lunes, 19 de mayo de 2014

Qué verde era mi monstruo

Las últimas semanas que he platicado con distinguidos amigos, cinéfilos irredentos, sobre las expectativas que les causaba el regreso de Godzilla a la pantalla grande, confirmé algo que presentía: la emoción que siento es un asunto generacional. Mis interlocutores –el más viejo de ellos no rebasa los 30 años de edad- no conocieron como yo al coloso verde, que me deslumbraba en aquellas sesiones televisivas matinales de mi infancia. No son tan cercanos a él. No lo vieron en esas matinés de películas de los nipones Estudios Toho, ni en la emblemática cinta de 1954 de Ishirō Honda. La referencia más inmediata para ellos es la versión estadounidense que Roland Emmerich dirigió en 1998. Y a pesar que a la distancia puedo reconocerle algunos méritos, el resultado no fue el más afortunado. Fue incapaz de acarrearle nuevos y devotos aficionados al monstruo. En mi caso concreto, me pregunto si ese encanto era producido por tratarse de una época más sencilla e ingenua, donde la magia se conseguía gracias a un hombre disfrazado en un incómodo traje de látex, avanzando con dificultad y destruyendo los edificios de una burda ciudad en miniatura. Y aunque ahora me encuentro con la versión más realista de ese cuadro, con una impresionante puesta en escena, con los más notables avances técnicos del séptimo arte, por alguna razón no logro trasladarme a mi tierna niñez. ¿Es una forma de resistencia a lo nuevo? ¿O simplemente Godzilla funciona mejor en el esquema en que lo conocí?
Este es quizá el principal obstáculo de este nuevo esfuerzo, dirigido por el británico Gareth Edwards, responsable de Monstruos, zona infectada (2010), antecedente que lo califica para la labor. Más que una estricta reelaboración –remake-, el Godzilla de 2014 es el intento de reiniciar una popular franquicia y presentarla a las nuevas audiencias, las de la era del Internet y los teléfonos inteligentes. El guión de Max Borenstein –en el que realmente intervinieron más manos- fue escrito bajo la mirada vigilante de los estudios Toho. Remonta los orígenes del monstruo a las pruebas nucleares tan populares en los años cincuenta, reforzando la gran metáfora de éste como una fuerza imparable de la naturaleza y cimentándolo como un hijo distinguido de la Era del Átomo. La historia tiene el tino de comenzar en Japón, donde Joe Brody (Bryan Cranston) es supervisor de la planta de energía nuclear de Janjira, cerca de Tokio. Ahí ocurre el primer aviso de una serie de eventos desafortunados. 15 años después, el vástago de Brody (Aaron Taylor-Johnson) es un soldado del Ejército de Estados Unidos, especialista en el manejo de artefactos peligrosos, y se involucra contra su voluntad en el combate a una amenaza que pone en peligro no sólo a su bella esposa Elle (Elizabeth Olsen) y a su hijito Sam (Carson Bolde), sino a la civilización como la conocemos. Pronto la Policía del Mundo, la benévola milicia gringa, advierte que se trata de un MUTO (Organismo Terrestre Masivo No Identificado, por sus siglas en inglés), y toma todas las medidas para contenerlo. Aunque como, frente a un desastre natural, poco tienen que hacer.
La película, con una poderosa partitura de Alexandre Desplat y una sobria fotografía de Seamus McGarvey –que en muchos momentos recuerda a Pacific Rim (Guillermo del Toro, 2013)-, no prescinde de guiños al conocedor, desde esa etiqueta en el contenedor en el hogar abandonado de los Brody o el sensacional seguimiento de los medios de comunicación televisivos. Lo curioso es que, como ahí se concluye, la película no retrata al Godzilla de su primera época, al que gustaba destruir todo a su paso. Lo revela más bien como un salvador encargado de restituir el balance –aunque no es otra cosa que un macho alfa-. Como un héroe. Lo hace políticamente correcto para soportar en sus hombros el peso de futuras secuelas.

Sobre el aspecto de Godzilla no polemizaré –es cierto que su estatura, complexión y estridencia han cambiado en sus sesenta años de vida-. Simplemente diré que se encuentra perfectamente a la altura de mis recuerdos. Su rugido, majestuoso e imponente, evoca sin el menor reproche esos tiempos asombrosos de los que hablaba. Verlo escupir su halo radioactivo –su “aliento atómico”- a sus enemigos, luego de que sus vértebras se iluminen de azul, es espectacular. Demuestra que hay lagarto gigante para rato.

2 comentarios:

  1. Estimado Roberto: Estoy de acuerdo contigo, no es la misma concepción de los primeros trabajos de la figura Kaijin del estudio Toho, a mi parecer la estructura emblemática de Godzilla cambió a sobremanera para intentar transmitir un mensaje más poderoso a una audiencia susceptible a desastres naturales. Curiosamente justificables ante una amenaza mayor ; no me encantó el origen ancestral de una poderosa criatura, pero me gustó el hecho de restablecer el orden, la histirua me remontó especialmente a la literatura de Stephen King, incluso bíblicas como Leviatán, mitológica como el Cipactli, en fin; particularmente me gustó y sólo creo que para generar audiencias se debe remontar a la historia. Saludos cordiales y el mejor de los éxitos!

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  2. Gracias, estimado Javier. Todos tus buenos deseos son correspondidos. Un gran abrazo.

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