Nos
guste o no, prácticamente todas las personas de mi generación vimos en el
verano de 1990 la película aquí bautizada como Mi pobre angelito (Home alone), fenómeno de taquilla
escrita por el desaparecido genio John
Hughes y dirigida por el entonces novato Chris Columbus (autor de los guiones de Gremlins y El
joven Sherlock Holmes). La premisa era simple. En los días previos a la
navidad, una numerosa familia olvida a Kevin McCallister (Macauley Culkin), su pequeño y
angelical hijo de ocho años, antes de salir de viaje a París. El menor toma
esto de manera cándida –incluso disfruta la situación- hasta que debe defender
su lujosa casa suburbana de Chicago de dos pobrediablezcos ladrones (Joe Pesci y Daniel Stern), utilizando todo tipo de hilarantes –para nosotros-
recursos, hasta que la unión del clan es restablecida. Su impresionante éxito
económico propició dos años después una igualmente redituable secuela directa, así
como otras dos que nada tenían que ver con la historia original. Y creo que no
debemos ser tan severos. La saga –sobre todo sus dos primeras partes- son un
producto para las fechas navideñas, inofensivo, desechable.
La
idea se recicla 25 años después –muchos creativos lo están haciendo- en la
serie de cortometrajes para Internet :DRYVRS, dirigida en su primer
episodio por Jack Dishel y Kerry Harris, escrita y creada por el primero.
Culkin, hoy un hombre de 35 años, vuelve a encarnar al otrora inocente Kevin. Sólo que, como en la vida real,
es un adulto inestable, traumatizado por su experiencia del pasado. Es que el
error de sus padres, divertido como lo presentaba el guión de Hughes, podría
ser legalmente sancionado en nuestra era. En la legislación mexicana, por
ejemplo, figura el delito de “abandono de infante” y estoy seguro que, de ser
conocido por las autoridades de su país, habría ocasionado consecuencias severas.
Culkin es el conductor –reemplaza a su
esposa- de un servicio de transporte tipo Uber que narra sus vivencias a su
desconcertado cliente: “Es la maldita navidad, toda tu familia se va de
vacaciones y olvidan a su maldito hijo de ocho años. Y lo dejan sólo en casa,
por una semana. Y defiendo mi casa de dos intrusos sicópatas. Era sólo un niño.
Todavía tengo pesadillas con ese tipo calvo, persiguiéndome, hablando como Sam
Bigotes, “voy a arrancarte las uñas”, “voy a agarrarte, pequeño travieso”. Todo
está salpicado humor negro, con referencias de las películas, desde su
partitura –usada como ring tone-
hasta anécdotas. “El comer una rebanada de pizza era una guerra”. Kevin, de ser
“víctima” se convierte en “victimario”, como todo buen psicópata. Todo culmina
en un baño de sangre al más puro estilo de Quentin Tarantino, con el famoso
grito de su tierna niñez.
En
definitiva es una muy breve alternativa, de sólo cinco minutos de duración,
para enfrentar la melcocha de estos días con la frente en alto.
Por más que nos asuste, repugne o
ahuyente, siempre sentiremos una especial atracción por lo diferente. Lo que se
aleje de lo que las convenciones sociales consideren “normal” siempre será
inevitable de ver, aunque sea de reojo. Eso lo comprendieron bien los
habitantes del período Victoriano de
Inglaterra, momento histórico
contrastante donde surgieron algunas de las más importantes contribuciones al
imaginario de la cultura popular contemporánea, del Extraño caso del Dr. Jekyll y Mr.
Hyde de Robert Louis Stevenson
(1886), El retrato de Doria Gray de Orcar Wilde (1890) al Drácula de Bram Stoker (1897), todas obras inalcanzables con interpretaciones infinitas.
El exotismo y misterio de otras latitudes no dejó de cautivar la imaginación
del hombre victoriano, como demuestran las narraciones de Rudyard Kipling o Henry
Rider Haggard. Más si consideramos que es la época donde el Imperio llegó a
la cima de su supremacía económica y extendió su poderío por todo el orbe: fue
el tiempo en que Alexandrina Victoria,
Reina de Gran Bretaña e Irlanda, y Emperatriz de la India, gobernó a dos
terceras partes de la población mundial.
La investigación y el estudio de lugares y
épocas distantes fueron enormemente populares durante el reinado de Victoria. Así
lo demuestran los numerosos trabajos de campo que exploradores de todas las
procedencias realizaron en Egipto,
entre los que siempre destacarán los del arqueólogo Howard Carter (1874-1939), quien en noviembre de 1922 dirigió un
equipo que descubrió la Tumbadel EmperadorTutankhamun. Las supersticiones sobre la maldición que el
hallazgo/profanación desató, se fortalecieron por los misteriosos decesos de
algunos de sus colaboradores, comenzando por el de George Edward Stanhope Molyneux Herbert, quinto Conde de Carnarvon, patrocinador de la
búsqueda, muerto el 5 de abril de 1923 (meses después del descubrimiento) como
consecuencia de una rara picadura de mosquito. Pero esa es otra historia.
La Egiptlogía
se convirtió en una disciplina académica a finales del siglo XIX, y
naturalmente sedujo a los más diversos literatos del momento, como la inglesa Jane C. Loudon con la casi desconocida
novela ¡La Momia! o un relato del Siglo 22 (1827), el mismo Stoker con
su Joya
de las Siete Estrellas (1903) y Arthur
Conan Doyle, quien ganó con creces un lugar en la posteridad por crear a Sherlock
Holmes.
En este punto usted podrá preguntarse,
querido lector, cómo fue que el padre del adalid del pensamiento lógico moderno
fue encantado por esta aparente moda. Primeramente hay que aclarar que el
escritor escocés tuvo una abundante obra conformada por ensayos, novelas
históricas, una obra de teatro, relatos de ciencia ficción y estupendos cuentos
de horror que quedaron sepultados bajo la sombra de su fascinante hermano
mayor, el Príncipe de los Detectives. De las creencias de Doyle en la recta
final de su vida, del espiritismo,
su enemistad con su otrora aliado Harry
Houdini y su participación en el controvertido caso de las Hadas de Cottingley, hablaremos en otro
momento.
En Lote No. 249, narración contenida en
el compendio Historias del Crepúsculo y de lo Desconocido (Valdemar, 1994),
Conan Doyle da cuenta del encuentro de tres amigos, estudiantes de la
Universidad de Oxford, con lo imposible de explicar en círculos racionales:
“La propia momia, una cosa horrenda, negra
y arrugada, como una cabeza chamuscada en un arbusto retorcido, estaba casi
afuera de la caja, con una mano que parecía más bien una garra y un huesudo
antebrazo que descansaba encima de la mesa […] Aunque horriblemente
descoloridas, las facciones se conservaban perfectas, y dos ojillos parecidos a
avellanas surgían acechando desde las profundidades de las cuencas negras y
cavernosas. La piel, cubierta de erupciones, aparecía tirante de un hueso a
otro, y una maraña de cabellos gruesos y negros le caía por encima de las
orejas. Dos dientes finos, semejantes a los de una rata, sobresalían por encima
del labio inferior. Tal y como estaba, en una postura encogida, con las
articulaciones dobladas y la cabeza estirada, aquél engendro horroroso sugería
una vitalidad tan grande que el propio Smith se sobresaltó. Las costillas
chupadas, recubiertas por algo que parecía pergamino, estaban al descubierto, y
el abdomen hundido y de color plomizo, mostraba la larga hendidura donde el
embalsamador había dejado su marca. Sin embargo, los miembros inferiores estaban
envueltos en un tosco vendaje amarillento”.
Este cuento es sin duda responsable de
presentarnos a las momias tal y como las conocemos: seres terribles sedientos
de venganza que trascienden los tiempos y la muerte física. La imagen
influenció indisputablemente la caracterización que Jack Pierce diseñó para Boris
Karloff en la inolvidable película que Karl
Freund dirigió en 1932, La Momia, joya de la Época de Oro de
los Estudios Universal. El guión de John L. Balderston, artífice previo de Drácula
(Tod Browning, 1931) y Frankenstein
(James Whale, 1931) introdujo a Imothep,
sin duda la más famosa momia de la cinematografía, de presencia imborrable.
*Texto originalmente publicado en Mórbido Magazine No. 3 bajo el título "De donde vienen las momias".
Siento un gran conflicto al escribir estas
líneas. Hace un par de semanas, antes de su pronta salida de la cartelera
comercial, pude ver Ojos grandes (2014), el decimoséptimo largometraje de Tim Burton, autor al que venero pese a
algunos descalabros que suceden a todo artista. Lo curioso es que el director
contó con una gran materia prima: un inteligente guión de Scott Alexander y Larry
Karaszewski –dupla responsable del libreto de Ed Wood (1994)-, la sobria
fotografía de Bruno Delbonnel –con
quien ya había trabajado en Sombras tenebrosas (2012) y lo hará en
la venidera El hogar de Miss Peregrinepara
niños peculiares -, una partitura de su ya
habitual Danny Elfman, un colorido y
atrayente diseño de arte de su frecuente Rick
Heinrichs, un vestuario de la galardonada Colleen Atwood –también colaboradora habitual- y las muy correctas
actuaciones de los laureados Amy Adams
y Christoph Waltz. ¿Qué podía salir
mal? Nada. Y ese es el motivo de mi congoja. La cinta no me disgustó en
absoluto. No está producida por un gran estudio, ni gozó –al menos en nuestro
país- de una gran campaña publicitaria. Sin duda es la más atípica de sus obras,
quizá deliberadamente para sacudirse de un estilo al que nos ha acostumbrado en
su carrera de más de tres décadas. En su momento hablé del término burtoniano
para referirnos a su cine: “La filmografía de Tim Burton en conjunto es un
estupendo cuerpo de trabajo cinematográfico. Sólido y consistente en sus temas
(la marginalidad, la soledad, lo extraño, la dualidad de la condición humana,
la belleza interior y los límites que establece la sociedad), personajes,
actores (como Almodóvar reunió un ensamble actoral que bien podríamos llamar
los Chicos Burton, entre quienes brillan Johnny Depp, Danny de Vito, Jack
Nicholson, Michael Keaton, Christopher Walken, etc.), ambientes, estética y
técnica narrativa, reúne los elementos para ser calificado como cine de autor
si bien es inminentemente comercial”.
Me resulta inevitable compararla con la ya
mencionada Ed Wood porque se trata de otro bien ejecutado biopic
–biografía fílmica-, historias que disfruto enormemente. Esta vez sobre Peggy Doris Hawkins, conocida después
de su primer matrimonio como Margatet
Ulbrich y finalmente como Margaret
Keane, la popular pintora estadounidense que se caracterizó por sus cuadros
de niños con grandes y expresivos ojos. Recuerdo haber visto su trabajo cuando estudiaba
la primaria, en algún calendario o revista. Y aunque ha sido juzgada
severamente por la crítica especializada, su contribución al arte siempre será determinada
por su aceptación entre el público. En su horda de aficionados se encuentra el
propio Burton, uno de sus mayores coleccionistas, cuya vida le pareció
suficientemente atractiva para llevarla a la pantalla grande.
A principios de los años cincuenta, Margaret (Adams) escapa con su pequeña
hija de las garras de un marido abusador. Se instala en San Francisco, California,
donde pronto cae en las garras de Walter Keane (Waltz), un carismático,
oportunista y mentiroso agente de bienes raíces con pretensiones pictóricas.
Cuando la pareja descubre que el trabajo de Margaret
es mejor aceptado, Walter vislumbra
sus posibilidades comerciales, vendiéndolo incluso en supermercados. Comienza
así a firmar como suyas las pinturas de su esposa, con consentimiento de ella,
convirtiéndose en un fenómeno mediático gracias a sus dones de buen vendedor. Llega
así la lucha por la liberación y recuperar la dignidad y el mérito, con un
desenlace arrancado de los viejos programas de Perry Mason que tanto
gozaba el vivales Keane.
Todo en conjunto funciona. Podemos verla
como un estudio sociológico de una época donde la mujer era vista como un “cero
a la izquierda”, muy oportuna para verse en el pasado Día Internacional de la
Mujer. Pero al finalizar sentí que era algo que ya había visto antes. Es una
producción impecable, cierto, pero completamente normal. Definitivamente no es
el producto que espera el devoto promedio de Burton. Acaso hay breves momentos
donde lo reconocemos, como en el coreográfico amanecer suburbano, en el oscuro antro
jazzístico o en ese ático prohibido, repleto de pinturas que miran al
espectador. Si lo que trata es de “escapar” de su estilo y “evolucionar”, de
hacer algo académico, podría pensarse que “reniega” de su origen. Y si es así,
sus seguidores –entre los que me sumo- verían esto como una “traición”. Una película
como Ed
Wood me parece más auténtica, más fiel a su esencia. Con sus altibajos
recientes, prefiero al Burton de Beetlejuice (1988), Marcianos
al ataque (1996) o Frankenweenie (2012).
Hasta el momento Ojos grandes ha recaudado
un poco más del doble de los modestos 10 millones de dólares que costó (ya
saben a qué me refiero al decir “modestos”), así que no la podríamos considerar
como un fracaso económico. Ed Wood,
con todo y sus premios, recuperó sólo la tercera parte de su inversión. Burton quizá
obtuvo lo que merece y seguramente esperaba: el reconocimiento de la crítica,
aderezado por la melancólica canción de Lana
Del Rey, que encabeza una banda sonora donde incluso me cuesta identificar
a Elfman, quizá el apoyo más constante sin el que no se puede comprender el
cine de Tim Burton.
En uno de tantos momentos afortunados de Kingsman:
El Servicio Secreto (Mathew
Vaughn 2014), dos actores ganadores del prestigiado premio Óscar discuten sobre las películas
clásicas de espías, concretamente las del popular agente al Servicio Secreto de
Su Majestad. Uno de ellos es Samuel L.
Jackson, que encarna al malvado magnate de telecomunicaciones Richmond
Valentine. El otro es Colin
Firth, que da vida al intrépido Harry Hart, quien tiene el
sobrenombre secreto de Galahad. Este último hace una
afirmación sabia: “siempre pensé que las viejas películas de James
Bond eran tan buenas como el villano que enfrentaba”. Ese diálogo
define estupendamente el tono del quinto largometraje de Vaughn, un
divertimento simple –sin pretensiones académicas ni teóricas- que busca dar un
giro jovial a las viejas cintas de espías, trasladándolas vertiginosamente al
siglo XXI.
El guión que el mismo Vaugh escribió con Jane Goldman (responsable del libreto de La dama de negro) deja
muy clara la procedencia inglesa de la dupla. Parten de The secret service
(2012-2013), la serie de seis cómics escrita e ilustrada por sus paisanos Mark Millar y Dave Gibbons, respectivamente. Sobra decir que ambos cuentan con
una sólida reputación en el medio de la historieta. Por el segundo siempre
tendré una especial gratitud por las que creó al lado de Alan Moore, que incluyen títulos indispensables como Watchmen
(1986-1987) y la que siempre me parecerá una de las mejores aventuras de Supermán,
Para
el hombre que lo tiene todo (1985). Muchos seguidores del cómic se
indignarán, pues la adaptación fílmica sólo utiliza la trama básica del relato
del que procede: un veterano agente del MI6 (la inteligencia británica) recluta
a su problemático sobrino en una misión para salvar al mundo, con brutales y
sangrientos detalles. Vaughn y Goldman eligen vincularlo a los Mitos Artúricos, presentándonos a una
organización ultra secreta y poderosísima –los Kingsman del título- sin
ninguna afiliación gubernamental que no deja de recordarnos lo que hemos visto
en cintas como Se busca (Timur
Bekmambetov, 2008, también basada en un cómic de Millar y J. G. Jones), Mini espías (Robert Rodríguez, 2001) e incluso a la
saga creada por George Lucas que
todos conocemos: el joven que descubre la procedencia excepcional de su padre y
reclama su derecho de nacimiento.
En 1997, en una misión en el Medio Este,
un agente en entrenamiento da su vida por proteger a su equipo. En
reciprocidad, el líder del grupo, Galahad
(Firth), da al hijo del héroe caído una medalla con la promesa de ayudarlo en
cualquier momento. 17 años después el ahora joven Gary “Eggsy” Unwin (Taron Egerton) cobra la deuda,
ingresando con la tutela de Galahad
como candidato para ocupar el lugar de Lancelot (Jack Davenport), un miembro recientemente muerto de la
organización. A cargo del casting se
encuentra el sabio Merlín (Mark Strong),
que rinde cuentas a Arhur (Sir Michael Caine).
Él se encuentra a la cabeza de Kingsman,
un grupo que opera independientemente con fondos económicos ilimitados y se
oculta tras la fachada de una tradicional sastrería. Después de un arduo
entrenamiento, se revela el nuevo reto: salvar al mundo de los planes genocidas
del demente Valentine –que tiene
serios problemas del habla-, cuyo guardaespaldas y sicaria Gazelle (Sofia Boutella), es una mortal
artemarcialista con piernas prostéticas afiladas cual navajas, al estilo del
maratonista Oscar Pistorius. En el cómic es un hombre, por cierto –y no usa
prótesis-.
Lo que sigue es un banquete de excesos
visuales, a veces políticamente incorrecto (“soy una puta católica, que
actualmente disfruta una vida fuera del matrimonio con mi novio judío y negro
que trabaja en una clínica militar de abortos. ¡Viva Satanás!), no apto para
todas las sensibilidades. Lo demuestra la absurda censura que la misma
distribuidora de la cinta, la 20th
Century Fox, impuso en Latinoamérica por la masare ocurrida en una iglesia.
En cambio muchos aficionados aplaudimos la aparición de Mark Hamill como el experto en el cambio climático James
Arnold, en un curioso giro relacionado con el cómic –así se llama el
villano y el actor aparece al inicio de la historieta-.
La aceptación que ha tenido la cinta en
otras latitudes menos susceptibles consolida la posición de Vaughn: ha
recaudado –hasta el momento- casi tres veces los poco más de 80 millones de
dólares que costó. Esto garantizará una secuela en la que el director y
guionista hará todo lo posible para que Colin Firth regrese. Porque el actor es
definitivamente una de las fortalezas de la cinta. Evoca tiempos más simples,
en que Roger Moore luchaba con los
malos sin sudar, despeinarse ni arrugar su elegante indumentaria. Estamos en la
puerta de una saga.
Que las figuras que admiraste en tu
infancia comiencen a fallecer es terrible. Esto marca el final tangible de una
era, generalmente más simple, asociada a sucesos que definieron al adulto que
eres hoy. También es signo de tu propia mortalidad. Cuando hace unos años expiró
el actor Jerry Orbach, quien por más
de una década encarnó a uno de los más entrañables detectives de la televisión,
sentí un profundo pesar. Nunca tuve el placer de conocerlo físicamente, por lo
que para muchos puede ser una reacción exagerada, pero lo seguí de manera
regular en mi juventud. Su muerte –si bien anunciada por el cáncer contra el
que luchaba- fue como la de un tío lejano, a quien quisiste mucho aunque no lo
veías todos los días. Lo mismo ocurrió cuando mi amigo Bernardo Esquinca me informó, a través de un mensaje de texto a mi
teléfono celular, del deceso de Ray
Bradbury. En ese momento me encontraba rodeado de cientos de personas, en
un congreso de ciencias forenses. Aun así no pude reprimir un nudo en la
garganta ni el enrojecimiento en mis ojos. Ambos ejemplos, por sólo mencionar
dos, fueron artistas que marcaron a generaciones de amantes de la ciencia
ficción que conocieron la gloria y el reconocimiento de una manera que sólo
podemos imaginar. También eran hombres, tan frágiles como tú y yo. Sabíamos que
su camino en este mundo estaba por concluir, que habían vivido plenamente el
tiempo en que habitaron este mundo, pero eso no hizo menos dolorosa su pérdida.
Es la inevitable ley de la vida, nos guste o no.
El viernes pasado me encontraba frente al
teclado en el que escribo estas palabras cuando me enteré de la muerte de Leonard Simon Nimoy, actor que obtuvo
la inmortalidad gracias al papel del Sr. Spock en la odisea televisiva Viaje
a las estrellas, programa creado en 1966 por otra leyenda, Gene Rodenberry. Tenía 83 años de edad,
casi 84. No pude evitar sentir un vacío en el estómago. Desde hace más de un
año enfrentaba una enfermedad pulmonar, aunque abandonó el tabaquismo hace casi
tres décadas. Nimoy, nacido el 26 de marzo de 1931 en Boston, Massachusetts,
hijo de inmigrantes judíos de Ucrania, sintió una atracción desde temprana edad
por las artes escénicas. Esto lo llevó preparase y eventualmente a participar
interpretando papeles menores en programas como Perry Mason, Dragnet,
La
Dimensión Desconocida, Bonanza, Policía de Caminos y El
Agente de C.I.P.O.L. Pero su consagración definitiva llegó al portar la
piel del cerebral vulcano en la serie que ya mencioné, hijo de un padre
extraterrestre y una madre humana, puente entre civilizaciones que conoció de
frente la discriminación y el rechazo –el bullying
de nuestro tiempo- por ser un producto del mestizaje entre su elevada raza y
una inferior. Es innecesario decir que inmediatamente gozó de una inusitada
popularidad que siempre utilizó de la manera más benéfica. Hace unos días leí
una carta que en su momento de mayor fama le envió una niña, hija de un padre
blanco y una madre negra, en la que la menor le aseguraba que comprendía
cabalmente el drama del niño Spock
pues lo vivía cotidianamente. Nimoy le conminó a no hacer caso de las burlas de
sus condiscípulos y a mantenerse fuerte, pues eso no era algo que debería
avergonzarla.
Sus actos humanitarios, su labor como
divulgador de las consecuencias del holocausto Nazi, su pasión por la
fotografía y la poesía, su incursión en el canto, su labor teatral, su
presencia en otras series de televisión –siempre lo recuerdo en Misión:
Imposible o presentando la serie En busca de…-, todos quedaron
sepultados por la fascinante sombra de Spock,
personaje que encarnó en la televisión, el cine –en 8 ocasiones-, videojuegos y
caricaturas. Spock siempre ocupó un
lugar especial en una redituable franquicia muy viva a casi 50 años de su
creación. Ha aparecido por igual en incontables manifestaciones de la cultura
popular contemporánea. Las tiras cómicas del genial caricaturista tapatío Trino, llamadas adecuadamente Crónicas
marcianas, siempre me arrancan sonoras carcajadas, con Spock como segundo oficial del Enterpice
Club. Nimoy ha aparecido en numerosos episodios de las aventuras de la
amarillenta familia Simpson o en el reciente sitcomThe
Big Bang theory. En la ficción, el veterano actor tenía una orden
judicial restrictiva contra su protagonista Sheldon Cooper (Jim Parsons) por el acoso constante del
brillante joven. También fue el enigmático y elusivo genio científico William
Bell, fundador de la siniestra y multimillonaria transnacional Massive
Dynamics, en el extinto serial Fringe. La escena final de su
primera temporada, en la que la desconcertad agente federal Olivia
Dunham (Anna Torv) recorre
los pasillos de un edificio, llega a una oficina en la que lo recibe un hombre que
se oculta en las sombras, resuena en mi memoria. Ella pregunta, “¿dónde estoy?,
¿quién es usted?”. El individuo contesta “la primera pregunta es difícil de
responder. La segunda es más simple. Soy Wiliam
Bell”. La cámara se aleja de la habitación y revela que se encuentran en un
universo paralelo, en el que el World Trade Center neoyorkino sigue en pie. Todo
en conjunto es fascinante, en palabra de su personaje más reconocido. En más de
una ocasión, mis alumnos me han sometido a la cruel disyuntiva de elegir entre Viaje
a las estrellas y La guerra de las galaxias, a riesgo
de herir susceptibilidades y aunque soy un devoto de la mitología creada por George Lucas, siempre me decanto por la
primera opción.
Hace poco tiempo actuó con su heredero
fílmico, Zachary Quinto, en un
comercial televisivo de la compañía automotriz Audi. El anuncio exhibía la
lucha entre lo nuevo y lo aparentemente obsoleto. Ambos jugaban ajedrez a
distancia, gracias a la tecnología. Quinto lo invita a continuar su duelo a la
manera tradicional, en un campo de golf. El joven conduce un flamante Audi con
encendido digital y utiliza la tecnología GPS, mientras Nimoy conduce un muy
clásico y elegante Mercedes Benz. Al encontrarse en el campo, Quinto se muestra
condescendiente para para la apuesta. El veterano le dice “técnicamente aun no
entramos”, y deja inconsciente a su rival aplicándole un “pellizco vulcano”. Le
dice, “nos vemos adentro”.
Los gestos de pesar por la muerte física
de Nimoy abundaron. El presidente de su país, Barak Obama, declaró
acertadamente “Mucho antes de que ser un cerebrito fuese cool, ya estaba Leonard Nimoy. Me encantaba Spock. Leonard fue un gran amante de las artes y las humanidades,
un gran defensor de la ciencia. Pero, por supuesto, Leonard era Spock. Cool, lógico, de largas orejas y equilibrado, el centro de la
optimista e incluyente visión del futuro de la humanidad de Star Trek. En 2007, tuve la oportunidad de
conocerle en persona. Fue lógico saludarle con el gesto de Vulcano, el signo
universal de Larga vida y prosperidad”. Pero las palabras más justas fueron
las que le dedicó su hermano no consanguíneo Willian Shatner en su funeral fílmico en los momentos finales de Viaje
a las estrellas II: La ira de Kahn (Nicholas Meyer, 1982), la que es para mí mejor película de la saga:
“Estamos reunidos para presentar nuestros respetos finales a nuestros amados muertos.
Y sin embargo hay que señalar, en medio de nuestro dolor, que esta muerte ocurre
a la sombra de una nueva vida, en el amanecer de un nuevo mundo. Un mundo por
el que nuestro querido amigo dio su vida para proteger y nutrir. Él no sentía
este sacrificio como algo vano o vacío, y no vamos a debatir su profunda
sabiduría por su actuar. De mi amigo, sólo puedo decir esto: de todas las almas
que he encontrado en mis viajes, la suya era la más humana”.
Gracias por entregarnos tanto, querido
Leonard Nimoy. Siempre podré verlo en las interminables repeticiones de sus
programas o con sólo presionar la tecla de un control remoto. Sé que sólo
regresó al espacio sideral al que siempre nos llevó, a donde usted siempre
pertenecerá. Hasta ahí le envío mi cariño y un saludo vulcano.
He dejado muy claro que el período Victoriano(1837-1901);
es uno de mis pasajes favoritos de la Historia. El
término no sólo sirve para identificar la etapa de mayor predominio mundial del
Reino Unido, sino califica a una sociedad de puritanismo extremo y normas
rígidas cuyo conservadurismo puede interpretarse como una reacción de temor
ante un proceso de cambio acelerado y profundo. Tradición e innovación,
prosperidad y miseria, aislamiento e imperialismo, revisten al reinado de Alejandrina Victoria,
Reina de Gran Bretaña, Irlanda y Emperatriz de la Indiade una extraordinaria complejidad que repercutió en sus
manifestaciones artísticas y culturales.
Sirva esta breve introducción para
dirigirme al caso criminal de Jack el
destripador, hecho que inevitablemente se vincula a este período. Todos los
diletantes del horror conocemos su infame nombre artístico. Su aparición es
como una escandalosa mancha de sangre en un ambiente aparentemente impoluto,
como el de una sábana blanca. En el otoño de 1888 el mítico homicida mutiló a
cinco desafortunadas prostitutas, según los recuentos y las versiones
oficiales, antes de desaparecer para siempre en la niebla londinense. A casi
127 años, el destripador continúa incendiando la imaginación de investigadores
y artistas de todo el mundo. De la fértil imaginación del escritor Robert Bloch a la estremecedora novela
gráfica de Alan Moore y Eddie Campbell, convertida en la
impecable cinta Desde el inferno(Albert y Allen Hughes, 2001), Jack ha
demostrado su cabal integración al imaginario colectivo de la humanidad. Y
ahora se suma con justicia el caso que inspira estas líneas.
En
el ocaso de 2012 se transmitió el primer episodio de Ripper Street, serie
inglesa creada por Richard Warlow
que hace un recuento ficticio de lo sucedido en el pauperizado barrio tras los
asesinatos del destripador. A primera vista resalta su impecable diseño de arte
que rebasa sus estupendas locaciones en Dublín, Irlanda: es un estupendo
retrato sociológico que resume los contrastes de una época, desde los
conflictos de sus habitantes, la prostitución, la explotación de menores, los
orígenes del sistema subterráneo londinense, las cicatrices mentales que
causaron los conflictos bélicos del momento, los escándalos de la
homosexualidad y el “amor que se niega a decir su nombre”, la violencia contra
las mujeres, los avances de la Medicina y la tecnología, la incorporación del
conocimiento científico en la investigación policial, el anarquismo, el
nacimiento del cine snuff y el fanatismo religioso. Todo a través de un sólido
elenco encabezado por el Detective Inspector Edmund Reid (Matthew Macfadyen), personaje de la
vida real que estuvo a cargo de la División
H de Scotland Yard destacada en
la zona y de la investigación de dos homicidios relacionados con el
destripador. Reid, eminente
victoriano, hombre recto, idealista y de buenas costumbres, se apoya de su
“brazo ejecutor”, el Detective Sargento Bennet Drake (Jerome Flynn), honesto y rudo excombatiente de la Guerra
Anglo-Egipcia de 1882, y del norteamericano Capitán Homer Jackson (Adam Rothenberg), cínico, vicioso y
poco escrupuloso cirujano con un pasado misterioso que formó parte de la
Agencia de Detectives Pinkerton. La
historia se adereza con el drama de Susan Hart (MyAnna Buring), matrona que dirige una casa de citas en la zona, la
prostituta con aspiraciones artísticas Rose Erskine (Charlene McKenna), el muy corrupto y malvado Detective Inspector Jedediah
Shine (Joseph Mawle) o con
el fastidioso reportero Fred Best (David Dawson), hombre dispuesto a todo en aras de “alcanzar la
nota”.
La serie cuenta además con fuertes
cimientos que le dan verosimilitud histórica, de la aparición importante de Frederick Abberline (Clive Russell), figura clave que siguió
la huella del destripador, el reputado médico Frederick Treves (Paul Ready),
hombre que hizo del conocimiento público el caso de Joseph Merrick (Joseph Drake),
conocido como El Hombre Elefante, Jane Cobden (Leanne Best), una de las primeras mujeres en ocupar un cargo
público en Inglaterra o la mención a la carrera por el dominio de la
electricidad y la figura de Thomas
Edison.
Ripper Street,
en mi humilde opinión, no ha recibido el reconocimiento que merece. Tuvo una
vida de dos temporadas (de ocho capítulos cada una) que se transmitieron por
televisión y una tercera (también de 8 episodios) que se difundió el año pasado
a través del internet y espero ver a la brevedad. Ha recibido elogios de la
crítica especializada y una recepción variada de la audiencia. Ganó los Irish Film and Television Awards y los
prestigiados British Academy Television
Craft Awards. Esto demuestra, mejor que todo, que las terribles andanzas del
destripador siguen vigentes. En el segundo episodio de su primera temporada Reid, hombre bondadoso pero
contradictorio como la era que lo engendró, cita un pasaje del Talmud que
seguramente escucharon en La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993) que siempre
animan a seguir adelante: “quien salva una vida, salva al mundo entero”.
Regreso a la cuestionable libertad de hablar
sobre obras que muchos no conocen. Como ya dije, vivimos en un mundo
globalizado, donde los avances tecnológicos nos bombardean de todo tipo de
información a todas horas, todos los días. Hace no mucho discutía sobre ello en
redes sociales. ¿En cuánto tiempo es políticamente correcto hacer un spoiler?
Incluso mi amigo Luis Reséndiz me
compartió una tabla de valores para ampararme. Pero concedo a mi también amigo Jorge Llaguno la razón cuando me señala
que siempre habrán nuevas generaciones que deseen acercarse a un libro, sin
importar que tenga 200 años de aparecido. Atendiendo esto, hay que ser precavido
y advertir al lector cuando se piense hacer comentarios que puedan arruinar la
sorpresa del hallazgo. Hace unas semanas, inmediatamente después de su
transmisión en Estados Unidos, la productora AMC publicó en medios electrónicos
una fotografía que anunciaba la muerte de un personaje principal de The
Walking dead antes de que ojos latinoamericanos vieran el capítulo. Es
comprensible la molestia que generó este “auto gol” entre sus devotos. En el
caso que hoy nos ocupa, la distancia de semanas me permite hacerlo, y ruego a
quien no haya visto la recientemente concluida primera temporada de la
teleserie The Strain que interrumpa la lectura de este texto. Y creo que
soy exagerado, pues sucedió algo similar al programa de zombis cuando el canal
FX hizo público el aspecto del gran villano de la serie, Jusef Sardú, conocido
como El
Amo.
La cosa no pintaba mal. Apareció desde el inicio del primer episodio, vagamente, como un manchón.
Posteriormente como un bulto de tela vieja que repentinamente se erguía,
despachaba a su víctima y escapaba con rapidez. Pero el efecto no duró demasiado
tiempo. En mi humilde opinión, El Amo
debió ser una de las principales fortalezas de la producción de Carlton Cuse, fraguada a partir de la
trilogía novelística escrita por nuestro paisano Guillermo del Toro y el autor de ficción Chuck Hogan. El mismo Del Toro no fue feliz con la apariencia de El Amo, como muchos de nosotros. Y lo
intuía. Un artista como él, que nos ha mostrado criaturas verdaderamente
imaginativas y aterrorizantes, no podía estar complacido con el resultado. Así
lo reconoció en una entrevista la publicación Speakseasy:
Creo
que, sinceramente, la mitad de una criatura es la forma en la que se revela, y
creo que El Amo, en retrospectiva, lo hizo con una iluminación que yo no
hubiera utilizado. Estaba filmando Crimson
Peak durante esos episodios, por lo que
lo único que podía hacer era seguir los informes diarios de producción […] El
departamento de efectos visuales no puede hacer nada respecto a la cinematografía,
y pienso que la presentación de El Amo debió ser más impactante, de manera
paulatina. Yo no lo veo como el típico vampiro flacucho. Es un gigante de 2.23
metros, por lo que debe tener un rostro brutal, y creo que me quedaré con eso. Asumo
la responsabilidad por esa parte.
Los autores lo describen así:
El
Amo lo miró desde arriba, su cabeza inclinada bajo el techo. Se llevó sus manos
inmensas a su capucha y la retiró de su cráneo. Su cabeza era lampiña y sin
color. Su boca, labios y ojos no tenían tonalidad alguna, y estaban ajados y
desteñidos como linos raídos. Su nariz era negra y desgastada como la de una
estatua al aire libre, una simple protuberancia con dos huecos negros. Su
garganta palpitaba con la pantomima hambrienta de la respiración. Su piel era
tan pálida que parecía transparente. Visibles detrás de la carne, como un mapa
difuso de un reino antiguo y en ruinas, sus venas desprovistas de sangre,
rojizas y dilatadas; eran los gusanos sanguíneos circulando, los parásitos
capilares arrastrándose debajo de la piel cristalina de Amo.
No me conflictúa la elección de casting, pues quien lo interpreto, el
enorme ex luchador convertido en actor Robert
Maillet (lo vimos enfrentar a Robert
Downey, Jr. en la primera Sherlock Holmes de Guy Ritchie), pese a que fue doblado
por la penetrante voz de Robin Atkin
Downes, no me convenció del todo. Más de un conocedor del tema me dijo que
más que temor, le provocó abrazarlo, que era muy parecido al sapo galán y
simpático Patas verdes, protagonista del serial de mi infancia Odisea
Burbujas. En lo personal, creo que El
Amo debió ser más cercano a la intención de su par de Penny dreadful, programa
del que hablé recientemente. Juzguen ustedes.
En lo demás, aunque se omitieron muchas
situaciones interesantes de los libros, se acortó la vida de algunos personajes
y se agregaron algunos nuevos –al igual que muchos momentos-, el producto fue
satisfactorio. Como en los libros, no hay concesiones. Los vampiros de Del Toro
no discriminan. Ni siquiera a los niños. The
Strain plantea un escenario promisorio para una siguiente temporada. Sólo
resta esperar.