martes, 31 de enero de 2012

Horrible inmortalidad

El cuerpo sin vida de la aspirante a actriz Elizabeth Short, conocida como la Dalia Negra,  fue descubierto el 15 de enero de 1947 en un lote baldío en la intersección de las avenidas South Norton, Coliseo y Oeste 39, distrito de Leimert Park, en Los Ángeles, California. Si su cadáver no hubiera sido dispuesto de una forma tan brutal, posiblemente su caso no habría trascendido: desnuda, eviscerada y desangrada, partida en dos por la cintura, mutilada facialmente para simular una grotesca sonrisa. La imagen perturbó la opinión pública de su época e incendió la imaginación de una innumerable cantidad de personas –civiles, investigadores y artistas- que buscaban dar una respuesta al misterio. Testigos del Crimen le dedicó su programa 42. Porque sobra decir que su asesino –o asesinos- nunca fue identificado.
 Yo conocí el hecho en mi preadolescencia, en un capítulo de 1989 del programa televisivo Misterios sin resolver donde Robert Stack –el antiguo Eliot Ness de Los Intocables- realizaba una semblanza del crimen. Años después, gracias a los consejos de mi amigo y mentor Ricardo Bernal, me hice de la novela La Dalia Negra (1987), donde el escritor norteamericano James Ellroy entremezclaba el caso con su fantasía y demonios personales. El resultado fue una estupenda obra donde el autor daba respuesta al enigma, profundizando en el mundo de privilegios y excesos de la alta sociedad californiana de la época. El libro fue fallidamente trasladado al cine en 2006 por Brian de Palma, pese a su deslumbrante diseño de arte y fotografía, que le valió una nominación al Óscar.
Hablo de todo esto porque la semana pasada vi un episodio de American horror story, la estupenda serie de televisión creada por Ryan Murphy y Brad Falchuk, donde aparecía Elizabeth Short y se daba una explicación coherente –empleando el juego de la imaginación y teniendo en cuenta que se trata de una historia de fantasmas- a su asesinato: deseosa de notoriedad, fue presa de los apetitos de un odontólogo, quien la mata accidentalmente. Acto seguido aparece el fantasma del desquiciado Dr. Montgomery (Matt Ross),  quien pone sus talentos al servicio del involuntario homicida. La Dalia Negra fue encarnada por la joven actriz Mena Suivari, objeto del deseo de Kevin Spacey en Belleza americana (Sam Mendes, 1999).
El libro Escenarios del deseo (UNAM, 2009) reúne los ensayos expuestos durante el coloquio homónimo realizado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional. En él destaco el de mi buen amigo Rafael Aviña, titulado Psicopatía criminal y cine: el caso de La Dalia Negra: “Sin embargo, ningún asesinato violento, ningún crimen sádico puede compararse con el caso de La Dalia Negra, ocurrido hace setenta años: Un caso único, irrepetible y atroz, que rebasa cualquier expectativa o fantasía perversa”.
No imagino qué pasaba por la mente de Elizabeth Short la mañana previa a ese fatídico 15 de enero de 1947. Sin embargo sus sueños –aunque no como los esperaba- se volvieron realidad. “El cuerpo bellísimo de La Dalia Negra se mantiene incorruptible en el deseo, la fantasía y el tiempo. Su cuerpo exánime y profanado se convirtió en un cadáver exquisito en toda la extensión de la palabra, y su hermoso rostro, fascinante y perturbador, no supo jamás de los estragos de la vejez. Si Elizabeth Short no hubiera sido sacrificada, hoy en día sería una respetable anciana de 83 años”, dice Aviña.     

viernes, 27 de enero de 2012

Asuntos pendientes (del 2011) 1

Las últimas semanas he escrito sobre obras que no han sido de mi entero agrado pese a que les he reconocido incontables méritos. Llegué a preguntarme si no me estaría ocurriendo algo. El domingo descubrí, para mi tranquilidad, que había alguien que compartía mi pensar: mi amigo Rafael Aviña. A continuación reproduzco su crítica sobre Sherlock Holmes: Juego de sombras, que apareció el pasado 30 de diciembre del extinto 2011 en la sección Primera fila del diario Reforma. 

Deducción que seduce
Rafael Aviña

El año pasado, el hábil cineasta Guy Ritchie consiguió levantar una flamante y exitosa franquicia con la renovada figura del celebérrimo detective del 221B de la calle Baker creado por Sir Arthur Conan Doyle en el siglo 19, interpretado por un estupendo e imparable Robert Downey Jr.
En la vertiginosa y explosiva secuela, Sherlock Holmes: Juego de sombras (EU-Gran Bretaña, 2011), Ritchie apuesta por nuevos guionistas que se apegan más a las aventuras originales de su autor primigenio y rodean el relato de un ambiente siniestro con referencias terroristas, en línea de “El agente secreto” (1907), novela del también escritor británico Joseph Conrad.
Narrada por su inseparable amigo y compañero de peripecias, el Dr. Watson, próximo a casarse, la historia se centra en los avatares del deductivo Holmes para detener a su némesis. El Profesor Moriarty.
Moriarty como un genio del mal, creado por Doyle, decidido a desestabilizar a Europa desatando una guerra mundial y especulando con la industria bélica.
Al mismo tiempo, Holmes –experto boxeador, esgrimista con el bastón y maestro del disfraz- intenta ayudar a una atractiva gitana a encontrar a su hermano, seguidor de causas anarquistas.
A medio camino entre Conrad, Conan Doyle y el vulnerable James Bond de las primeras novelas de Ian Fleming, Sherlock Holmes: Juego de sombras no alcanza el brillante paroxismo de su predecesora.
Sin embargo, se trata de un eficaz espectáculo pirotécnico de acción desbordada, con otra gran banda sonora de Hans Zimmer y buenas intervenciones de personajes secundarios, como la de Stephen Frye en el papel de Mycroft Holmes.
El filme incluye escenas de delirio puro, como ese prólogo en las calles londinenses con Holmes disfrazado como chino, la secuencia de la casa de juego, la persecución en el bosque y el escape en el tren.
Uno de los momentos clave de los relatos originales de Sir Arthur Conan Doyle, que ocurre en las cataratas Reichenbach en Suiza, se inserta aquí, en un filme que insiste más en el humor y la irreverencia.
El filme, que deja de lado la profundidad psicológica de los protagonistas, en aras de una diversión desmedida, eficaz y calculada al mismo tiempo, mantiene la atención constante y da pie a una nueva y anunciada continuación.


martes, 24 de enero de 2012

Muerte en la familia

No recuerdo si he hablado del tema en este espacio (lo refiero frecuentemente en mis clases de Criminalística), pero la popular serie de televisión CSI: Crime scene investigation ha perdido mi interés. Reconozco que no es mala. Es producida por el experto en blockbusters Jerry Bruckheimer y por tanto su factura es impecable: destacan su estética cercana al videoclip, sus dramáticos acercamientos a pistas importantes (parodiados incluso en Los Simpson) y el famoso tema musical de The Who. La seguí con entusiasmo desde su estreno el año 2000, pero cuando vi que su protagonista Gil Grissom (William Petersen) movía de su posición original –con guantes, eso sí- un indicio antes de fijarlo fotográficamente, reparé que violaba una máxima del protocolo de trabajo en una escena del crimen. Y de eso conozco algo. “Es una serie de ficción”, pensé, “una licencia narrativa”. Pero tengamos en cuenta que una serie que tiene profundas raíces en la realidad debe seguirla rigurosamente en aras de conseguir verosimilitud. Así sus técnicas (equipos o bases de datos que no existen, por ejemplo), algunos personajes (como la asesina de las maquetas cuyo origen y motivaciones me parecen endebles), omisiones (la sordera progresiva del estelar), cambios de elenco (Lawrence Fishbourne y Ted Danson), fueron alejándome gradualmente. El pasado miércoles  vi un capítulo atrasado (de su 9ª temporada) que capturó mi atención: giraba en torno a la pesquisa del asesinato de uno de sus estelares, el criminalista Warrick Brown (Gary Dourdan). Ello me hizo pensar en las causas que mueven a los artífices de una serie literaria, de televisión o una saga cinematográfica a matar a personajes mayores de sus relatos. Este, sin duda alguna, es un movimiento arriesgado porque las víctimas se convierten en seres apreciados por los espectadores, incluso pueden sufrir el hecho como cuando pierden a alguien de su familia. Si no se hace con inteligencia los efectos pueden ser nefastos: la audiencia puede dejar de seguirla definitivamente. He aquí las principales razones que identifico:
1. Necesidades argumentales. Cuando J. K. Rowling decidió asesinar a Sirius Black en Harry Potter y la Orden del Fénix (2003) arrancó el pesar y descontento de sus lectores. Pero la autora lo hizo por una razón poderosa: para que su protagonista pudiera seguir su viaje iniciático debía enfrentarse nuevamente a la pérdida.   
2. Hastío. Sir Arthur Conan Doyle asesinó a su personaje más memorable en 1893. Lo arrojó de unas cataratas junto con su némesis, el profesor Moriarty, en el cuento El problema final. En muchas formas fue un acto de defensa propia. La dimensión y popularidad que alcanzó Sherlock Holmes restó importancia a sus otros intereses: la novela histórica y de ciencia ficción, lo esotérico, el ensayo y la dramaturgia. Cuando Doyle se enfrentó al disgusto de sus lectores, al reproche de la misma Reina Victoria y a la falta de respuesta a sus nuevas obras, decidió revivir a su detective. Y lo hizo espectacularmente en El sabueso de los Baskerville (1901 a 1902). La legitimidad de este crimen (asesinar a tu propia creación) es un ejercicio genuino de libertad pero es cuestionable cuando tu “hijo” se posiciona de manera importante en el imaginario de las personas.
3. Por el rechazo del público. El segundo asistente de Batman (en el mundo de los cómics), Jason Todd, no fue bien recibido por los lectores de DC comics. La solución fue someter a su opinión, vía telefónica (como en uno de los populares plebiscitos de esta Ciudad de México), el destino del nuevo Robin. El público habló. Entre diciembre de 1988 y enero de 199 la editorial publicó una serie de historias tituladas Muerte en la familia, a partir de un guión de Jim Starlin con ilustraciones de Jim Aparo, donde el joven héroe murió en una explosión a manos delGuasón.
4. Desacuerdos económicos. Hace unos meses el actor Christopher Meloni solicitó a los productores de La Ley y el Orden: Unidad de Víctimas Especialesun aumento en su salario. Éstos se negaron. Como resultado Meloni abandonó la serie. Argumentalmente se trató de justificar esto con su renuncia a la fuerza policíaca, fortalecido esto por sus constantes problemas de disciplina, con el reforzamiento de personajes secundarios y la inclusión de algunos nuevos. Grave error. Actualmente, al menos, perdió un seguidor devoto (yo). Las personas que conozco y también eran seguidores de la serie han hecho lo mismo, lo cual la coloca en riesgo. Lo mismo ocurrió con el reencuentro que propicia estas líneas. En abril de 2008 el actor Gary Dourdan, que daba vida a Warrick Davis en CSI (como ya mencioné), solicitó un incremento salarial. A los productores les resultó más barato  asesinarlo (a Davis). A los pocos meses William Petersen (su mentor Grissom) abandonó la serie. Pero él corrió con mejor suerte. No lo mataron. Las palabras que éste le dedicó en su funeral fueron muy justas y pertinentes para el ejercicio de las personas que comparten mi profesión:
“Nos entrenan para decir a los deudos de las víctimas cuatro palabras: siento mucho su pérdida. Hasta hoy comprendí que significan muy poco”.

lunes, 16 de enero de 2012

Nada nuevo bajo el hielo

Es curioso que escriba estas líneas justamente hoy que John Carpenter cumple 64 años de vida.
El fenómeno de las precuelas –historias que anteceden  a un relato ya popular- es algo que cada vez ocurre con mayor frecuencia en el ámbito cinematográfico. Es cuestionable porque puede interpretarse como voracidad comercial –pregunten a George Lucas si sabe algo de eso- o falta de arrojo para aventurarse con nuevas historias. Se nutren de una curiosidad morbosa del espectador y de una necesidad de conocer datos que no fortalecen algunas historias que se han convertido en auténticos mitos. El primer encuentro con el Maligno del Padre Lankester Merrin (Max von Sydow) de El exorcista de (William Friedkin, 1973) es narrado por Renny Harlin en El exorcista, el comienzo(2004) e interpretado eficazmente por Stellan Skarsgård. Su versión alterna y no aprobada por los estudios Warner para su estreno comercial, Dominion, una precuela de El exorcista, de Paul Schrader (2005), es una mejor cinta. El escritor norteamericano Thomas Harris decidió dar un origen a su célebre asesino serialHannibal Lecter en 2006 en Hannibal, el origen del mal (lo anticipaba desde 1999 en su novela Hannibal). El cineasta Peter Webber lo convirtió en un largometraje el año siguiente. Si bien los resultados con bellos, eficazmente realizados, no aportan mucho al aficionado. Hace unas semanas, con motivos de una trivia, mi amigo y cofrade Antonio Camarillo me preguntó por una buena precuela de cine de horror. Sin pensarlo respondí que The nightcomers (Michael Winner, 1971). La conocí gracias a las obsesiones de otro cofrade, Eduardo Ruiz Saviñón. No recuerdo si fue estrenada en nuestro país. Antecede los hechos descritos por Henry James en Otra vuelta de tuerca (1898), con Marlon Brandocomo el malvado y poco escrupuloso Peter Quint. Como todos saben, el Señor James nos lo presentó como un fantasma. En la cinta de Winner está “vivito y coleando”. En esa forma es más estremecedor. No desperdiciaré su valioso tiempo (ni el mío) hablando de desilusiones. Mejor me referiré a hallazgos afortunados.
Los primeros días del año vi La cosa (Matthijs van Heijningen Jr., 2011), precuela de la afamada cinta que John Carpenter dirigiera en 1982 (basada a su vez en el cuento ¿Quién anda ahí? de John W. Campbell Jr. y en la cinta de 1951 de Christian Nyby y Howard Hawks). Lo primero que me llamó la atención –y cuestioné- es que sus productores ni siquiera hubieran decidido cambiarle el nombre por La cosa: el inicio o La cosa: la llegada. Ello no es raro, porque retoma una línea narrativa –visual y escritural- ya planteada por Bill Lancaster en 1982. No es una mala película. Es un entretenimiento eficaz que aprovecha los avances tecnológicos. De hecho es la cinta que Carpenter habría hecho de disponer de esos recursos hace tres décadas. Básicamente nos narra las desventuras de los exploradores noruegos en su encuentro con la otredad de las que nos enteramos gracias a Kurt Russell y compañía, con un reparto de desconocidos –salvo Mary Elizabeth Winstead y Joel Edgerton, que son prácticamente desconocidos- y secuencias paranoicas que mucho deben a la cinta original, a la era de Douglas MacArthur y la Guerra Fría o al 9/11.
Al final, pese al sano esparcimiento y a que disfruté la experiencia, pervivió una sensación de vacío que puedo atribuir al –que he bautizado como- Síndrome del Abuelo Simpson o a que, efectivamente, no me ofreció nada nuevo. Me inclino a lo segundo.              

viernes, 13 de enero de 2012

Sombras nada más

Habían transcurrido 20 minutos del metraje de Sherlock Holmes: juego de sombras (2011) cuando el desconcierto -una desazón que no esperaba- me invadió. Sinceramente no podía explicarlo. Soy un declarado admirador de su predecesora, Sherlock Holmes (2009). Unos días después de su estreno alabé  el desempeño de su protagonista, Robert Downey, Jr., – pese a su nacionalidad, porque no dejo de pensar que el detective debe ser interpretado por un británico-, a su competente reparto, a la puesta en escena –sobre todo la briosa partitura de Hans Zimmer, el vestuario de Jenny Beavan y la brillante fotografía de Philippe Rousselot) y al desempeño de su director Guy Ritchie. Es obvio que el cineasta está plenamente inserto en la gran maquinaria hollywoodense, y eso no es algo malo. Posiblemente mi sentir se debía a las altas expectativas que me había formado, a que era la primera cinta que observaba en pantalla grande en este recién nacido 2012 –y deseaba deslumbrarme- o a que un gran amigo –digno de toda mi confianza- me había hablado maravillas de ella. Y tiene razón, porque de ninguna manera es una mala película. Cuenta con todos los elementos que tanto admiré en la aventura anterior. Es al guión de Michele y Kieran Mulroney al que tengo cosas que reprocharle –y muchas que aplaudirle-. Entre ellas muchas líneas afortunadas (“Observo todo. Esa es mi maldición”). La dupla escritural narra una historia original que guarda una notable relación con El problema final (1893), el cuento donde Arthur Conan Doyle mató a su personaje más memorable. Pero mejor trataré de desmenuzar mis pensamientos.
1. El desempeño del elenco es más que competente. El protagonista es eficiente –como acostumbra-, al igual que Jude Law –según yo, la cinta previa había hecho a un lado la cojera del Dr. Watson-. El actor británico Jared Harris –el malvado Dr. David Robert Jones de la serie Fringe, el Capitán Mike de El curioso caso de Benjamin Button, o el asesino serial Robert Morten de La Ley y el Orden: Unidad de Víctimas Especiales- es un James Moriarty digno, frío, malévolo y encantador. A pesar de ser un actor experimentado, Harris es un rostro relativamente desconocido. Yo hubiera deseado ver a alguien de un perfil similar al de Downey, Jr. como su antagonista –en algún momento se mencionaron nombres como Brad Pitt y Russell Crowe para el papel-. El Moriarty de la primera película, el que se ocultaba en una capa con capucha, salió a la luz. Incluso reveló su faceta de prestigiado académico, autor de “La dinámica de un asteroide”. Como en una cinta romántica, el efecto se basa en la química entre los enamorados en que se centra la historia. Sucede lo mismo en casos como el que propicia estas líneas. Todavía me pregunto si Downey y Harris proyectan suficiente encanto como rivales. Aunque insisto, quedé satisfecho.
2. Por otro lado, elegir a Stephen Fry para interpretar  Mycroft Holmes fue algo muy inspirado. Al actor lo admiro desde que estelarizara Oscar Wilde (Brian Gilbert, 1997). El mayor de los Holmes es un personaje interesante, “más inteligente”, como el mismo detective reconoce. Trabaja en las sombras, en una posición nunca aclarada, “al servicio secreto de Su Majestad”. No tiene necesidad de hacer reverencias a la misma Reina Victoria. Pero sobre todo es un eminente victoriano. No lo visualizo presentándose desnudo ante una mujer, ni haciendo eco de las extravagancias de su hermano.
3. Como lo dije, la historia se basa notablemente en El problema final. Y también incluyó al Cnel. Sebastian Moran (Paul Anderson), personaje que bien recuerdan los lectores de Sir Arthur Conan Doyle.
4. La carrera armamentística, industria que creció enormemente en la Inglaterra victoriana, es la base del libreto de los Mulroney. El discurso final del villano sobre la naturaleza humana es muy revelador.
5. Algo que me encantó fue el emblemático enfrentamiento final entre los prestigiados rivales al borde de las cataratas Reichenbach, primero intelectual y luego físico. Que este último fuera detonado porque el héroe pisó intereses económicos del villano es muy relevante en esta época (la de la guerra contra el narcotráfico). Bien lo comprendió Eliot Ness: si quieres lastimar al enemigo, ataca sus bolsillos.
Para finalizar, Sherlock Holmes: juego de sombras es un filme entretenido, impecablemente realizado, pero que a la vez me dejó con muchas interrogantes: ¿cuál es el futuro del nuevo Sherlock Holmes cinematográfico ahora que ya se enfrentó a su máximo enemigo? ¿Qué reto sigue después? Todo es nebuloso. 

jueves, 5 de enero de 2012

El sueño americano convertido en pesadilla (previo)

Ayer, dentro del ciclo de cine “Todos los miércoles, todo Hitchcock” del Film Club Café, tuve el placer de presentar Psicosis (1960), una de las películas más recordadas del afamado director británico. No sé si la mejor –eso puede responderlo el que haya seguido fielmente todo el ciclo-, pero definitivamente es imposible no pensar en ella cuando se habla del virtuosismo del cineasta. Es la que más me gusta de su amplia filmografía. Es una obra cercana a la perfección. Se estrenó el 16 de junio de 1960, en la ciudad de Nueva York, hace poco más de 50 años y permanece vigente en una época donde la locura se ha convertido en un evento cotidiano. Le valió un impresionante reconocimiento del público y la crítica. Fue nominada a cuatro premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográfica de Estados Unidos, incluido el rubro de “mejor director”. No ganó ninguno, aunque debió hacerlo. En 1992 ingresó al Registro Fílmico de la Biblioteca del Congreso de ese país por ser “cultural, histórica y estéticamente significativa”. Todo es curioso porque Hitchcock la realizó sin mayor pretensión que asustar a su público. Pero en más de un sentido el Mago del Suspenso –sobrenombre que la cinta robusteció- jugaba a la segura. En breve reproduciré en este espacio un texto que preparé para la ocasión. Que los Reyes Magos cumplan sus anhelos.