viernes, 27 de marzo de 2015

Esa de los ojos grandes.

Siento un gran conflicto al escribir estas líneas. Hace un par de semanas, antes de su pronta salida de la cartelera comercial, pude ver Ojos grandes (2014), el decimoséptimo largometraje de Tim Burton, autor al que venero pese a algunos descalabros que suceden a todo artista. Lo curioso es que el director contó con una gran materia prima: un inteligente guión de Scott Alexander y Larry Karaszewski –dupla responsable del libreto de Ed Wood (1994)-, la sobria fotografía de Bruno Delbonnel –con quien ya había trabajado en Sombras tenebrosas (2012) y lo hará en la venidera El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares -, una partitura de su ya habitual Danny Elfman, un colorido y atrayente diseño de arte de su frecuente Rick Heinrichs, un vestuario de la galardonada Colleen Atwood –también colaboradora habitual- y las muy correctas actuaciones de los laureados Amy Adams y Christoph Waltz. ¿Qué podía salir mal? Nada. Y ese es el motivo de mi congoja. La cinta no me disgustó en absoluto. No está producida por un gran estudio, ni gozó –al menos en nuestro país- de una gran campaña publicitaria. Sin duda es la más atípica de sus obras, quizá deliberadamente para sacudirse de un estilo al que nos ha acostumbrado en su carrera de más de tres décadas. En su momento hablé del término burtoniano para referirnos a su cine: “La filmografía de Tim Burton en conjunto es un estupendo cuerpo de trabajo cinematográfico. Sólido y consistente en sus temas (la marginalidad, la soledad, lo extraño, la dualidad de la condición humana, la belleza interior y los límites que establece la sociedad), personajes, actores (como Almodóvar reunió un ensamble actoral que bien podríamos llamar los Chicos Burton, entre quienes brillan Johnny Depp, Danny de Vito, Jack Nicholson, Michael Keaton, Christopher Walken, etc.), ambientes, estética y técnica narrativa, reúne los elementos para ser calificado como cine de autor si bien es inminentemente comercial”.
Me resulta inevitable compararla con la ya mencionada Ed Wood porque se trata de otro bien ejecutado biopic –biografía fílmica-, historias que disfruto enormemente. Esta vez sobre Peggy Doris Hawkins, conocida después de su primer matrimonio como Margatet Ulbrich y finalmente como Margaret Keane, la popular pintora estadounidense que se caracterizó por sus cuadros de niños con grandes y expresivos ojos. Recuerdo haber visto su trabajo cuando estudiaba la primaria, en algún calendario o revista. Y aunque ha sido juzgada severamente por la crítica especializada, su contribución al arte siempre será determinada por su aceptación entre el público. En su horda de aficionados se encuentra el propio Burton, uno de sus mayores coleccionistas, cuya vida le pareció suficientemente atractiva para llevarla a la pantalla grande.
A principios de los años cincuenta, Margaret (Adams) escapa con su pequeña hija de las garras de un marido abusador. Se instala en San Francisco, California, donde pronto cae en las garras de Walter Keane (Waltz), un carismático, oportunista y mentiroso agente de bienes raíces con pretensiones pictóricas. Cuando la pareja descubre que el trabajo de Margaret es mejor aceptado, Walter vislumbra sus posibilidades comerciales, vendiéndolo incluso en supermercados. Comienza así a firmar como suyas las pinturas de su esposa, con consentimiento de ella, convirtiéndose en un fenómeno mediático gracias a sus dones de buen vendedor. Llega así la lucha por la liberación y recuperar la dignidad y el mérito, con un desenlace arrancado de los viejos programas de Perry Mason que tanto gozaba el vivales Keane.
Todo en conjunto funciona. Podemos verla como un estudio sociológico de una época donde la mujer era vista como un “cero a la izquierda”, muy oportuna para verse en el pasado Día Internacional de la Mujer. Pero al finalizar sentí que era algo que ya había visto antes. Es una producción impecable, cierto, pero completamente normal. Definitivamente no es el producto que espera el devoto promedio de Burton. Acaso hay breves momentos donde lo reconocemos, como en el coreográfico amanecer suburbano, en el oscuro antro jazzístico o en ese ático prohibido, repleto de pinturas que miran al espectador. Si lo que trata es de “escapar” de su estilo y “evolucionar”, de hacer algo académico, podría pensarse que “reniega” de su origen. Y si es así, sus seguidores –entre los que me sumo- verían esto como una “traición”. Una película como Ed Wood me parece más auténtica, más fiel a su esencia. Con sus altibajos recientes, prefiero al Burton de Beetlejuice (1988), Marcianos al ataque (1996) o Frankenweenie (2012).

Hasta el momento Ojos grandes ha recaudado un poco más del doble de los modestos 10 millones de dólares que costó (ya saben a qué me refiero al decir “modestos”), así que no la podríamos considerar como un fracaso económico. Ed Wood, con todo y sus premios, recuperó sólo la tercera parte de su inversión. Burton quizá obtuvo lo que merece y seguramente esperaba: el reconocimiento de la crítica, aderezado por la melancólica canción de Lana Del Rey, que encabeza una banda sonora donde incluso me cuesta identificar a Elfman, quizá el apoyo más constante sin el que no se puede comprender el cine de Tim Burton. 

viernes, 6 de marzo de 2015

Cuéntame una de espías

En uno de tantos momentos afortunados de Kingsman: El Servicio Secreto (Mathew Vaughn 2014), dos actores ganadores del prestigiado premio Óscar discuten sobre las películas clásicas de espías, concretamente las del popular agente al Servicio Secreto de Su Majestad. Uno de ellos es Samuel L. Jackson, que encarna al malvado magnate de telecomunicaciones Richmond Valentine. El otro es Colin Firth, que da vida al intrépido Harry Hart, quien tiene el sobrenombre secreto de Galahad. Este último hace una afirmación sabia: “siempre pensé que las viejas películas de James Bond eran tan buenas como el villano que enfrentaba”. Ese diálogo define estupendamente el tono del quinto largometraje de Vaughn, un divertimento simple –sin pretensiones académicas ni teóricas- que busca dar un giro jovial a las viejas cintas de espías, trasladándolas vertiginosamente al siglo XXI. 
El guión que el mismo Vaugh escribió con Jane Goldman (responsable del libreto de La dama de negro) deja muy clara la procedencia inglesa de la dupla. Parten de The secret service (2012-2013), la serie de seis cómics escrita e ilustrada por sus paisanos Mark Millar y Dave Gibbons, respectivamente. Sobra decir que ambos cuentan con una sólida reputación en el medio de la historieta. Por el segundo siempre tendré una especial gratitud por las que creó al lado de Alan Moore, que incluyen títulos indispensables como Watchmen (1986-1987) y la que siempre me parecerá una de las mejores aventuras de Supermán, Para el hombre que lo tiene todo (1985). Muchos seguidores del cómic se indignarán, pues la adaptación fílmica sólo utiliza la trama básica del relato del que procede: un veterano agente del MI6 (la inteligencia británica) recluta a su problemático sobrino en una misión para salvar al mundo, con brutales y sangrientos detalles. Vaughn y Goldman eligen vincularlo a los Mitos Artúricos, presentándonos a una organización ultra secreta y poderosísima –los Kingsman del título- sin ninguna afiliación gubernamental que no deja de recordarnos lo que hemos visto en cintas como Se busca (Timur Bekmambetov, 2008, también basada en un cómic de Millar y J. G. Jones), Mini espías (Robert Rodríguez, 2001) e incluso a la saga creada por George Lucas que todos conocemos: el joven que descubre la procedencia excepcional de su padre y reclama su derecho de nacimiento.
En 1997, en una misión en el Medio Este, un agente en entrenamiento da su vida por proteger a su equipo. En reciprocidad, el líder del grupo, Galahad (Firth), da al hijo del héroe caído una medalla con la promesa de ayudarlo en cualquier momento. 17 años después el ahora joven Gary “Eggsy” Unwin (Taron Egerton) cobra la deuda, ingresando con la tutela de Galahad como candidato para ocupar el lugar de Lancelot (Jack Davenport), un miembro recientemente muerto de la organización. A cargo del casting se encuentra el sabio Merlín (Mark Strong), que rinde cuentas a Arhur (Sir Michael Caine). Él se encuentra a la cabeza de Kingsman, un grupo que opera independientemente con fondos económicos ilimitados y se oculta tras la fachada de una tradicional sastrería. Después de un arduo entrenamiento, se revela el nuevo reto: salvar al mundo de los planes genocidas del demente Valentine –que tiene serios problemas del habla-, cuyo guardaespaldas y sicaria Gazelle (Sofia Boutella), es una mortal artemarcialista con piernas prostéticas afiladas cual navajas, al estilo del maratonista Oscar Pistorius. En el cómic es un hombre, por cierto –y no usa prótesis-.
Lo que sigue es un banquete de excesos visuales, a veces políticamente incorrecto (“soy una puta católica, que actualmente disfruta una vida fuera del matrimonio con mi novio judío y negro que trabaja en una clínica militar de abortos. ¡Viva Satanás!), no apto para todas las sensibilidades. Lo demuestra la absurda censura que la misma distribuidora de la cinta, la 20th Century Fox, impuso en Latinoamérica por la masare ocurrida en una iglesia. En cambio muchos aficionados aplaudimos la aparición de Mark Hamill como el experto en el cambio climático James Arnold, en un curioso giro relacionado con el cómic –así se llama el villano y el actor aparece al inicio de la historieta-.
La aceptación que ha tenido la cinta en otras latitudes menos susceptibles consolida la posición de Vaughn: ha recaudado –hasta el momento- casi tres veces los poco más de 80 millones de dólares que costó. Esto garantizará una secuela en la que el director y guionista hará todo lo posible para que Colin Firth regrese. Porque el actor es definitivamente una de las fortalezas de la cinta. Evoca tiempos más simples, en que Roger Moore luchaba con los malos sin sudar, despeinarse ni arrugar su elegante indumentaria. Estamos en la puerta de una saga.

martes, 3 de marzo de 2015

Réquiem para Leonard Nimoy

Que las figuras que admiraste en tu infancia comiencen a fallecer es terrible. Esto marca el final tangible de una era, generalmente más simple, asociada a sucesos que definieron al adulto que eres hoy. También es signo de tu propia mortalidad. Cuando hace unos años expiró el actor Jerry Orbach, quien por más de una década encarnó a uno de los más entrañables detectives de la televisión, sentí un profundo pesar. Nunca tuve el placer de conocerlo físicamente, por lo que para muchos puede ser una reacción exagerada, pero lo seguí de manera regular en mi juventud. Su muerte –si bien anunciada por el cáncer contra el que luchaba- fue como la de un tío lejano, a quien quisiste mucho aunque no lo veías todos los días. Lo mismo ocurrió cuando mi amigo Bernardo Esquinca me informó, a través de un mensaje de texto a mi teléfono celular, del deceso de Ray Bradbury. En ese momento me encontraba rodeado de cientos de personas, en un congreso de ciencias forenses. Aun así no pude reprimir un nudo en la garganta ni el enrojecimiento en mis ojos. Ambos ejemplos, por sólo mencionar dos, fueron artistas que marcaron a generaciones de amantes de la ciencia ficción que conocieron la gloria y el reconocimiento de una manera que sólo podemos imaginar. También eran hombres, tan frágiles como tú y yo. Sabíamos que su camino en este mundo estaba por concluir, que habían vivido plenamente el tiempo en que habitaron este mundo, pero eso no hizo menos dolorosa su pérdida. Es la inevitable ley de la vida, nos guste o no.
El viernes pasado me encontraba frente al teclado en el que escribo estas palabras cuando me enteré de la muerte de Leonard Simon Nimoy, actor que obtuvo la inmortalidad gracias al papel del Sr. Spock en la odisea televisiva Viaje a las estrellas, programa creado en 1966 por otra leyenda, Gene Rodenberry. Tenía 83 años de edad, casi 84. No pude evitar sentir un vacío en el estómago. Desde hace más de un año enfrentaba una enfermedad pulmonar, aunque abandonó el tabaquismo hace casi tres décadas. Nimoy, nacido el 26 de marzo de 1931 en Boston, Massachusetts, hijo de inmigrantes judíos de Ucrania, sintió una atracción desde temprana edad por las artes escénicas. Esto lo llevó preparase y eventualmente a participar interpretando papeles menores en programas como Perry Mason, Dragnet, La Dimensión Desconocida, Bonanza, Policía de Caminos y El Agente de C.I.P.O.L. Pero su consagración definitiva llegó al portar la piel del cerebral vulcano en la serie que ya mencioné, hijo de un padre extraterrestre y una madre humana, puente entre civilizaciones que conoció de frente la discriminación y el rechazo –el bullying de nuestro tiempo- por ser un producto del mestizaje entre su elevada raza y una inferior. Es innecesario decir que inmediatamente gozó de una inusitada popularidad que siempre utilizó de la manera más benéfica. Hace unos días leí una carta que en su momento de mayor fama le envió una niña, hija de un padre blanco y una madre negra, en la que la menor le aseguraba que comprendía cabalmente el drama del niño Spock pues lo vivía cotidianamente. Nimoy le conminó a no hacer caso de las burlas de sus condiscípulos y a mantenerse fuerte, pues eso no era algo que debería avergonzarla.
Sus actos humanitarios, su labor como divulgador de las consecuencias del holocausto Nazi, su pasión por la fotografía y la poesía, su incursión en el canto, su labor teatral, su presencia en otras series de televisión –siempre lo recuerdo en Misión: Imposible o presentando la serie En busca de…-, todos quedaron sepultados por la fascinante sombra de Spock, personaje que encarnó en la televisión, el cine –en 8 ocasiones-, videojuegos y caricaturas. Spock siempre ocupó un lugar especial en una redituable franquicia muy viva a casi 50 años de su creación. Ha aparecido por igual en incontables manifestaciones de la cultura popular contemporánea. Las tiras cómicas del genial caricaturista tapatío Trino, llamadas adecuadamente Crónicas marcianas, siempre me arrancan sonoras carcajadas, con Spock como segundo oficial del Enterpice Club. Nimoy ha aparecido en numerosos episodios de las aventuras de la amarillenta familia Simpson o en el reciente sitcom The Big Bang theory. En la ficción, el veterano actor tenía una orden judicial restrictiva contra su protagonista Sheldon Cooper (Jim Parsons) por el acoso constante del brillante joven. También fue el enigmático y elusivo genio científico William Bell, fundador de la siniestra y multimillonaria transnacional Massive Dynamics, en el extinto serial Fringe. La escena final de su primera temporada, en la que la desconcertad agente federal Olivia Dunham (Anna Torv) recorre los pasillos de un edificio, llega a una oficina en la que lo recibe un hombre que se oculta en las sombras, resuena en mi memoria. Ella pregunta, “¿dónde estoy?, ¿quién es usted?”. El individuo contesta “la primera pregunta es difícil de responder. La segunda es más simple. Soy Wiliam Bell”. La cámara se aleja de la habitación y revela que se encuentran en un universo paralelo, en el que el World Trade Center neoyorkino sigue en pie. Todo en conjunto es fascinante, en palabra de su personaje más reconocido. En más de una ocasión, mis alumnos me han sometido a la cruel disyuntiva de elegir entre Viaje a las estrellas y La guerra de las galaxias, a riesgo de herir susceptibilidades y aunque soy un devoto de la mitología creada por George Lucas, siempre me decanto por la primera opción.
Hace poco tiempo actuó con su heredero fílmico, Zachary Quinto, en un comercial televisivo de la compañía automotriz Audi. El anuncio exhibía la lucha entre lo nuevo y lo aparentemente obsoleto. Ambos jugaban ajedrez a distancia, gracias a la tecnología. Quinto lo invita a continuar su duelo a la manera tradicional, en un campo de golf. El joven conduce un flamante Audi con encendido digital y utiliza la tecnología GPS, mientras Nimoy conduce un muy clásico y elegante Mercedes Benz. Al encontrarse en el campo, Quinto se muestra condescendiente para para la apuesta. El veterano le dice “técnicamente aun no entramos”, y deja inconsciente a su rival aplicándole un “pellizco vulcano”. Le dice, “nos vemos adentro”.
Los gestos de pesar por la muerte física de Nimoy abundaron. El presidente de su país, Barak Obama, declaró acertadamente “Mucho antes de que ser un cerebrito fuese cool, ya estaba Leonard Nimoy. Me encantaba Spock. Leonard fue un gran amante de las artes y las humanidades, un gran defensor de la ciencia. Pero, por supuesto, Leonard era Spock. Cool, lógico, de largas orejas y equilibrado, el centro de la optimista e incluyente visión del futuro de la humanidad de Star Trek. En 2007, tuve la oportunidad de conocerle en persona. Fue lógico saludarle con el gesto de Vulcano, el signo universal de Larga vida y prosperidad”. Pero las palabras más justas fueron las que le dedicó su hermano no consanguíneo Willian Shatner en su funeral fílmico en los momentos finales de Viaje a las estrellas II: La ira de Kahn (Nicholas Meyer, 1982), la que es para mí mejor película de la saga: “Estamos reunidos para presentar nuestros respetos finales a nuestros amados muertos. Y sin embargo hay que señalar, en medio de nuestro dolor, que esta muerte ocurre a la sombra de una nueva vida, en el amanecer de un nuevo mundo. Un mundo por el que nuestro querido amigo dio su vida para proteger y nutrir. Él no sentía este sacrificio como algo vano o vacío, y no vamos a debatir su profunda sabiduría por su actuar. De mi amigo, sólo puedo decir esto: de todas las almas que he encontrado en mis viajes, la suya era la más humana”.

Gracias por entregarnos tanto, querido Leonard Nimoy. Siempre podré verlo en las interminables repeticiones de sus programas o con sólo presionar la tecla de un control remoto. Sé que sólo regresó al espacio sideral al que siempre nos llevó, a donde usted siempre pertenecerá. Hasta ahí le envío mi cariño y un saludo vulcano.