en el rostro de Bram.
VÁMBÉRY.- Pero hay algo más. El Voivoda Drácula fue conocido también como Tsepech, por su más sádica costumbre: empalar vivas a sus víctimas, fuesen soldados enemigos o miembros de la voraz burguesía de su tiempo. Una de las formas más sanguinarias de tortura, cuya agonía podía retardar días antes de que sobreviniera la muerte, de manera similar a la crucifixión. (Le muestra el libro) Vea este grabado. Al príncipe le encantaba desayunar al fresco mientras contemplaba su macabra creación.
STOKER.- (Señala el grabado) ¿En ese cáliz bebía la sangre de sus víctimas?
VÁMBÉRY.- En absoluto. Hay manuscritos que le califican de vampyr, pero no. Era un hombre de carne y hueso, como usted o como yo. Murió en combate, asesinado por un traidor. Su cabeza fue cortada y enviada al Sultán, quien quería cerciorarse de su muerte.
STOKER.- Un final terrible para un hombre terrible.
VÁMBÉRY.- Y sin embargo, en mi país se le recuerda como a un héroe.
STOKER.- (Para sí) Un hombre así, capaz de inspirar ese miedo, es justamente lo que necesito.
VÁMBÉRY.- La historia está ahí, amigo Stoker. Hágala suya.
STOKER.- (Medita) Lo haré, profesor. Gracias.
Stoker toma el texto e inicia su lectura. Vámbéry hace lo propio con otro libro.
Oscuro.

jueves, 1 de octubre de 2009

Drácula, una vida ejemplar.

He dedicado varias entradas de este blog a los vampiros. Quizá porque son mi primer romance literario, quizá porque es el tema con que más me he vinculado. Aunque he estudiado otras figuras, no puedo resistir el llamado de la sangre. Recientemente escribí sobre la secuela de la historia canónica del subgénero. Hoy consagro este espacio al personaje histórico que inspiró en parte a Bram Stoker para concebir su creación más perdurable. En el pasado traté con Guadalupe Gutiérrez el tema en Testigos del Crimen. Sin duda alguna la figura más relacionada con el vampirismo, gracias a la imaginación del autor irlandés, es Vlad Drácula, quien nació en algún momento de 1431. Su padre, Vlad Dracul, adquirió este nombre cuando en el mismo año recibió la Orden del Dragón del santo emperador romano Segismundo de Luxemburgo, nombrándolo defensor de las fronteras de Transilvania.
Vlad Drácula simplemente heredó el nombre de su padre, no se le adjudicó a causa de su notable crueldad como mucha gente supone. En su libro Dracula, a biography of Vlad the impaler, los antropólogos Raymond McNally y Radu Florescu citan al profesor Constantino C. Giurescu, decano de los historiadores rumanos:
El nombre Drácula pertenece a la categoría de los sufijos romanos que terminan en ulea, tales como “mamulea”, “tatulea” y “radulea”. Dracula, o más específicamente “Draculea”, significa, de este modo, hijo del diablo, así como Tatulea quiere decir hijo de Tatul. Drácula fue el hijo del diablo, ya sea porque su padre haya sido un malvado, se le haya visto o se le haya hecho aparecer como un ser malvado. Más probablemente, a causa de que la Orden que heredó de su padre tenía un símbolo malvado.
Los cronistas rumanos se referían a Vlad mayormente no como Drácula, sino como Tepes, el Empalador (tse-pesh significa estaca en la lengua rumana) en alusión al método favorito del príncipe de imponer la muerte lenta a sus enemigos. Se dice que Vlad aprendió y perfeccionó este método de tortura en su infancia, mientras era prisionero -junto con su padre y su hermano Radu- del sultán Murad II en Turquía.
Vlad heredó el trono de su padre y gobernó la región de Valaquia en intervalos de 1456 a 1476. Su reinado fue una especie de puritanismo calvinista caracterizado por su conducta despiadada hacia los enemigos de su nación o a quienes juzgaba culpables de inmoralidad o pereza. A la caída de Constantinopla en 1453 inició una guerra sin cuartel contra los invasores turcos que prosiguió hasta su muerte.
La fama que Drácula ha ganado gracias a sus hábitos crueles y poco ortodoxos lo ha relacionado con la figura del vampiro. Sin embargo debemos aclarar que, a diferencia de los asesinos que examinaremos posteriormente, Drácula nunca tuvo hábitos hematófagos; aunque de todos es conocido un famoso grabado que le muestra disfrutando de una suntuosa cena al fresco frente a un bosque de cadáveres empalados, uno de sus placeres más apreciados. Era extraordinariamente cruel, como muchos gobernantes de la época, y hasta nuestros días es considerado un héroe nacional en su país, una especie de caudillo renacentista de nuevo estilo. Sobre sus métodos de tortura cita Ralf-Peter Märtin en su libro Los Dracula, Vlad Tepes el empalador y sus antepasados lo siguiente:
He aquí una detallada descripción de las distintas formas de ejecución empleadas por Vlad y, por supuesto, de su método preferido, el empalamiento: decapitar, mutilar narices, orejas, órganos sexuales y labios, cegar, estrangular, ahorcar, quemar, hervir, despellejar, asar, desmembrar, clavar, enterrar vivo, apuñalar, arrojar a las fieras, dejar caer a las víctimas sobre palos puntiagudos, obligarlas a comer carne humana, someterlas al tormento de la rueda, marcarlas al hierro candente, untar las plantas de los pies con sal o miel y darlas a lamer a los animales.
Vlad murió en combate entre diciembre de 1476 (y enero de 1477) y existen muchas versiones al respecto. La más popular es que murió a manos de sus propios soldados, quienes le confundieron con un enemigo turco durante la batalla. Otra sugiere que fue a manos de Basarab Laiota, un contendiente a su trono, los turcos y los voyardos. Una crónica de la época narra el hecho:
Apoyado por los turcos, Basarab Laiota regresó, y durante la batalla que tomó lugar, los voyardos asesinaron a Vlad con sus lanzas, no sin antes que el príncipe masacrara a 5 de sus asesinos...Tepes no pudo siquiera llamar a sus tropas.
El cuerpo de Vlad fue decapitado y su cabeza enviada a Constantinopla, donde fue exhibida a la usanza turca para anunciar la muerte del Empalador –algunas versiones indican que fue enviada al Sultán turco quien celebró su muerte durante tres días-. De acuerdo con la tradición, el cuerpo de Drácula yace enterrado en el monasterio de Snagov, convento construido por órdenes suyas y que lleva impreso el sello de su torturada personalidad.
Más de este hombre ejemplar, en la siguiente entrada.