lunes, 21 de diciembre de 2015

Sucedió una navidad

Nos guste o no, prácticamente todas las personas de mi generación vimos en el verano de 1990 la película aquí bautizada como Mi pobre angelito (Home alone), fenómeno de taquilla escrita por el desaparecido genio John Hughes y dirigida por el entonces novato Chris Columbus (autor de los guiones de Gremlins y El joven Sherlock Holmes). La premisa era simple. En los días previos a la navidad, una numerosa familia olvida a Kevin McCallister (Macauley Culkin), su pequeño y angelical hijo de ocho años, antes de salir de viaje a París. El menor toma esto de manera cándida –incluso disfruta la situación- hasta que debe defender su lujosa casa suburbana de Chicago de dos pobrediablezcos ladrones (Joe Pesci y Daniel Stern), utilizando todo tipo de hilarantes –para nosotros- recursos, hasta que la unión del clan es restablecida. Su impresionante éxito económico propició dos años después una igualmente redituable secuela directa, así como otras dos que nada tenían que ver con la historia original. Y creo que no debemos ser tan severos. La saga –sobre todo sus dos primeras partes- son un producto para las fechas navideñas, inofensivo, desechable.
La idea se recicla 25 años después –muchos creativos lo están haciendo- en la serie de cortometrajes para Internet :DRYVRS, dirigida en su primer episodio por Jack Dishel y Kerry Harris, escrita y creada por el primero. Culkin, hoy un hombre de 35 años, vuelve a encarnar al otrora inocente Kevin. Sólo que, como en la vida real, es un adulto inestable, traumatizado por su experiencia del pasado. Es que el error de sus padres, divertido como lo presentaba el guión de Hughes, podría ser legalmente sancionado en nuestra era. En la legislación mexicana, por ejemplo, figura el delito de “abandono de infante” y estoy seguro que, de ser conocido por las autoridades de su país, habría ocasionado consecuencias severas.  Culkin es el conductor –reemplaza a su esposa- de un servicio de transporte tipo Uber que narra sus vivencias a su desconcertado cliente: “Es la maldita navidad, toda tu familia se va de vacaciones y olvidan a su maldito hijo de ocho años. Y lo dejan sólo en casa, por una semana. Y defiendo mi casa de dos intrusos sicópatas. Era sólo un niño. Todavía tengo pesadillas con ese tipo calvo, persiguiéndome, hablando como Sam Bigotes, “voy a arrancarte las uñas”, “voy a agarrarte, pequeño travieso”. Todo está salpicado humor negro, con referencias de las películas, desde su partitura –usada como ring tone- hasta anécdotas. “El comer una rebanada de pizza era una guerra”. Kevin, de ser “víctima” se convierte en “victimario”, como todo buen psicópata. Todo culmina en un baño de sangre al más puro estilo de Quentin Tarantino, con el famoso grito de su tierna niñez.
En definitiva es una muy breve alternativa, de sólo cinco minutos de duración, para enfrentar la melcocha de estos días con la frente en alto.

miércoles, 22 de julio de 2015

Raíces momificadas

Por más que nos asuste, repugne o ahuyente, siempre sentiremos una especial atracción por lo diferente. Lo que se aleje de lo que las convenciones sociales consideren “normal” siempre será inevitable de ver, aunque sea de reojo. Eso lo comprendieron bien los habitantes del período Victoriano de Inglaterra, momento histórico contrastante donde surgieron algunas de las más importantes contribuciones al imaginario de la cultura popular contemporánea, del Extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson (1886), El retrato de Doria Gray de Orcar Wilde (1890) al Drácula de Bram Stoker (1897), todas obras inalcanzables con interpretaciones infinitas. El exotismo y misterio de otras latitudes no dejó de cautivar la imaginación del hombre victoriano, como demuestran las narraciones de Rudyard Kipling o Henry Rider Haggard. Más si consideramos que es la época donde el Imperio llegó a la cima de su supremacía económica y extendió su poderío por todo el orbe: fue el tiempo en que Alexandrina Victoria, Reina de Gran Bretaña e Irlanda, y Emperatriz de la India, gobernó a dos terceras partes de la población mundial.
La investigación y el estudio de lugares y épocas distantes fueron enormemente populares durante el reinado de Victoria. Así lo demuestran los numerosos trabajos de campo que exploradores de todas las procedencias realizaron en Egipto, entre los que siempre destacarán los del arqueólogo Howard Carter (1874-1939), quien en noviembre de 1922 dirigió un equipo que descubrió la Tumba del Emperador Tutankhamun. Las supersticiones sobre la maldición que el hallazgo/profanación desató, se fortalecieron por los misteriosos decesos de algunos de sus colaboradores, comenzando por el de George Edward Stanhope Molyneux Herbert, quinto Conde de Carnarvon, patrocinador de la búsqueda, muerto el 5 de abril de 1923 (meses después del descubrimiento) como consecuencia de una rara picadura de mosquito. Pero esa es otra historia.
La Egiptlogía se convirtió en una disciplina académica a finales del siglo XIX, y naturalmente sedujo a los más diversos literatos del momento, como la inglesa Jane C. Loudon con la casi desconocida novela ¡La Momia! o un relato del Siglo 22 (1827), el mismo Stoker con su Joya de las Siete Estrellas (1903) y Arthur Conan Doyle, quien ganó con creces un lugar en la posteridad por crear a Sherlock Holmes.
En este punto usted podrá preguntarse, querido lector, cómo fue que el padre del adalid del pensamiento lógico moderno fue encantado por esta aparente moda. Primeramente hay que aclarar que el escritor escocés tuvo una abundante obra conformada por ensayos, novelas históricas, una obra de teatro, relatos de ciencia ficción y estupendos cuentos de horror que quedaron sepultados bajo la sombra de su fascinante hermano mayor, el Príncipe de los Detectives. De las creencias de Doyle en la recta final de su vida, del espiritismo, su enemistad con su otrora aliado Harry Houdini y su participación en el controvertido caso de las Hadas de Cottingley, hablaremos en otro momento.
En Lote No. 249, narración contenida en el compendio Historias del Crepúsculo y de lo Desconocido (Valdemar, 1994), Conan Doyle da cuenta del encuentro de tres amigos, estudiantes de la Universidad de Oxford, con lo imposible de explicar en círculos racionales:
“La propia momia, una cosa horrenda, negra y arrugada, como una cabeza chamuscada en un arbusto retorcido, estaba casi afuera de la caja, con una mano que parecía más bien una garra y un huesudo antebrazo que descansaba encima de la mesa […] Aunque horriblemente descoloridas, las facciones se conservaban perfectas, y dos ojillos parecidos a avellanas surgían acechando desde las profundidades de las cuencas negras y cavernosas. La piel, cubierta de erupciones, aparecía tirante de un hueso a otro, y una maraña de cabellos gruesos y negros le caía por encima de las orejas. Dos dientes finos, semejantes a los de una rata, sobresalían por encima del labio inferior. Tal y como estaba, en una postura encogida, con las articulaciones dobladas y la cabeza estirada, aquél engendro horroroso sugería una vitalidad tan grande que el propio Smith se sobresaltó. Las costillas chupadas, recubiertas por algo que parecía pergamino, estaban al descubierto, y el abdomen hundido y de color plomizo, mostraba la larga hendidura donde el embalsamador había dejado su marca. Sin embargo, los miembros inferiores estaban envueltos en un tosco vendaje amarillento”.

Este cuento es sin duda responsable de presentarnos a las momias tal y como las conocemos: seres terribles sedientos de venganza que trascienden los tiempos y la muerte física. La imagen influenció indisputablemente la caracterización que Jack Pierce diseñó para Boris Karloff en la inolvidable película que Karl Freund dirigió en 1932, La Momia, joya de la Época de Oro de los Estudios Universal. El guión de John L. Balderston, artífice previo de Drácula (Tod Browning, 1931) y Frankenstein (James Whale, 1931) introdujo a Imothep, sin duda la más famosa momia de la cinematografía, de presencia imborrable.

*Texto originalmente publicado en Mórbido Magazine No. 3 bajo el título "De donde vienen las momias".

viernes, 27 de marzo de 2015

Esa de los ojos grandes.

Siento un gran conflicto al escribir estas líneas. Hace un par de semanas, antes de su pronta salida de la cartelera comercial, pude ver Ojos grandes (2014), el decimoséptimo largometraje de Tim Burton, autor al que venero pese a algunos descalabros que suceden a todo artista. Lo curioso es que el director contó con una gran materia prima: un inteligente guión de Scott Alexander y Larry Karaszewski –dupla responsable del libreto de Ed Wood (1994)-, la sobria fotografía de Bruno Delbonnel –con quien ya había trabajado en Sombras tenebrosas (2012) y lo hará en la venidera El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares -, una partitura de su ya habitual Danny Elfman, un colorido y atrayente diseño de arte de su frecuente Rick Heinrichs, un vestuario de la galardonada Colleen Atwood –también colaboradora habitual- y las muy correctas actuaciones de los laureados Amy Adams y Christoph Waltz. ¿Qué podía salir mal? Nada. Y ese es el motivo de mi congoja. La cinta no me disgustó en absoluto. No está producida por un gran estudio, ni gozó –al menos en nuestro país- de una gran campaña publicitaria. Sin duda es la más atípica de sus obras, quizá deliberadamente para sacudirse de un estilo al que nos ha acostumbrado en su carrera de más de tres décadas. En su momento hablé del término burtoniano para referirnos a su cine: “La filmografía de Tim Burton en conjunto es un estupendo cuerpo de trabajo cinematográfico. Sólido y consistente en sus temas (la marginalidad, la soledad, lo extraño, la dualidad de la condición humana, la belleza interior y los límites que establece la sociedad), personajes, actores (como Almodóvar reunió un ensamble actoral que bien podríamos llamar los Chicos Burton, entre quienes brillan Johnny Depp, Danny de Vito, Jack Nicholson, Michael Keaton, Christopher Walken, etc.), ambientes, estética y técnica narrativa, reúne los elementos para ser calificado como cine de autor si bien es inminentemente comercial”.
Me resulta inevitable compararla con la ya mencionada Ed Wood porque se trata de otro bien ejecutado biopic –biografía fílmica-, historias que disfruto enormemente. Esta vez sobre Peggy Doris Hawkins, conocida después de su primer matrimonio como Margatet Ulbrich y finalmente como Margaret Keane, la popular pintora estadounidense que se caracterizó por sus cuadros de niños con grandes y expresivos ojos. Recuerdo haber visto su trabajo cuando estudiaba la primaria, en algún calendario o revista. Y aunque ha sido juzgada severamente por la crítica especializada, su contribución al arte siempre será determinada por su aceptación entre el público. En su horda de aficionados se encuentra el propio Burton, uno de sus mayores coleccionistas, cuya vida le pareció suficientemente atractiva para llevarla a la pantalla grande.
A principios de los años cincuenta, Margaret (Adams) escapa con su pequeña hija de las garras de un marido abusador. Se instala en San Francisco, California, donde pronto cae en las garras de Walter Keane (Waltz), un carismático, oportunista y mentiroso agente de bienes raíces con pretensiones pictóricas. Cuando la pareja descubre que el trabajo de Margaret es mejor aceptado, Walter vislumbra sus posibilidades comerciales, vendiéndolo incluso en supermercados. Comienza así a firmar como suyas las pinturas de su esposa, con consentimiento de ella, convirtiéndose en un fenómeno mediático gracias a sus dones de buen vendedor. Llega así la lucha por la liberación y recuperar la dignidad y el mérito, con un desenlace arrancado de los viejos programas de Perry Mason que tanto gozaba el vivales Keane.
Todo en conjunto funciona. Podemos verla como un estudio sociológico de una época donde la mujer era vista como un “cero a la izquierda”, muy oportuna para verse en el pasado Día Internacional de la Mujer. Pero al finalizar sentí que era algo que ya había visto antes. Es una producción impecable, cierto, pero completamente normal. Definitivamente no es el producto que espera el devoto promedio de Burton. Acaso hay breves momentos donde lo reconocemos, como en el coreográfico amanecer suburbano, en el oscuro antro jazzístico o en ese ático prohibido, repleto de pinturas que miran al espectador. Si lo que trata es de “escapar” de su estilo y “evolucionar”, de hacer algo académico, podría pensarse que “reniega” de su origen. Y si es así, sus seguidores –entre los que me sumo- verían esto como una “traición”. Una película como Ed Wood me parece más auténtica, más fiel a su esencia. Con sus altibajos recientes, prefiero al Burton de Beetlejuice (1988), Marcianos al ataque (1996) o Frankenweenie (2012).

Hasta el momento Ojos grandes ha recaudado un poco más del doble de los modestos 10 millones de dólares que costó (ya saben a qué me refiero al decir “modestos”), así que no la podríamos considerar como un fracaso económico. Ed Wood, con todo y sus premios, recuperó sólo la tercera parte de su inversión. Burton quizá obtuvo lo que merece y seguramente esperaba: el reconocimiento de la crítica, aderezado por la melancólica canción de Lana Del Rey, que encabeza una banda sonora donde incluso me cuesta identificar a Elfman, quizá el apoyo más constante sin el que no se puede comprender el cine de Tim Burton. 

viernes, 6 de marzo de 2015

Cuéntame una de espías

En uno de tantos momentos afortunados de Kingsman: El Servicio Secreto (Mathew Vaughn 2014), dos actores ganadores del prestigiado premio Óscar discuten sobre las películas clásicas de espías, concretamente las del popular agente al Servicio Secreto de Su Majestad. Uno de ellos es Samuel L. Jackson, que encarna al malvado magnate de telecomunicaciones Richmond Valentine. El otro es Colin Firth, que da vida al intrépido Harry Hart, quien tiene el sobrenombre secreto de Galahad. Este último hace una afirmación sabia: “siempre pensé que las viejas películas de James Bond eran tan buenas como el villano que enfrentaba”. Ese diálogo define estupendamente el tono del quinto largometraje de Vaughn, un divertimento simple –sin pretensiones académicas ni teóricas- que busca dar un giro jovial a las viejas cintas de espías, trasladándolas vertiginosamente al siglo XXI. 
El guión que el mismo Vaugh escribió con Jane Goldman (responsable del libreto de La dama de negro) deja muy clara la procedencia inglesa de la dupla. Parten de The secret service (2012-2013), la serie de seis cómics escrita e ilustrada por sus paisanos Mark Millar y Dave Gibbons, respectivamente. Sobra decir que ambos cuentan con una sólida reputación en el medio de la historieta. Por el segundo siempre tendré una especial gratitud por las que creó al lado de Alan Moore, que incluyen títulos indispensables como Watchmen (1986-1987) y la que siempre me parecerá una de las mejores aventuras de Supermán, Para el hombre que lo tiene todo (1985). Muchos seguidores del cómic se indignarán, pues la adaptación fílmica sólo utiliza la trama básica del relato del que procede: un veterano agente del MI6 (la inteligencia británica) recluta a su problemático sobrino en una misión para salvar al mundo, con brutales y sangrientos detalles. Vaughn y Goldman eligen vincularlo a los Mitos Artúricos, presentándonos a una organización ultra secreta y poderosísima –los Kingsman del título- sin ninguna afiliación gubernamental que no deja de recordarnos lo que hemos visto en cintas como Se busca (Timur Bekmambetov, 2008, también basada en un cómic de Millar y J. G. Jones), Mini espías (Robert Rodríguez, 2001) e incluso a la saga creada por George Lucas que todos conocemos: el joven que descubre la procedencia excepcional de su padre y reclama su derecho de nacimiento.
En 1997, en una misión en el Medio Este, un agente en entrenamiento da su vida por proteger a su equipo. En reciprocidad, el líder del grupo, Galahad (Firth), da al hijo del héroe caído una medalla con la promesa de ayudarlo en cualquier momento. 17 años después el ahora joven Gary “Eggsy” Unwin (Taron Egerton) cobra la deuda, ingresando con la tutela de Galahad como candidato para ocupar el lugar de Lancelot (Jack Davenport), un miembro recientemente muerto de la organización. A cargo del casting se encuentra el sabio Merlín (Mark Strong), que rinde cuentas a Arhur (Sir Michael Caine). Él se encuentra a la cabeza de Kingsman, un grupo que opera independientemente con fondos económicos ilimitados y se oculta tras la fachada de una tradicional sastrería. Después de un arduo entrenamiento, se revela el nuevo reto: salvar al mundo de los planes genocidas del demente Valentine –que tiene serios problemas del habla-, cuyo guardaespaldas y sicaria Gazelle (Sofia Boutella), es una mortal artemarcialista con piernas prostéticas afiladas cual navajas, al estilo del maratonista Oscar Pistorius. En el cómic es un hombre, por cierto –y no usa prótesis-.
Lo que sigue es un banquete de excesos visuales, a veces políticamente incorrecto (“soy una puta católica, que actualmente disfruta una vida fuera del matrimonio con mi novio judío y negro que trabaja en una clínica militar de abortos. ¡Viva Satanás!), no apto para todas las sensibilidades. Lo demuestra la absurda censura que la misma distribuidora de la cinta, la 20th Century Fox, impuso en Latinoamérica por la masare ocurrida en una iglesia. En cambio muchos aficionados aplaudimos la aparición de Mark Hamill como el experto en el cambio climático James Arnold, en un curioso giro relacionado con el cómic –así se llama el villano y el actor aparece al inicio de la historieta-.
La aceptación que ha tenido la cinta en otras latitudes menos susceptibles consolida la posición de Vaughn: ha recaudado –hasta el momento- casi tres veces los poco más de 80 millones de dólares que costó. Esto garantizará una secuela en la que el director y guionista hará todo lo posible para que Colin Firth regrese. Porque el actor es definitivamente una de las fortalezas de la cinta. Evoca tiempos más simples, en que Roger Moore luchaba con los malos sin sudar, despeinarse ni arrugar su elegante indumentaria. Estamos en la puerta de una saga.

martes, 3 de marzo de 2015

Réquiem para Leonard Nimoy

Que las figuras que admiraste en tu infancia comiencen a fallecer es terrible. Esto marca el final tangible de una era, generalmente más simple, asociada a sucesos que definieron al adulto que eres hoy. También es signo de tu propia mortalidad. Cuando hace unos años expiró el actor Jerry Orbach, quien por más de una década encarnó a uno de los más entrañables detectives de la televisión, sentí un profundo pesar. Nunca tuve el placer de conocerlo físicamente, por lo que para muchos puede ser una reacción exagerada, pero lo seguí de manera regular en mi juventud. Su muerte –si bien anunciada por el cáncer contra el que luchaba- fue como la de un tío lejano, a quien quisiste mucho aunque no lo veías todos los días. Lo mismo ocurrió cuando mi amigo Bernardo Esquinca me informó, a través de un mensaje de texto a mi teléfono celular, del deceso de Ray Bradbury. En ese momento me encontraba rodeado de cientos de personas, en un congreso de ciencias forenses. Aun así no pude reprimir un nudo en la garganta ni el enrojecimiento en mis ojos. Ambos ejemplos, por sólo mencionar dos, fueron artistas que marcaron a generaciones de amantes de la ciencia ficción que conocieron la gloria y el reconocimiento de una manera que sólo podemos imaginar. También eran hombres, tan frágiles como tú y yo. Sabíamos que su camino en este mundo estaba por concluir, que habían vivido plenamente el tiempo en que habitaron este mundo, pero eso no hizo menos dolorosa su pérdida. Es la inevitable ley de la vida, nos guste o no.
El viernes pasado me encontraba frente al teclado en el que escribo estas palabras cuando me enteré de la muerte de Leonard Simon Nimoy, actor que obtuvo la inmortalidad gracias al papel del Sr. Spock en la odisea televisiva Viaje a las estrellas, programa creado en 1966 por otra leyenda, Gene Rodenberry. Tenía 83 años de edad, casi 84. No pude evitar sentir un vacío en el estómago. Desde hace más de un año enfrentaba una enfermedad pulmonar, aunque abandonó el tabaquismo hace casi tres décadas. Nimoy, nacido el 26 de marzo de 1931 en Boston, Massachusetts, hijo de inmigrantes judíos de Ucrania, sintió una atracción desde temprana edad por las artes escénicas. Esto lo llevó preparase y eventualmente a participar interpretando papeles menores en programas como Perry Mason, Dragnet, La Dimensión Desconocida, Bonanza, Policía de Caminos y El Agente de C.I.P.O.L. Pero su consagración definitiva llegó al portar la piel del cerebral vulcano en la serie que ya mencioné, hijo de un padre extraterrestre y una madre humana, puente entre civilizaciones que conoció de frente la discriminación y el rechazo –el bullying de nuestro tiempo- por ser un producto del mestizaje entre su elevada raza y una inferior. Es innecesario decir que inmediatamente gozó de una inusitada popularidad que siempre utilizó de la manera más benéfica. Hace unos días leí una carta que en su momento de mayor fama le envió una niña, hija de un padre blanco y una madre negra, en la que la menor le aseguraba que comprendía cabalmente el drama del niño Spock pues lo vivía cotidianamente. Nimoy le conminó a no hacer caso de las burlas de sus condiscípulos y a mantenerse fuerte, pues eso no era algo que debería avergonzarla.
Sus actos humanitarios, su labor como divulgador de las consecuencias del holocausto Nazi, su pasión por la fotografía y la poesía, su incursión en el canto, su labor teatral, su presencia en otras series de televisión –siempre lo recuerdo en Misión: Imposible o presentando la serie En busca de…-, todos quedaron sepultados por la fascinante sombra de Spock, personaje que encarnó en la televisión, el cine –en 8 ocasiones-, videojuegos y caricaturas. Spock siempre ocupó un lugar especial en una redituable franquicia muy viva a casi 50 años de su creación. Ha aparecido por igual en incontables manifestaciones de la cultura popular contemporánea. Las tiras cómicas del genial caricaturista tapatío Trino, llamadas adecuadamente Crónicas marcianas, siempre me arrancan sonoras carcajadas, con Spock como segundo oficial del Enterpice Club. Nimoy ha aparecido en numerosos episodios de las aventuras de la amarillenta familia Simpson o en el reciente sitcom The Big Bang theory. En la ficción, el veterano actor tenía una orden judicial restrictiva contra su protagonista Sheldon Cooper (Jim Parsons) por el acoso constante del brillante joven. También fue el enigmático y elusivo genio científico William Bell, fundador de la siniestra y multimillonaria transnacional Massive Dynamics, en el extinto serial Fringe. La escena final de su primera temporada, en la que la desconcertad agente federal Olivia Dunham (Anna Torv) recorre los pasillos de un edificio, llega a una oficina en la que lo recibe un hombre que se oculta en las sombras, resuena en mi memoria. Ella pregunta, “¿dónde estoy?, ¿quién es usted?”. El individuo contesta “la primera pregunta es difícil de responder. La segunda es más simple. Soy Wiliam Bell”. La cámara se aleja de la habitación y revela que se encuentran en un universo paralelo, en el que el World Trade Center neoyorkino sigue en pie. Todo en conjunto es fascinante, en palabra de su personaje más reconocido. En más de una ocasión, mis alumnos me han sometido a la cruel disyuntiva de elegir entre Viaje a las estrellas y La guerra de las galaxias, a riesgo de herir susceptibilidades y aunque soy un devoto de la mitología creada por George Lucas, siempre me decanto por la primera opción.
Hace poco tiempo actuó con su heredero fílmico, Zachary Quinto, en un comercial televisivo de la compañía automotriz Audi. El anuncio exhibía la lucha entre lo nuevo y lo aparentemente obsoleto. Ambos jugaban ajedrez a distancia, gracias a la tecnología. Quinto lo invita a continuar su duelo a la manera tradicional, en un campo de golf. El joven conduce un flamante Audi con encendido digital y utiliza la tecnología GPS, mientras Nimoy conduce un muy clásico y elegante Mercedes Benz. Al encontrarse en el campo, Quinto se muestra condescendiente para para la apuesta. El veterano le dice “técnicamente aun no entramos”, y deja inconsciente a su rival aplicándole un “pellizco vulcano”. Le dice, “nos vemos adentro”.
Los gestos de pesar por la muerte física de Nimoy abundaron. El presidente de su país, Barak Obama, declaró acertadamente “Mucho antes de que ser un cerebrito fuese cool, ya estaba Leonard Nimoy. Me encantaba Spock. Leonard fue un gran amante de las artes y las humanidades, un gran defensor de la ciencia. Pero, por supuesto, Leonard era Spock. Cool, lógico, de largas orejas y equilibrado, el centro de la optimista e incluyente visión del futuro de la humanidad de Star Trek. En 2007, tuve la oportunidad de conocerle en persona. Fue lógico saludarle con el gesto de Vulcano, el signo universal de Larga vida y prosperidad”. Pero las palabras más justas fueron las que le dedicó su hermano no consanguíneo Willian Shatner en su funeral fílmico en los momentos finales de Viaje a las estrellas II: La ira de Kahn (Nicholas Meyer, 1982), la que es para mí mejor película de la saga: “Estamos reunidos para presentar nuestros respetos finales a nuestros amados muertos. Y sin embargo hay que señalar, en medio de nuestro dolor, que esta muerte ocurre a la sombra de una nueva vida, en el amanecer de un nuevo mundo. Un mundo por el que nuestro querido amigo dio su vida para proteger y nutrir. Él no sentía este sacrificio como algo vano o vacío, y no vamos a debatir su profunda sabiduría por su actuar. De mi amigo, sólo puedo decir esto: de todas las almas que he encontrado en mis viajes, la suya era la más humana”.

Gracias por entregarnos tanto, querido Leonard Nimoy. Siempre podré verlo en las interminables repeticiones de sus programas o con sólo presionar la tecla de un control remoto. Sé que sólo regresó al espacio sideral al que siempre nos llevó, a donde usted siempre pertenecerá. Hasta ahí le envío mi cariño y un saludo vulcano.

miércoles, 11 de febrero de 2015

Recorriendo las calles del destripador

He dejado muy claro que el período Victoriano (1837-1901); es uno de mis pasajes favoritos de la Historia. El término no sólo sirve para identificar la etapa de mayor predominio mundial del Reino Unido, sino califica a una sociedad de puritanismo extremo y normas rígidas cuyo conservadurismo puede interpretarse como una reacción de temor ante un proceso de cambio acelerado y profundo. Tradición e innovación, prosperidad y miseria, aislamiento e imperialismo, revisten al reinado de Alejandrina Victoria, Reina de Gran Bretaña, Irlanda y Emperatriz de la India de una extraordinaria complejidad que repercutió en sus manifestaciones artísticas y culturales.
Sirva esta breve introducción para dirigirme al caso criminal de Jack el destripador, hecho que inevitablemente se vincula a este período. Todos los diletantes del horror conocemos su infame nombre artístico. Su aparición es como una escandalosa mancha de sangre en un ambiente aparentemente impoluto, como el de una sábana blanca. En el otoño de 1888 el mítico homicida mutiló a cinco desafortunadas prostitutas, según los recuentos y las versiones oficiales, antes de desaparecer para siempre en la niebla londinense. A casi 127 años, el destripador continúa incendiando la imaginación de investigadores y artistas de todo el mundo. De la fértil imaginación del escritor Robert Bloch a la estremecedora novela gráfica de Alan Moore y Eddie Campbell, convertida en la impecable cinta Desde el inferno (Albert y Allen Hughes, 2001), Jack ha demostrado su cabal integración al imaginario colectivo de la humanidad. Y ahora se suma con justicia el caso que inspira estas líneas.
En el ocaso de 2012 se transmitió el primer episodio de Ripper Street, serie inglesa creada por Richard Warlow que hace un recuento ficticio de lo sucedido en el pauperizado barrio tras los asesinatos del destripador. A primera vista resalta su impecable diseño de arte que rebasa sus estupendas locaciones en Dublín, Irlanda: es un estupendo retrato sociológico que resume los contrastes de una época, desde los conflictos de sus habitantes, la prostitución, la explotación de menores, los orígenes del sistema subterráneo londinense, las cicatrices mentales que causaron los conflictos bélicos del momento, los escándalos de la homosexualidad y el “amor que se niega a decir su nombre”, la violencia contra las mujeres, los avances de la Medicina y la tecnología, la incorporación del conocimiento científico en la investigación policial, el anarquismo, el nacimiento del cine snuff y el fanatismo religioso. Todo a través de un sólido elenco encabezado por el Detective Inspector Edmund Reid (Matthew Macfadyen), personaje de la vida real que estuvo a cargo de la División H de Scotland Yard destacada en la zona y de la investigación de dos homicidios relacionados con el destripador. Reid, eminente victoriano, hombre recto, idealista y de buenas costumbres, se apoya de su “brazo ejecutor”, el Detective Sargento Bennet Drake (Jerome Flynn), honesto y rudo excombatiente de la Guerra Anglo-Egipcia de 1882, y del norteamericano Capitán Homer Jackson (Adam Rothenberg), cínico, vicioso y poco escrupuloso cirujano con un pasado misterioso que formó parte de la Agencia de Detectives Pinkerton. La historia se adereza con el drama de Susan Hart (MyAnna Buring), matrona que dirige una casa de citas en la zona, la prostituta con aspiraciones artísticas Rose Erskine (Charlene McKenna), el muy corrupto y malvado Detective Inspector Jedediah Shine (Joseph Mawle) o con el fastidioso reportero Fred Best (David Dawson), hombre dispuesto a todo en aras de “alcanzar la nota”.
La serie cuenta además con fuertes cimientos que le dan verosimilitud histórica, de la aparición importante de Frederick Abberline (Clive Russell), figura clave que siguió la huella del destripador, el reputado médico Frederick Treves (Paul Ready), hombre que hizo del conocimiento público el caso de Joseph Merrick (Joseph Drake), conocido como El Hombre Elefante, Jane Cobden (Leanne Best), una de las primeras mujeres en ocupar un cargo público en Inglaterra o la mención a la carrera por el dominio de la electricidad y la figura de Thomas Edison.

Ripper Street, en mi humilde opinión, no ha recibido el reconocimiento que merece. Tuvo una vida de dos temporadas (de ocho capítulos cada una) que se transmitieron por televisión y una tercera (también de 8 episodios) que se difundió el año pasado a través del internet y espero ver a la brevedad. Ha recibido elogios de la crítica especializada y una recepción variada de la audiencia. Ganó los Irish Film and Television Awards y los prestigiados British Academy Television Craft Awards. Esto demuestra, mejor que todo, que las terribles andanzas del destripador siguen vigentes. En el segundo episodio de su primera temporada Reid, hombre bondadoso pero contradictorio como la era que lo engendró, cita un pasaje del Talmud que seguramente escucharon en La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993) que siempre animan a seguir adelante: “quien salva una vida, salva al mundo entero”.

lunes, 15 de diciembre de 2014

Una pequeña dosis de spoilers (sobre The Strain)

Regreso a la cuestionable libertad de hablar sobre obras que muchos no conocen. Como ya dije, vivimos en un mundo globalizado, donde los avances tecnológicos nos bombardean de todo tipo de información a todas horas, todos los días. Hace no mucho discutía sobre ello en redes sociales. ¿En cuánto tiempo es políticamente correcto hacer un spoiler? Incluso mi amigo Luis Reséndiz me compartió una tabla de valores para ampararme. Pero concedo a mi también amigo Jorge Llaguno la razón cuando me señala que siempre habrán nuevas generaciones que deseen acercarse a un libro, sin importar que tenga 200 años de aparecido. Atendiendo esto, hay que ser precavido y advertir al lector cuando se piense hacer comentarios que puedan arruinar la sorpresa del hallazgo. Hace unas semanas, inmediatamente después de su transmisión en Estados Unidos, la productora AMC publicó en medios electrónicos una fotografía que anunciaba la muerte de un personaje principal de The Walking dead antes de que ojos latinoamericanos vieran el capítulo. Es comprensible la molestia que generó este “auto gol” entre sus devotos. En el caso que hoy nos ocupa, la distancia de semanas me permite hacerlo, y ruego a quien no haya visto la recientemente concluida primera temporada de la teleserie The Strain que interrumpa la lectura de este texto. Y creo que soy exagerado, pues sucedió algo similar al programa de zombis cuando el canal FX hizo público el aspecto del gran villano de la serie, Jusef Sardú, conocido como El Amo.
La cosa no pintaba mal. Apareció desde el inicio del primer episodio, vagamente, como un manchón. Posteriormente como un bulto de tela vieja que repentinamente se erguía, despachaba a su víctima y escapaba con rapidez. Pero el efecto no duró demasiado tiempo. En mi humilde opinión, El Amo debió ser una de las principales fortalezas de la producción de Carlton Cuse, fraguada a partir de la trilogía novelística escrita por nuestro paisano Guillermo del Toro y el autor de ficción Chuck Hogan. El mismo Del Toro no fue feliz con la apariencia de El Amo, como muchos de nosotros. Y lo intuía. Un artista como él, que nos ha mostrado criaturas verdaderamente imaginativas y aterrorizantes, no podía estar complacido con el resultado. Así lo reconoció en una entrevista la publicación Speakseasy:
Creo que, sinceramente, la mitad de una criatura es la forma en la que se revela, y creo que El Amo, en retrospectiva, lo hizo con una iluminación que yo no hubiera utilizado. Estaba filmando Crimson Peak durante esos episodios, por lo que lo único que podía hacer era seguir los informes diarios de producción […] El departamento de efectos visuales no puede hacer nada respecto a la cinematografía, y pienso que la presentación de El Amo debió ser más impactante, de manera paulatina. Yo no lo veo como el típico vampiro flacucho. Es un gigante de 2.23 metros, por lo que debe tener un rostro brutal, y creo que me quedaré con eso. Asumo la responsabilidad por esa parte.
Los autores lo describen así:
El Amo lo miró desde arriba, su cabeza inclinada bajo el techo. Se llevó sus manos inmensas a su capucha y la retiró de su cráneo. Su cabeza era lampiña y sin color. Su boca, labios y ojos no tenían tonalidad alguna, y estaban ajados y desteñidos como linos raídos. Su nariz era negra y desgastada como la de una estatua al aire libre, una simple protuberancia con dos huecos negros. Su garganta palpitaba con la pantomima hambrienta de la respiración. Su piel era tan pálida que parecía transparente. Visibles detrás de la carne, como un mapa difuso de un reino antiguo y en ruinas, sus venas desprovistas de sangre, rojizas y dilatadas; eran los gusanos sanguíneos circulando, los parásitos capilares arrastrándose debajo de la piel cristalina de Amo.
No me conflictúa la elección de casting, pues quien lo interpreto, el enorme ex luchador convertido en actor Robert Maillet (lo vimos enfrentar a Robert Downey, Jr. en la primera Sherlock Holmes de Guy Ritchie), pese a que fue doblado por la penetrante voz de Robin Atkin Downes, no me convenció del todo. Más de un conocedor del tema me dijo que más que temor, le provocó abrazarlo, que era muy parecido al sapo galán y simpático Patas verdes, protagonista del serial de mi infancia Odisea Burbujas. En lo personal, creo que El Amo debió ser más cercano a la intención de su par de Penny dreadful, programa del que hablé recientemente. Juzguen ustedes.

En lo demás, aunque se omitieron muchas situaciones interesantes de los libros, se acortó la vida de algunos personajes y se agregaron algunos nuevos –al igual que muchos momentos-, el producto fue satisfactorio. Como en los libros, no hay concesiones. Los vampiros de Del Toro no discriminan. Ni siquiera a los niños. The Strain plantea un escenario promisorio para una siguiente temporada. Sólo resta esperar.