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miércoles, 22 de julio de 2015

Raíces momificadas

Por más que nos asuste, repugne o ahuyente, siempre sentiremos una especial atracción por lo diferente. Lo que se aleje de lo que las convenciones sociales consideren “normal” siempre será inevitable de ver, aunque sea de reojo. Eso lo comprendieron bien los habitantes del período Victoriano de Inglaterra, momento histórico contrastante donde surgieron algunas de las más importantes contribuciones al imaginario de la cultura popular contemporánea, del Extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson (1886), El retrato de Doria Gray de Orcar Wilde (1890) al Drácula de Bram Stoker (1897), todas obras inalcanzables con interpretaciones infinitas. El exotismo y misterio de otras latitudes no dejó de cautivar la imaginación del hombre victoriano, como demuestran las narraciones de Rudyard Kipling o Henry Rider Haggard. Más si consideramos que es la época donde el Imperio llegó a la cima de su supremacía económica y extendió su poderío por todo el orbe: fue el tiempo en que Alexandrina Victoria, Reina de Gran Bretaña e Irlanda, y Emperatriz de la India, gobernó a dos terceras partes de la población mundial.
La investigación y el estudio de lugares y épocas distantes fueron enormemente populares durante el reinado de Victoria. Así lo demuestran los numerosos trabajos de campo que exploradores de todas las procedencias realizaron en Egipto, entre los que siempre destacarán los del arqueólogo Howard Carter (1874-1939), quien en noviembre de 1922 dirigió un equipo que descubrió la Tumba del Emperador Tutankhamun. Las supersticiones sobre la maldición que el hallazgo/profanación desató, se fortalecieron por los misteriosos decesos de algunos de sus colaboradores, comenzando por el de George Edward Stanhope Molyneux Herbert, quinto Conde de Carnarvon, patrocinador de la búsqueda, muerto el 5 de abril de 1923 (meses después del descubrimiento) como consecuencia de una rara picadura de mosquito. Pero esa es otra historia.
La Egiptlogía se convirtió en una disciplina académica a finales del siglo XIX, y naturalmente sedujo a los más diversos literatos del momento, como la inglesa Jane C. Loudon con la casi desconocida novela ¡La Momia! o un relato del Siglo 22 (1827), el mismo Stoker con su Joya de las Siete Estrellas (1903) y Arthur Conan Doyle, quien ganó con creces un lugar en la posteridad por crear a Sherlock Holmes.
En este punto usted podrá preguntarse, querido lector, cómo fue que el padre del adalid del pensamiento lógico moderno fue encantado por esta aparente moda. Primeramente hay que aclarar que el escritor escocés tuvo una abundante obra conformada por ensayos, novelas históricas, una obra de teatro, relatos de ciencia ficción y estupendos cuentos de horror que quedaron sepultados bajo la sombra de su fascinante hermano mayor, el Príncipe de los Detectives. De las creencias de Doyle en la recta final de su vida, del espiritismo, su enemistad con su otrora aliado Harry Houdini y su participación en el controvertido caso de las Hadas de Cottingley, hablaremos en otro momento.
En Lote No. 249, narración contenida en el compendio Historias del Crepúsculo y de lo Desconocido (Valdemar, 1994), Conan Doyle da cuenta del encuentro de tres amigos, estudiantes de la Universidad de Oxford, con lo imposible de explicar en círculos racionales:
“La propia momia, una cosa horrenda, negra y arrugada, como una cabeza chamuscada en un arbusto retorcido, estaba casi afuera de la caja, con una mano que parecía más bien una garra y un huesudo antebrazo que descansaba encima de la mesa […] Aunque horriblemente descoloridas, las facciones se conservaban perfectas, y dos ojillos parecidos a avellanas surgían acechando desde las profundidades de las cuencas negras y cavernosas. La piel, cubierta de erupciones, aparecía tirante de un hueso a otro, y una maraña de cabellos gruesos y negros le caía por encima de las orejas. Dos dientes finos, semejantes a los de una rata, sobresalían por encima del labio inferior. Tal y como estaba, en una postura encogida, con las articulaciones dobladas y la cabeza estirada, aquél engendro horroroso sugería una vitalidad tan grande que el propio Smith se sobresaltó. Las costillas chupadas, recubiertas por algo que parecía pergamino, estaban al descubierto, y el abdomen hundido y de color plomizo, mostraba la larga hendidura donde el embalsamador había dejado su marca. Sin embargo, los miembros inferiores estaban envueltos en un tosco vendaje amarillento”.

Este cuento es sin duda responsable de presentarnos a las momias tal y como las conocemos: seres terribles sedientos de venganza que trascienden los tiempos y la muerte física. La imagen influenció indisputablemente la caracterización que Jack Pierce diseñó para Boris Karloff en la inolvidable película que Karl Freund dirigió en 1932, La Momia, joya de la Época de Oro de los Estudios Universal. El guión de John L. Balderston, artífice previo de Drácula (Tod Browning, 1931) y Frankenstein (James Whale, 1931) introdujo a Imothep, sin duda la más famosa momia de la cinematografía, de presencia imborrable.

*Texto originalmente publicado en Mórbido Magazine No. 3 bajo el título "De donde vienen las momias".

viernes, 27 de marzo de 2015

Esa de los ojos grandes.

Siento un gran conflicto al escribir estas líneas. Hace un par de semanas, antes de su pronta salida de la cartelera comercial, pude ver Ojos grandes (2014), el decimoséptimo largometraje de Tim Burton, autor al que venero pese a algunos descalabros que suceden a todo artista. Lo curioso es que el director contó con una gran materia prima: un inteligente guión de Scott Alexander y Larry Karaszewski –dupla responsable del libreto de Ed Wood (1994)-, la sobria fotografía de Bruno Delbonnel –con quien ya había trabajado en Sombras tenebrosas (2012) y lo hará en la venidera El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares -, una partitura de su ya habitual Danny Elfman, un colorido y atrayente diseño de arte de su frecuente Rick Heinrichs, un vestuario de la galardonada Colleen Atwood –también colaboradora habitual- y las muy correctas actuaciones de los laureados Amy Adams y Christoph Waltz. ¿Qué podía salir mal? Nada. Y ese es el motivo de mi congoja. La cinta no me disgustó en absoluto. No está producida por un gran estudio, ni gozó –al menos en nuestro país- de una gran campaña publicitaria. Sin duda es la más atípica de sus obras, quizá deliberadamente para sacudirse de un estilo al que nos ha acostumbrado en su carrera de más de tres décadas. En su momento hablé del término burtoniano para referirnos a su cine: “La filmografía de Tim Burton en conjunto es un estupendo cuerpo de trabajo cinematográfico. Sólido y consistente en sus temas (la marginalidad, la soledad, lo extraño, la dualidad de la condición humana, la belleza interior y los límites que establece la sociedad), personajes, actores (como Almodóvar reunió un ensamble actoral que bien podríamos llamar los Chicos Burton, entre quienes brillan Johnny Depp, Danny de Vito, Jack Nicholson, Michael Keaton, Christopher Walken, etc.), ambientes, estética y técnica narrativa, reúne los elementos para ser calificado como cine de autor si bien es inminentemente comercial”.
Me resulta inevitable compararla con la ya mencionada Ed Wood porque se trata de otro bien ejecutado biopic –biografía fílmica-, historias que disfruto enormemente. Esta vez sobre Peggy Doris Hawkins, conocida después de su primer matrimonio como Margatet Ulbrich y finalmente como Margaret Keane, la popular pintora estadounidense que se caracterizó por sus cuadros de niños con grandes y expresivos ojos. Recuerdo haber visto su trabajo cuando estudiaba la primaria, en algún calendario o revista. Y aunque ha sido juzgada severamente por la crítica especializada, su contribución al arte siempre será determinada por su aceptación entre el público. En su horda de aficionados se encuentra el propio Burton, uno de sus mayores coleccionistas, cuya vida le pareció suficientemente atractiva para llevarla a la pantalla grande.
A principios de los años cincuenta, Margaret (Adams) escapa con su pequeña hija de las garras de un marido abusador. Se instala en San Francisco, California, donde pronto cae en las garras de Walter Keane (Waltz), un carismático, oportunista y mentiroso agente de bienes raíces con pretensiones pictóricas. Cuando la pareja descubre que el trabajo de Margaret es mejor aceptado, Walter vislumbra sus posibilidades comerciales, vendiéndolo incluso en supermercados. Comienza así a firmar como suyas las pinturas de su esposa, con consentimiento de ella, convirtiéndose en un fenómeno mediático gracias a sus dones de buen vendedor. Llega así la lucha por la liberación y recuperar la dignidad y el mérito, con un desenlace arrancado de los viejos programas de Perry Mason que tanto gozaba el vivales Keane.
Todo en conjunto funciona. Podemos verla como un estudio sociológico de una época donde la mujer era vista como un “cero a la izquierda”, muy oportuna para verse en el pasado Día Internacional de la Mujer. Pero al finalizar sentí que era algo que ya había visto antes. Es una producción impecable, cierto, pero completamente normal. Definitivamente no es el producto que espera el devoto promedio de Burton. Acaso hay breves momentos donde lo reconocemos, como en el coreográfico amanecer suburbano, en el oscuro antro jazzístico o en ese ático prohibido, repleto de pinturas que miran al espectador. Si lo que trata es de “escapar” de su estilo y “evolucionar”, de hacer algo académico, podría pensarse que “reniega” de su origen. Y si es así, sus seguidores –entre los que me sumo- verían esto como una “traición”. Una película como Ed Wood me parece más auténtica, más fiel a su esencia. Con sus altibajos recientes, prefiero al Burton de Beetlejuice (1988), Marcianos al ataque (1996) o Frankenweenie (2012).

Hasta el momento Ojos grandes ha recaudado un poco más del doble de los modestos 10 millones de dólares que costó (ya saben a qué me refiero al decir “modestos”), así que no la podríamos considerar como un fracaso económico. Ed Wood, con todo y sus premios, recuperó sólo la tercera parte de su inversión. Burton quizá obtuvo lo que merece y seguramente esperaba: el reconocimiento de la crítica, aderezado por la melancólica canción de Lana Del Rey, que encabeza una banda sonora donde incluso me cuesta identificar a Elfman, quizá el apoyo más constante sin el que no se puede comprender el cine de Tim Burton. 

viernes, 6 de marzo de 2015

Cuéntame una de espías

En uno de tantos momentos afortunados de Kingsman: El Servicio Secreto (Mathew Vaughn 2014), dos actores ganadores del prestigiado premio Óscar discuten sobre las películas clásicas de espías, concretamente las del popular agente al Servicio Secreto de Su Majestad. Uno de ellos es Samuel L. Jackson, que encarna al malvado magnate de telecomunicaciones Richmond Valentine. El otro es Colin Firth, que da vida al intrépido Harry Hart, quien tiene el sobrenombre secreto de Galahad. Este último hace una afirmación sabia: “siempre pensé que las viejas películas de James Bond eran tan buenas como el villano que enfrentaba”. Ese diálogo define estupendamente el tono del quinto largometraje de Vaughn, un divertimento simple –sin pretensiones académicas ni teóricas- que busca dar un giro jovial a las viejas cintas de espías, trasladándolas vertiginosamente al siglo XXI. 
El guión que el mismo Vaugh escribió con Jane Goldman (responsable del libreto de La dama de negro) deja muy clara la procedencia inglesa de la dupla. Parten de The secret service (2012-2013), la serie de seis cómics escrita e ilustrada por sus paisanos Mark Millar y Dave Gibbons, respectivamente. Sobra decir que ambos cuentan con una sólida reputación en el medio de la historieta. Por el segundo siempre tendré una especial gratitud por las que creó al lado de Alan Moore, que incluyen títulos indispensables como Watchmen (1986-1987) y la que siempre me parecerá una de las mejores aventuras de Supermán, Para el hombre que lo tiene todo (1985). Muchos seguidores del cómic se indignarán, pues la adaptación fílmica sólo utiliza la trama básica del relato del que procede: un veterano agente del MI6 (la inteligencia británica) recluta a su problemático sobrino en una misión para salvar al mundo, con brutales y sangrientos detalles. Vaughn y Goldman eligen vincularlo a los Mitos Artúricos, presentándonos a una organización ultra secreta y poderosísima –los Kingsman del título- sin ninguna afiliación gubernamental que no deja de recordarnos lo que hemos visto en cintas como Se busca (Timur Bekmambetov, 2008, también basada en un cómic de Millar y J. G. Jones), Mini espías (Robert Rodríguez, 2001) e incluso a la saga creada por George Lucas que todos conocemos: el joven que descubre la procedencia excepcional de su padre y reclama su derecho de nacimiento.
En 1997, en una misión en el Medio Este, un agente en entrenamiento da su vida por proteger a su equipo. En reciprocidad, el líder del grupo, Galahad (Firth), da al hijo del héroe caído una medalla con la promesa de ayudarlo en cualquier momento. 17 años después el ahora joven Gary “Eggsy” Unwin (Taron Egerton) cobra la deuda, ingresando con la tutela de Galahad como candidato para ocupar el lugar de Lancelot (Jack Davenport), un miembro recientemente muerto de la organización. A cargo del casting se encuentra el sabio Merlín (Mark Strong), que rinde cuentas a Arhur (Sir Michael Caine). Él se encuentra a la cabeza de Kingsman, un grupo que opera independientemente con fondos económicos ilimitados y se oculta tras la fachada de una tradicional sastrería. Después de un arduo entrenamiento, se revela el nuevo reto: salvar al mundo de los planes genocidas del demente Valentine –que tiene serios problemas del habla-, cuyo guardaespaldas y sicaria Gazelle (Sofia Boutella), es una mortal artemarcialista con piernas prostéticas afiladas cual navajas, al estilo del maratonista Oscar Pistorius. En el cómic es un hombre, por cierto –y no usa prótesis-.
Lo que sigue es un banquete de excesos visuales, a veces políticamente incorrecto (“soy una puta católica, que actualmente disfruta una vida fuera del matrimonio con mi novio judío y negro que trabaja en una clínica militar de abortos. ¡Viva Satanás!), no apto para todas las sensibilidades. Lo demuestra la absurda censura que la misma distribuidora de la cinta, la 20th Century Fox, impuso en Latinoamérica por la masare ocurrida en una iglesia. En cambio muchos aficionados aplaudimos la aparición de Mark Hamill como el experto en el cambio climático James Arnold, en un curioso giro relacionado con el cómic –así se llama el villano y el actor aparece al inicio de la historieta-.
La aceptación que ha tenido la cinta en otras latitudes menos susceptibles consolida la posición de Vaughn: ha recaudado –hasta el momento- casi tres veces los poco más de 80 millones de dólares que costó. Esto garantizará una secuela en la que el director y guionista hará todo lo posible para que Colin Firth regrese. Porque el actor es definitivamente una de las fortalezas de la cinta. Evoca tiempos más simples, en que Roger Moore luchaba con los malos sin sudar, despeinarse ni arrugar su elegante indumentaria. Estamos en la puerta de una saga.

martes, 3 de marzo de 2015

Réquiem para Leonard Nimoy

Que las figuras que admiraste en tu infancia comiencen a fallecer es terrible. Esto marca el final tangible de una era, generalmente más simple, asociada a sucesos que definieron al adulto que eres hoy. También es signo de tu propia mortalidad. Cuando hace unos años expiró el actor Jerry Orbach, quien por más de una década encarnó a uno de los más entrañables detectives de la televisión, sentí un profundo pesar. Nunca tuve el placer de conocerlo físicamente, por lo que para muchos puede ser una reacción exagerada, pero lo seguí de manera regular en mi juventud. Su muerte –si bien anunciada por el cáncer contra el que luchaba- fue como la de un tío lejano, a quien quisiste mucho aunque no lo veías todos los días. Lo mismo ocurrió cuando mi amigo Bernardo Esquinca me informó, a través de un mensaje de texto a mi teléfono celular, del deceso de Ray Bradbury. En ese momento me encontraba rodeado de cientos de personas, en un congreso de ciencias forenses. Aun así no pude reprimir un nudo en la garganta ni el enrojecimiento en mis ojos. Ambos ejemplos, por sólo mencionar dos, fueron artistas que marcaron a generaciones de amantes de la ciencia ficción que conocieron la gloria y el reconocimiento de una manera que sólo podemos imaginar. También eran hombres, tan frágiles como tú y yo. Sabíamos que su camino en este mundo estaba por concluir, que habían vivido plenamente el tiempo en que habitaron este mundo, pero eso no hizo menos dolorosa su pérdida. Es la inevitable ley de la vida, nos guste o no.
El viernes pasado me encontraba frente al teclado en el que escribo estas palabras cuando me enteré de la muerte de Leonard Simon Nimoy, actor que obtuvo la inmortalidad gracias al papel del Sr. Spock en la odisea televisiva Viaje a las estrellas, programa creado en 1966 por otra leyenda, Gene Rodenberry. Tenía 83 años de edad, casi 84. No pude evitar sentir un vacío en el estómago. Desde hace más de un año enfrentaba una enfermedad pulmonar, aunque abandonó el tabaquismo hace casi tres décadas. Nimoy, nacido el 26 de marzo de 1931 en Boston, Massachusetts, hijo de inmigrantes judíos de Ucrania, sintió una atracción desde temprana edad por las artes escénicas. Esto lo llevó preparase y eventualmente a participar interpretando papeles menores en programas como Perry Mason, Dragnet, La Dimensión Desconocida, Bonanza, Policía de Caminos y El Agente de C.I.P.O.L. Pero su consagración definitiva llegó al portar la piel del cerebral vulcano en la serie que ya mencioné, hijo de un padre extraterrestre y una madre humana, puente entre civilizaciones que conoció de frente la discriminación y el rechazo –el bullying de nuestro tiempo- por ser un producto del mestizaje entre su elevada raza y una inferior. Es innecesario decir que inmediatamente gozó de una inusitada popularidad que siempre utilizó de la manera más benéfica. Hace unos días leí una carta que en su momento de mayor fama le envió una niña, hija de un padre blanco y una madre negra, en la que la menor le aseguraba que comprendía cabalmente el drama del niño Spock pues lo vivía cotidianamente. Nimoy le conminó a no hacer caso de las burlas de sus condiscípulos y a mantenerse fuerte, pues eso no era algo que debería avergonzarla.
Sus actos humanitarios, su labor como divulgador de las consecuencias del holocausto Nazi, su pasión por la fotografía y la poesía, su incursión en el canto, su labor teatral, su presencia en otras series de televisión –siempre lo recuerdo en Misión: Imposible o presentando la serie En busca de…-, todos quedaron sepultados por la fascinante sombra de Spock, personaje que encarnó en la televisión, el cine –en 8 ocasiones-, videojuegos y caricaturas. Spock siempre ocupó un lugar especial en una redituable franquicia muy viva a casi 50 años de su creación. Ha aparecido por igual en incontables manifestaciones de la cultura popular contemporánea. Las tiras cómicas del genial caricaturista tapatío Trino, llamadas adecuadamente Crónicas marcianas, siempre me arrancan sonoras carcajadas, con Spock como segundo oficial del Enterpice Club. Nimoy ha aparecido en numerosos episodios de las aventuras de la amarillenta familia Simpson o en el reciente sitcom The Big Bang theory. En la ficción, el veterano actor tenía una orden judicial restrictiva contra su protagonista Sheldon Cooper (Jim Parsons) por el acoso constante del brillante joven. También fue el enigmático y elusivo genio científico William Bell, fundador de la siniestra y multimillonaria transnacional Massive Dynamics, en el extinto serial Fringe. La escena final de su primera temporada, en la que la desconcertad agente federal Olivia Dunham (Anna Torv) recorre los pasillos de un edificio, llega a una oficina en la que lo recibe un hombre que se oculta en las sombras, resuena en mi memoria. Ella pregunta, “¿dónde estoy?, ¿quién es usted?”. El individuo contesta “la primera pregunta es difícil de responder. La segunda es más simple. Soy Wiliam Bell”. La cámara se aleja de la habitación y revela que se encuentran en un universo paralelo, en el que el World Trade Center neoyorkino sigue en pie. Todo en conjunto es fascinante, en palabra de su personaje más reconocido. En más de una ocasión, mis alumnos me han sometido a la cruel disyuntiva de elegir entre Viaje a las estrellas y La guerra de las galaxias, a riesgo de herir susceptibilidades y aunque soy un devoto de la mitología creada por George Lucas, siempre me decanto por la primera opción.
Hace poco tiempo actuó con su heredero fílmico, Zachary Quinto, en un comercial televisivo de la compañía automotriz Audi. El anuncio exhibía la lucha entre lo nuevo y lo aparentemente obsoleto. Ambos jugaban ajedrez a distancia, gracias a la tecnología. Quinto lo invita a continuar su duelo a la manera tradicional, en un campo de golf. El joven conduce un flamante Audi con encendido digital y utiliza la tecnología GPS, mientras Nimoy conduce un muy clásico y elegante Mercedes Benz. Al encontrarse en el campo, Quinto se muestra condescendiente para para la apuesta. El veterano le dice “técnicamente aun no entramos”, y deja inconsciente a su rival aplicándole un “pellizco vulcano”. Le dice, “nos vemos adentro”.
Los gestos de pesar por la muerte física de Nimoy abundaron. El presidente de su país, Barak Obama, declaró acertadamente “Mucho antes de que ser un cerebrito fuese cool, ya estaba Leonard Nimoy. Me encantaba Spock. Leonard fue un gran amante de las artes y las humanidades, un gran defensor de la ciencia. Pero, por supuesto, Leonard era Spock. Cool, lógico, de largas orejas y equilibrado, el centro de la optimista e incluyente visión del futuro de la humanidad de Star Trek. En 2007, tuve la oportunidad de conocerle en persona. Fue lógico saludarle con el gesto de Vulcano, el signo universal de Larga vida y prosperidad”. Pero las palabras más justas fueron las que le dedicó su hermano no consanguíneo Willian Shatner en su funeral fílmico en los momentos finales de Viaje a las estrellas II: La ira de Kahn (Nicholas Meyer, 1982), la que es para mí mejor película de la saga: “Estamos reunidos para presentar nuestros respetos finales a nuestros amados muertos. Y sin embargo hay que señalar, en medio de nuestro dolor, que esta muerte ocurre a la sombra de una nueva vida, en el amanecer de un nuevo mundo. Un mundo por el que nuestro querido amigo dio su vida para proteger y nutrir. Él no sentía este sacrificio como algo vano o vacío, y no vamos a debatir su profunda sabiduría por su actuar. De mi amigo, sólo puedo decir esto: de todas las almas que he encontrado en mis viajes, la suya era la más humana”.

Gracias por entregarnos tanto, querido Leonard Nimoy. Siempre podré verlo en las interminables repeticiones de sus programas o con sólo presionar la tecla de un control remoto. Sé que sólo regresó al espacio sideral al que siempre nos llevó, a donde usted siempre pertenecerá. Hasta ahí le envío mi cariño y un saludo vulcano.

miércoles, 11 de febrero de 2015

Recorriendo las calles del destripador

He dejado muy claro que el período Victoriano (1837-1901); es uno de mis pasajes favoritos de la Historia. El término no sólo sirve para identificar la etapa de mayor predominio mundial del Reino Unido, sino califica a una sociedad de puritanismo extremo y normas rígidas cuyo conservadurismo puede interpretarse como una reacción de temor ante un proceso de cambio acelerado y profundo. Tradición e innovación, prosperidad y miseria, aislamiento e imperialismo, revisten al reinado de Alejandrina Victoria, Reina de Gran Bretaña, Irlanda y Emperatriz de la India de una extraordinaria complejidad que repercutió en sus manifestaciones artísticas y culturales.
Sirva esta breve introducción para dirigirme al caso criminal de Jack el destripador, hecho que inevitablemente se vincula a este período. Todos los diletantes del horror conocemos su infame nombre artístico. Su aparición es como una escandalosa mancha de sangre en un ambiente aparentemente impoluto, como el de una sábana blanca. En el otoño de 1888 el mítico homicida mutiló a cinco desafortunadas prostitutas, según los recuentos y las versiones oficiales, antes de desaparecer para siempre en la niebla londinense. A casi 127 años, el destripador continúa incendiando la imaginación de investigadores y artistas de todo el mundo. De la fértil imaginación del escritor Robert Bloch a la estremecedora novela gráfica de Alan Moore y Eddie Campbell, convertida en la impecable cinta Desde el inferno (Albert y Allen Hughes, 2001), Jack ha demostrado su cabal integración al imaginario colectivo de la humanidad. Y ahora se suma con justicia el caso que inspira estas líneas.
En el ocaso de 2012 se transmitió el primer episodio de Ripper Street, serie inglesa creada por Richard Warlow que hace un recuento ficticio de lo sucedido en el pauperizado barrio tras los asesinatos del destripador. A primera vista resalta su impecable diseño de arte que rebasa sus estupendas locaciones en Dublín, Irlanda: es un estupendo retrato sociológico que resume los contrastes de una época, desde los conflictos de sus habitantes, la prostitución, la explotación de menores, los orígenes del sistema subterráneo londinense, las cicatrices mentales que causaron los conflictos bélicos del momento, los escándalos de la homosexualidad y el “amor que se niega a decir su nombre”, la violencia contra las mujeres, los avances de la Medicina y la tecnología, la incorporación del conocimiento científico en la investigación policial, el anarquismo, el nacimiento del cine snuff y el fanatismo religioso. Todo a través de un sólido elenco encabezado por el Detective Inspector Edmund Reid (Matthew Macfadyen), personaje de la vida real que estuvo a cargo de la División H de Scotland Yard destacada en la zona y de la investigación de dos homicidios relacionados con el destripador. Reid, eminente victoriano, hombre recto, idealista y de buenas costumbres, se apoya de su “brazo ejecutor”, el Detective Sargento Bennet Drake (Jerome Flynn), honesto y rudo excombatiente de la Guerra Anglo-Egipcia de 1882, y del norteamericano Capitán Homer Jackson (Adam Rothenberg), cínico, vicioso y poco escrupuloso cirujano con un pasado misterioso que formó parte de la Agencia de Detectives Pinkerton. La historia se adereza con el drama de Susan Hart (MyAnna Buring), matrona que dirige una casa de citas en la zona, la prostituta con aspiraciones artísticas Rose Erskine (Charlene McKenna), el muy corrupto y malvado Detective Inspector Jedediah Shine (Joseph Mawle) o con el fastidioso reportero Fred Best (David Dawson), hombre dispuesto a todo en aras de “alcanzar la nota”.
La serie cuenta además con fuertes cimientos que le dan verosimilitud histórica, de la aparición importante de Frederick Abberline (Clive Russell), figura clave que siguió la huella del destripador, el reputado médico Frederick Treves (Paul Ready), hombre que hizo del conocimiento público el caso de Joseph Merrick (Joseph Drake), conocido como El Hombre Elefante, Jane Cobden (Leanne Best), una de las primeras mujeres en ocupar un cargo público en Inglaterra o la mención a la carrera por el dominio de la electricidad y la figura de Thomas Edison.

Ripper Street, en mi humilde opinión, no ha recibido el reconocimiento que merece. Tuvo una vida de dos temporadas (de ocho capítulos cada una) que se transmitieron por televisión y una tercera (también de 8 episodios) que se difundió el año pasado a través del internet y espero ver a la brevedad. Ha recibido elogios de la crítica especializada y una recepción variada de la audiencia. Ganó los Irish Film and Television Awards y los prestigiados British Academy Television Craft Awards. Esto demuestra, mejor que todo, que las terribles andanzas del destripador siguen vigentes. En el segundo episodio de su primera temporada Reid, hombre bondadoso pero contradictorio como la era que lo engendró, cita un pasaje del Talmud que seguramente escucharon en La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993) que siempre animan a seguir adelante: “quien salva una vida, salva al mundo entero”.

martes, 9 de diciembre de 2014

Horrores a penique

Solían llamarse penny dreadfuls a las publicaciones periódicas que proliferaron en la Inglaterra del siglo XIX. Su baja calidad de impresión se reflejaba en su costo (el penique de su nombre) y eran dirigidas fundamentalmente a la clase trabajadora, ávida de una lectura de evasión acorde a sus magras posibilidades económicas. Sus temas eran mórbidos a todas luces: asesinatos arrancados de la nota roja, incestos, violaciones, accidentes ferroviarios, noticias de nacimientos de bebés deformes y demás tragedias. Uno de los más vendidos fue The string of pearls: A romance, aparecido entre 1846 y 1847 en The People's Periodical and Family Library. Daba cuenta del supuesto caso criminal, elevado a leyenda, de Sweeney Todd, el barbero demoníaco de la calle Fleet. Traté el tema con Guadalupe Gutiérrez en el desaparecido podcast Testigosdel Crimen. Pero no nos desviemos. Todo era mayormente tomado de la realidad pero había cabida para la ficción. De la mano a los albores de la revolución industrial, los editores se dieron cuenta de su enorme potencial pues la lectura era considerada algo exclusivo de las clases acomodadas, quienes podían darse el “lujo” de comprar libros. Fue el momento donde se cobró consciencia del horror como un gran negocio.
El calificativo también da título a la serie de televisión coproducida por Estados Unidos e Inglaterra y creada por el laureado John Logan. El hombre es responsable de los guiones de Gladiador (Ridley Scott, 2000), La máquina del tiempo (Simon Wells y Gore Verbinski, 2002), El Aviador (Martin Scorsese, 2004), Sweeney Todd, el barbero demoníaco de la calle Fleet (Tim Burton, 2007), Hugo (Martin Scorsese, 2011), Operación Skyfall (Sam Mendes, 2012) y la venidera aventura del espía al Servicio de su Majestad, Spectre, que también será dirigida por Mendes. En muchas formas, el premiado cineasta es también responsable de estas líneas. Logan, un dramaturgo oriundo de San Diego, California, escribe una propuesta profundamente respetuosa al espíritu de la época que tanto adoro, un auténtico homenaje a los mitos básicos de la literatura de horror que los amalgama a la perfección, de manera orgánica, sin lucir como un pastiche forzado ni pretensioso. En lo que a mí respecta, a unos cuantos días de finalizar el año, Penny dreadful es la mejor teleserie de 2014.
Londres, 22 de septiembre de 1891. En un sombrío y humilde hogar victoriano, una madre y su hija son brutalmente masacradas por un ser que no vemos a cuadro, mientras en otro lugar, de manera casi frenética, la psíquica Vanessa Ives (Eva Green) reza a una cruz colgada en su pared. El hecho despierta la duda del regreso del célebre criminal conocido como Jack el destripador. A la mañana siguiente, Ives asiste al espectáculo del encantador y sobresaliente tirador estadounidense Ethan Chadler (Josh Hartnett), a quien recluta para una misteriosa misión. Esa misma noche se reúnen con el acaudalado expedicionario Sir Malcolm Murray (Timothy Dalton), con quien acuden a un fumadero de opio y enfrentan la otredad, un mundo oculto para el resto de los mortales. Su encuentro los lleva a consultar al arrogante Víctor Frankenstein (Harry Treadaway), joven médico obsesionado con el estudio del cuerpo humano que aporta información relacionada, como revela en excéntrico egiptólogo Ferdinand Lyle (Simon Russell Beale), con el Libro de los Muertos de la cultura egipcia y un extraño significado relacionado con la sangre. Él invita a Sir Malcolm y Vanessa a una suntuosa reunión donde conocen al intrigante Dorian Gray (Reeve Carney) y a la espiritista Madame Kali (Helen McCrory), quien ayuda a abrir puertas que no deben ser cruzadas. Todos poseen demonios internos que inevitablemente saldrán a la luz.
En ocho episodios, el programa nos presenta con habilidad las principales preocupaciones de una época y la imaginación poderosa y perdurable de algunos de sus autores más sobresalientes, como Mary ShelleyBram Stoker y Oscar Wilde, además de hacer alusiones a brillantes poetas románticos como Percy Shelley, William Wordsworth y John Keats. Y ni qué decir del Paraíso perdido de John Milton o de la poderosa presencia de William Shakespeare, inevitable dados los inicios creativos de Logan. Al bondadoso Vincent Brand (Alun Armstrong), cabeza de una compañía de Grand Guignol, debo una de las líneas que más me conmovió de la serie. Y está dirigida a uno de los seres más inocentes e incomprendidos de la literatura: “Hay un lugar donde los malformados consiguen gracia. Donde los feos pueden ser hermosos. Donde lo extraño no es rechazado, sino celebrado. Ese lugar es el teatro”.

Un elenco preciso –en el que sobresale la inquietante belleza de Green-, espléndidas locaciones en la ciudad irlandesa de Dublín, una elegante fotografía de Xani Gimenez, una briosa partitura de Abel Korzeniowski y la dirección alternada de talentos como Juan Antonio Bayona –responsable de dirigir El Orfanato-, Dearbhla Walsh, Coky Giedroyc y James Hawes complementan de gran manera el talento de Logan. Su gran recepción, entre el público y la crítica, le valió automáticamente el mérito de una segunda temporada que sin duda todos los nuestros –los que amamos estos territorios- esperamos con ansia. Porque yo, como Ives, creo en maldiciones, creo en demonios y creo en monstruos. ¿Y tú? Las posibilidades de Penny dreadful son inmensas.

martes, 26 de agosto de 2014

Lo que bien empieza, bien acaba.

Hace casi un año que se transmitió su último episodio en la televisión estadounidense. Pese a las innumerables recomendaciones y al alud de premios que recibió a lo largo de su vida de 5 temporadas, nunca me había dado la oportunidad de ver un episodio de Breaking bad (algo así como Volviéndose malo). Grave error. Hace unos meses decidí ponerme al corriente. Y todo el tiempo que invertí fue recompensado con creces. Superó gratamente todas mis expectativas. Fueron muchos los factores que contribuyeron a esto. Fue un programa que nunca perdió el rumbo. Concluyó en el momento preciso. No sucumbió a la tentación del éxito y las paletadas de dinero que éste trae consigo. La serie creada por Vince Gilligan, uno de los más brillantes guionistas de Los Expedientes Sercetos X (también fue su productor ejecutivo), fue congruente de principio a fin y supo mantener un alto nivel argumental. No en balde ha sido considerada por la crítica como una de las mejores series de la Historia de la Televisión. A diferencia de muchas de sus contemporáneas, cuyos desenlaces no me dejaron del todo –o nada- satisfecho, logró mantenerme en el filo del asiento hasta el último momento.
Ayer, durante la entrega número 66 de los prestigiados premios Emmy, al recoger su bien merecido galardón como Mejor actor en una serie dramática, Bryan Cranston, el rostro de la serie, agradeció a sus seguidores por su respuesta al que calificó como “el papel de su vida”. Y es que la historia de Walter White, el apocado pero brillante profesor de Química en una escuela preparatoria de Albuquerque, Nuevo México, recién convertido en cincuentón, que sufre la abulia y falta de respeto de sus alumnos, humillado empleado de medio tiempo de un lavado de autos, cuya mediocre existencia es interrumpida por el Cáncer y decide internarse en los infiernos de la producción de Metanfetaminas y la violencia del Narcotráfico, es simplemente magnífica.
Repito que Cranston es sólo la parte más visible, pero en todo momento estuvo acompañado de un reparto sólido: Anna Gunn como su abnegada esposa Skyler, Aaron Paul como su discípulo y socio Jesse Pinkman, RJ Mitte como su minusválido hijo Walter White, Jr., Dean Norris como su cuñado Hank Schrader (mi personaje secundario favorito), Betsy Brandt como su cleptómana y anoréxica cuñada Marie Schrader, Giancarlo Esposito como el cerebral y terrible narcotraficante Gustavo Fring, Jonathan Banks como el ex policía y mortal sicario Mike Ehrmantraut y, la esperanza de continuidad del proyecto, Bob Odenkirk como el facineroso abogado Saul Goodman, estrella del futuro spin-off de la serie, Better call Saul.
Su gran desempeño no hubiera sido posible sin un gran equipo de guionistas, desde el mismo Gilligan, Sam Catlin, Peter Gould, Gennifer Hutchison, Patty Lin, George Mastras, Thomas Schnauz, John Shiban y Moira Walley-Beckett, quien también fue galardonada con el Emmy por el libreto de Ozymandias, el decimocuarto episodio de la quinta temporada de la serie. Más allá del mero suspenso, el programa les dio la oportunidad para reflexionar sobre la complejidad de las relaciones interpersonales, las transformaciones de los roles en la familia, las consecuencia de nuestras acciones, los lindes morales entre el bien y el mal y sobre los eventos que pueden llevar a un buen hombre a convertirse en una persona malvada. Todo llevado de la mejor manera hasta su inevitable desenlace, Felina, en cuyos últimos momentos vemos a nuestro héroe caído con el tema Baby Blue del grupo británico Badfinger como melancólico marco.

Breaking bad macó una pauta en la televisión contemporánea y sin duda estableció parámetros difíciles de emular. Anoche Vince Gilligan, en el podio del Teatro Nokia de Los Ángeles, dijo algo que bien definió el espíritu de su hijo recientemente fallecido pero más vivo que nunca: “Esta es la maravillosa cereza del pastel”.

martes, 12 de agosto de 2014

Réquiem para Robin Williams

Robin Williams era la clase de actor que tenía dos tipos de públicos: el que lo adoraba o reconocía sus méritos y el que lo detestaba apasionadamente. El segundo grupo lo calificaba como un comediante sobrevalorado e insufrible, que obtuvo notoriedad por interpretar papeles sensibleros. En cierta manera puedo comprenderlos. Esto porque aún yo, su declarado admirador, estaba consciente de sus excesos. Él mismo los reconocía y hacía escarnio de ello. Cuando en 1991 promocionaba la desigual Hook, el regreso del Capitán Garfio, decía con ironía “por un lado tenemos al hombre que estelarizó Popeye (Robert Altman, 1980) y por el otro al que estelarizó Ishtar (por Dustin Hoffman, coprotagonista de la cinta de 1987 de Elaine May). Comencemos”. Los argumentos de sus detractores se fortalecen si vemos Un mujeriego en apuros (Cadillac man, Roger Donaldson, 1990), Juguetes (Toys, Barry Levinson, 1992), y recientemente Locas vacaciones sobre ruedas (RV, Barry Sonnenfeld, 2006) o Licencia para casarse (Ken Kwapis, 2007), entre muchas fallidas películas.
Ayer los medios de comunicación anunciaron su muerte, en circunstancias aún no aclaradas, que apuntan al suicidio por asfixia. Mucho se especulará de ello en los siguientes días. La nota no dejó de sorprenderme, pues es una figura que sigo desde mis primeros días como cinéfilo y le debo muchas de las actuaciones que más he disfrutado.
Nació como Robin McLaurin Williams el 21 de julio de 1951 en la ciudad de Chicago, Illinois. Abandonó sus estudios en política con la intención de convertirse en actor. Ingresó a la prestigiada Julliard School de Nueva York, donde estudió actuación al lado Christopher Reeves bajo la tutela del talentoso histrión John Houseman. Posteriormente obtuvo sus primeras oportunidades en la televisión hasta conseguir el papel que catapultó su carrera, el del alienígena Mork en Mork del planeta Ork (o Mork y Mindy, en su idioma original). Inevitablemente migró al cine. Cintas como El mundo según Garp (George Roy Hill, 1982) o Moscú en Nueva York (Paul Mazursky, 1984) cimentaron su carrera hasta que el papel del subversivo conductor de radio Adrian Cronauer en Buenos días, Vietman (Barry Levinson, 1987) le mereció el reconocimiento internacional y numerosas nominaciones  reconocidos premios. Su grito (la orden que daba nombre y marcaba el inicio de su programa) me despertó esta mañana en el noticiero radiofónico. Luego siguió su fugaz y casi desapercibida aparición en Las aventuras del Barón Munchausen (Terry Gilliam, 1988) hasta llegar a La Sociedad de los Poetas Muertos (Peter Weir, 1989), donde su desafiante e inspirador pedagogo John Keating hizo que el público que me acompañaba en el desaparecido cine Viveros le aplaudiera al término de la función, aquél verano de 1989. Despertares (Penny Marshall, 1990), Pescador de ilusiones (The Fisher King, Terry Gilliam, 1991), Aladino (Ron Clements y John Musker, 1991, donde dio voz al Genio de la lámpara), Papá por siempre (Mrs. Doubtfire, Chris Columbus, 1993), Jumanji (Joe Johnston, 1995) o El Agente Secreto (Christopher Hampton, 1997) lo llevaron hasta su consagración definitiva, la que le valió el codiciado premio Óscar, Mente indomable (Good Will Hunting, Gus Van Sant, 1997).
De ahí tuvo una trayectoria variada que incluyó títulos como Flubber, el invento de siglo (Les Mayfield 1997), Día de los padres (Ivan Reitman, 1997), Patch Addams Tom Shadyac, 1998), Más allá de los sueños (Vincent Ward, 1998), El Hombre Bicentenario (Chris Columbus, 1999) y las que quizá son las que más se alejan de sus papeles tradicionales: el remake estadounidense de Insomnia (Christopher Nolan, 2002) y Retrato de una obsesión (Mark Romanek, 2002), cintas donde encarnaba a dos futuros asesinos en serie. Poco conocida y digna de recordarse es La memoria de los muertos (The Final Cut, Omar Naim, 2004), donde daba vida a Alan Hakman, una suerte de editor de pecados. Con ellas luchó por librarse de su imagen tradicional. Por ejemplo, en August Rush, encuentra tu destino (Kirsten Sheridan, 2007) caracterizaba a un moderno Fagin dickensiano y en El mayordomo de la Casa Blanca (Les Daniels, 2013) al Presidente Dwight D. Eisenhower.
Sus apariciones en televisión fueron muy disfrutables, desde Homicidios, la vida en la calle y Friends a Plaza Sésamo y La Ley y el Orden: Unidad de Víctimas Especiales, donde dio vida al homicida del médico que mató por negligencia profesional a su esposa y que se convirtió en un crítico del sistema. Incluso logró que el paranoico detective Munch (Richard Belzer) se enfrascara en una multitudinaria pelea con almohadas.
Que se haya quitado la vida no me parece del todo improbable. Luego de ver la que sería la última teleserie que protagonizó, The crazy ones, no pude evitar sentir que estaba en plena decadencia. Esto a pesar que se mofaba de alguna manera de su propia situación: personificaba a un talentoso ejecutivo de publicidad, divorciado y adicto en recuperación que trataba de reestablecer la relación con su hija. Se anunció la cancelación del programa el 10 de mayo pasado, luego de sólo una temporada de vida. Es de todos conocida su adicción al alcohol y las drogas, que data desde su ascenso a la popularidad y contra las que luchaba intermitentemente desde entonces. También que se encontraba en un estado de depresión pese a que en redes sociales se dejó ver siempre optimista y simpático. Ayer Susan Schneider, su tercera esposa, declaró algo que resume el sentir de muchos: “Esta mañana, perdí a mi esposo y a mi mejor amigo, mientras el mundo perdió a uno de sus más queridos artistas y hermosos seres humanos. (...) Mientras es recordado, tenemos la esperanza de que la atención no se centre en su muerte, sino en los incontables momentos de alegría y risa que dio a millones”.

Así es como prefiero recordarlo, porque me encuentro entre esos millones de personas. Como dije en el pasado, muchos cuestionan al suicida por su aparente falta de valor para enfrentar la adversidad. La abrumadora realidad es que, esté afectado por un padecimiento físico o mental, el suicidio es la última decisión lúcida de una persona que tiene el valor para poner el punto final. Y como tal debemos respetarla. Pensaré que Robin Wiliams fue tragado por un mágico juego de mesa y regresará, en plenitud, en tiempos mejores. Unos muy parecidos a los recuerdos de mi juventud. Confío que hasta ahí le llegarán mi gratitud y mejores pensamientos. 

martes, 5 de agosto de 2014

Divino caníbal, o sobre Hannibal Lecter (2)

Imagino que en sus días universitarios, el joven Thomas Harris no imaginaba que crearía a uno de los personajes más relevantes de la ficción contemporánea. Nació en Jackson, Tennessee, en abril de 1940, pero estudió en la Universidad Baylor de Waco, Texas. Tenía muy claro que tendría una carrera en el periodismo. Corrían los turbulentos años sesenta y ya tenía una modesta posición en el periódico local, el Waco Tribune-Herald, cubriendo las noticias policíacas. A finales de la década, migró a Nueva York, donde comenzó a trabajar para la Associated Press. Viajó por el mundo, como corresponsal. Se dio cuenta que todas sus vivencias le permitirían llevar su vocación al siguiente nivel: quería ser escritor de ficción. En ese momento advirtió lo que hace algún tiempo me dijo mi amigo Bernardo Fernández, Bef: “debes documentar bien tus mentiras si deseas que la gente las crea”. Publicó así en 1975 su primera novela, Domingo negro, una trepidante historia donde un grupo terrorista palestino planeaba realizar un atentado en suelo estadounidense empleando el ficticio dirigible Aldritch (en su adaptación fílmica de 1977, dirigida por John Frankenheimer, era el de la llantera Goodyear) que estallaría durante el Super Bowl, asesinando a cientos de inocentes. El libro, inspirado en la crisis de rehenes ocurrida durante la Olimpiada de Munich en 1972, tuvo un éxito moderado. Lo mismo ocurrió con su versión cinematográfica, pese a las altas expectativas que generó. Pero para el literato debutante era sólo el calentamiento.
Durante sus días como reportero policíaco, Harris se familiarizó con el trabajo de la recién nacida Unidad de Ciencias del Comportamiento del Buró Federal de Investigaciones, con sede en su academia de Quantico, Virginia. El organismo tenía el propósito de auxiliar a las corporaciones policiacas del país –y de otras naciones- a investigar las raíces de los crímenes violentos y aparentemente sin motivos, con el propósito de prevenirlos y detenerlos. Se entrevistó con uno de sus principales integrantes, el agente especial Robert Ressler, un antiguo militar que no sólo contribuyó en la cacería de algunos de los más infames homicidas de Estados Unidos, como Richard Trenton Chase –el vampiro de Sacramento- y Jeffrey Dahmer –el caníbal de Milwaukee-, sino que acuñó el calificativo que definió a todos los modernos monstruos de su clase, un término que es uno de los favoritos de muchos para identificar al Mal en su forma más pura y realista: asesinos en serie. Harris también se acercó a uno de los más notables colaboradores de Ressler, el agente especial John Douglas, quien interrogó en su cautiverio a decenas de terribles figuras como David Berkowitz –el Hijo de Sam-, Ted Bundy, Edmund Kemper, Dennis Rader –el asesino BTK- y Richard Speck, con la finalidad de obtener información que serviría en la captura de futuros delincuentes como ellos. Estos datos permitieron la creación del Programa para la Aprehensión de Criminales Violentos (ViCAP por sus siglas en inglés) y, sin duda, que Harris acopiara inspiración para escribir su siguiente novela. Pero sobre ella, y la saga que comenzó, hablaremos la siguiente semana.
Hoy, Harris es un hombre de 74 años de edad, alejado de la vida pública, amante de la buena cocina, que alterna su residencia entre el sur Florida y Nueva York. Es de los pocos autores vivos que pueden jactarse de que todas sus obras (5 novelas) se han llevado a la pantalla grande. Goza de la popularidad que le otorgó crear a uno de los más grandes villanos de los últimos tiempos. Y ni qué decir de las millonarias ganancias que esto supone. Su Hannibal Lecter, como las creaciones perdurables, posee vidas inagotables.

Las cuatro novelas que escribió Thomas Harris que tienen como constante a Hannibal Lecter, son un verdadero catálogo de enfermedades mentales, una suerte de torcido bestiario o un catálogo de perversiones. Dragón rojo (1981) nos presentó a Will Graham, un antiguo miembro de la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI que es sacado del retiro para atrapar al elusivo asesino en serie que los medios apodaron El hada de los dientes, un demente que masacra familias durante los ciclos de luna llena. Para ello, Will solicita ayuda al monstruo que estuvo a punto de matarlo, “el segundo psicópata que capturó”: el brillante psiquiatra y caníbal Hannibal Lecter. Aunque éste no es el antagonista de la novela y sólo aparece por breves momentos del relato en su celda en el Hospital Psiquiátrico de Baltimore, Maryland, el peso de Lecter en la trama es notable. El  verdadero villano es Francis Dolarhyde, y Harris lo describe así:Al cabo de cuatro horas la llevaron a la sala de partos, donde nació Francis Dolarhyde. El obstetra dijo que parecía «más un murciélago de nariz aplastada que un bebé», otra verdad. Nació con cortes bilaterales en su labio superior y en la parte anterior y posterior del paladar. La parte central de su boca no estaba sujeta y sobresalía. Su nariz era chata. […] Un cirujano del hospital municipal hizo todo lo que estaba dentro de sus posibilidades por Francis Dolarhyde, contrayendo en primer lugar la sección frontal de su boca con una banda elástica, luego cerrando las aberturas de su labio por medio de una técnica de superposición rectangular, hoy en día totalmente anticuada. El resultado de los cosméticos no fue satisfactorio.
Dolarhyde y Lecter no son los únicos psicópatas mencionados por el autor. También hay una pincelada de Garret Jacob Hobbs:
Garmon Evans, un ex asistente médico del Hospital Naval de Bethesda, dijo que Graham fue alojado en el pabellón de psiquiatría poco después de haber matado a Garrett Jacob Hobbs, el “Gavilán de Minnesota”. Graham dio muerte de un disparo a Hobbs en 1975, cerrando el octavo mes de reinado de terror de Hobbs en Minneápolis.
El actor Vladimir Jon Cubrt lo interpreta en la reciente serie televisiva.
Sobra decir que el libro fue un éxito de ventas. Fue llevado al cine en 1986 por el cineasta Michael Mann bajo el título de Manhunter –recuerdo que aquí le titularon Sabueso-, con Willian Petersen –con un look similar al que usaba Richard Dreyfuss en la época- como Graham –esto le valió que años después lo convocaran como el criminalista Gil Grissom en la serie CSI-, Tom Noonan como Dolarhyde, Dennis Farina como Jack Crawford y el británico Brian Cox como Hannibal Lektor –no lo escribí mal-. El furor que despertó la adaptación del posterior libro de Harris y el afán de sus productores –el talentoso Dino De Laurentiis- por no perder sus derechos propiciaron un remake en 2002 –titulado correctamente Dragón rojo-, dirigido por Brett Ratner, con Edward Norton como Graham, Ralph Fiennes como Dolarhyde, Harvey Keitel como Crawford y Sir Anthony Hopkins repitiendo por tercera ocasión el papel que le valió un Óscar.
Harris y sus editores tuvieron esto en cuenta para la segunda novela de lo que bautizaron La saga de Hannibal Lecter, El silencio de los corderos (1988), donde ahora la aspirante a agente del FBI Clarice Starling se da a la captura de un nuevo psicópata, Buffallo Bill. El nombre real del criminal es Jame Gumb, y Harris nos ofrece una descripción:
En la ducha se hallaba Jame Gumb, varón, de raza blanca, treinta y cuatro años, metro ochenta y cinco de estatura, noventa y dos kilos de peso, sin señales especiales que lo caractericen. Pronuncia su nombre de pila como James pero sin la s. Jame. Insiste en que se diga así.
Ya platicamos de la laureada película que el libro inspiró en 1991. Ahí lo interpretó el actor Ted Levine –todos lo recordamos bailando la canción Goodbye horses de Q Lazzarus-, así que me salto al siguiente.
La saga continuó en 1999 con la novela Hannibal, donde Harris mudó al divino caníbal  la ciudad de Florencia, Italia, donde se mueve como pez en el agua en medio de su bella arquitectura, sus paisajes y sus encantadoras cafeterías al aire libre. A través de Rinaldo Pazzi, codicioso policía italiano que descubre al Monstruo, nos enteramos de las andanzas del asesino conocido como Il Mostro:
“Il Mostro”, el monstruo de Florencia, había hecho estragos entre las parejas toscanas durante diecisiete años, en las décadas de los ochenta y los noventa. Asaltaba a los amantes en cualquiera de los muchos nidos de amor al aire libre de la región. Su pauta era matarlos con una pistola de pequeño calibre, formar con sus cuerpos un meticuloso cuadro adornado con flores y dejar al descubierto el seno izquierdo de la mujer. De sus composiciones se desprendía un aire extrañamente familiar, una sensación de “déjá vu”. […] El Monstruo se llevaba de la escena del crimen ciertos trofeos anatómicos, excepto la vez que asesinó a una pareja de melenudos homosexuales alemanes, al parecer por error.
Y el gran malvado del libro es el multimillonario heredero de un Imperio carnicero Mason Verger, pedófilo, antiguo paciente de Lecter y su segunda víctima sobreviviente, quien busca vengarse a toda costa de su victimario:
Mason Verger, sin labios ni nariz, sin tejido blando en el rostro, era todo dientes, como una criatura de las profundidades marinas. Acostumbrados como estamos a las máscaras, la conmoción ante semejante vista no es inmediata. La sacudida sólo llega cuando comprendemos que aquél es un rostro humano tras el cual hay un ser pensante. Nos produce escalofríos con sus movimientos, con la articulación de la mandíbula, con el girar del ojo para mirarnos. Para mirar una cara normal. […] El cabello de Mason Verger era hermoso y, sin embargo, era lo que más difícil resultaba de mirar. Moreno con mechones grises, estaba trenzado formando una cola de caballo lo bastante larga como para alcanzar el suelo si se la pasaran por detrás del almohadón. En ese momento estaba enroscada sobre su pecho encima del respirador en forma de caparazón de tortuga. Cabello humano creciendo de un cráneo arruinado, con las vueltas brillando como escamas superpuestas.
En la versión cinematográfica de la novela que Ridley Scott dirigió en 2001, lo interpretó –si crédito, seguramente a petición del actor- el inglés Gary Oldman. Antes que auto mutilara su rostro –con ayuda de Lecter-, según la reciente serie de televisión, es interpretado por Michel Pitt.
Una víctima de Verger –discriminada en la cinta de Scott- es su hermana Margot:
Vista de cerca, era evidente que se trataba de una mujer. Margot Verger le tendió la mano con el brazo rígido desde el hombro. Estaba claro que practicaba el culturismo. Bajo el cuello nervudo, los hombros y los brazos macizos tensaban el tejido de su polo de tenis. Los ojos tenían un brillo seco y parecían irritados, como si padecieran escasez de lágrimas. Llevaba pantalones de montar de sarga y botas sin espuelas […] Los enormes muslos de Margot Verger hacían sisear la sarga de sus pantalones mientras subía la escalera. Su pelo trigueño era lo bastante ralo como para que Starling se preguntara si tomaría esteroides y tendría que sujetarse el clítoris con cinta adhesiva”.
En la serie televisiva la encarna la bella actriz canadiense Katherine Isabelle, aunque en palabras de Harris es más semejante a la entrenadora Shannon Beiste (Dot-Marie Jones) del programa musical Glee.
La más reciente novela de Harris, Hannibal, el origen del mal (2006) representa para mí un gran dilema. ¿Necesitaba Hannibal Lecter que su creador le diera un origen? No lo creo. Sé que una exigencia en la investigación criminal, requisito de la Criminología, es conocer los motivos que llevan a una persona a convertirse en asaltante o asesino. Esta necesidad ha sido tomada con entusiasmo por las bellas artes, sea como el legítimo medio para conocer mejor a un personaje o para aprovechar sus virtudes comerciales. Piénsenlo bien. ¿Alguien conoce cómo fue la infancia de la Malvada Reina de Blanca Nieves, o si el Capitán Garfio era un niño maltratado? No es necesario. Así me lo recuerda la muy reciente Maléfica. El mal existe y a veces sólo necesitamos saber eso. Bram Stoker nunca nos habló del origen de Drácula, ni de su relación con sus tres novias en su castillo. Se limitó a darle una vaga historia según la contó a Abraham Van Helsing “su amigo Armenius de la Universidad de Budapest”. Los grandes villanos no siempre requieren un origen. Los espacios en blanco y las interrogantes hacen trabajar la imaginación del lector, lo obligan a poner atención a los pequeños detalles que explican la personalidad del personaje. El exceso de datos no siempre se agradece. Prefiero quedarme con la biografía parcial que Harris nos ofreció en Dragón Rojo y El silencio de los corderos –su polidactilia, sus aficiones por el buen comer y las bellas artes, su historial criminal, la incapacidad de las herramientas psicológicas para penetrar en su mente-. No me gustan sus raíces como un noble lituano, que unos rapaces de la II Guerra Mundial hubieran devorado a su hermanita Mischa, su formación en artes marciales –habilidades nunca manifestadas en sus dos primeras aventuras- y el amor que casi terminó por redimirlo. Todo no hace más que debilitar el aura de misterio que lo rodeaba y lo hace –al menos para mi- menos atractivo. En fin. En gustos se rompen géneros ¿Ustedes qué opinan?