lunes, 8 de noviembre de 2010

Bitácora de viaje, primera de dos partes.

La tarde del pasado 30 de octubre ofrecí una plática en la tercera emisión de Mórbido en el espacio conocido como La Cofradía, en el pueblo mágico de Tlalpujahua, Michoacán. Antes de comenzar rendí honor -o debo decir, horror- a quien honos merece: a Pablo Guisa Koestinger, a Miguel Ángel Marín, a Karyna Martínez, a Abraham Castillo, a Antonio Camarillo, a Andrea Quiroz, a Laura Rojas y a todo el estupendo staff del Festival por sus atenciones y por mentener vivo un espacio tan necesario en una época dominada por un horror que rebasa en de la oscuridad del cine. He aquí, en dos partes, lo que preparé para esa ocasión.

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Máscaras de sanidad y otros horrores
Tercer Festival Mórbido, Tlalpujahua, Michoacán
Roberto Coria

Para Ana Luisa Campos y Casandra Vicario,
que tanto gozan del miedo que provocan las máscaras.

¿A quién le importa el tipo de los sueños? El psicópata de la máscara de hockey es real.
--Linderman en Freddy vs. Jason (2003)


En un momento del metraje de la reelaboración para el nuevo milenio de La masacre de Texas (Niespel, 2005), el enorme asesino conocido como Leatherface fabrica una máscara con la piel de su víctima anterior. Cuando ha terminado, retira de su cabeza la máscara que usaba previamente para colocarse la nueva. Antes de ello observamos su tétrico rostro grisáceo, carcomido por una enfermedad de la piel. Esta exhibición fue severamente criticada por los aficionados de la cinta original. En ella, dirigida por Tobe Hooper en 1974, el homicida jamás muestra su cara. Y tal vez eso –y no su sierra de cadena- sea lo más aterrador. Para Hooper el mal no tiene rostro, adopta el del fruto de sus apetitos. El estudioso del horror sabe que la vocación costurera de Leatherface está inspirada en la del granjero Edward Theodore Gein, quien en 1957 conmocionó a la sociedad estadounidense tras ser expuesta su carrera como sastre, necrófilo y homicida. Gein sirvió de ejemplo también para que el escritor Robert Bloch escribiera su emblemática novela Psicosis –magistralmente llevada a la pantalla grande por Alfred Hitchcock- y para que Thomas Harris modelara al personaje de James Gumb, asesino serial y modista de medio tiempo, en su novela El silencio de los corderos, trasladada con maestría a la gran pantalla por Jonathan Demme en 1991.














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“El que disimula no representa, sino que quiere hacerse invisible, pasar desapercibido, sin renunciar a su ser”, aseguraba Octavio Paz en El laberinto de la soledad. La máscara, en primera instancia, oculta la identidad y le ofrece anonimato y cierta libertad a quien la porta. Se han utilizado desde la antigüedad con propósitos ceremoniales y prácticos. Su raíz etimológica más inmediata proviene de la palabra francesa masque o de la italiana maschera, aunque puede remontarse a la expresión latina mascus. Su uso ceremonial data del antiguo Egipto, a Grecia, a Roma, a las culturas africanas y mesoamericanas. Los caballeros del medioevo contendían cubiertos tras ellas. El teatro clásico las emplea con fines lúdicos: dos máscaras –una sonriente y otra que llora- lo representan. Edgar Allan Poe (en 1842) le dio a la Muerte una máscara que semejaba “el semblante de un cadáver ya rígido”. Se les colocaban a los condenados para humillarlos públicamente, como dispositivo de tortura o punitivo corporal. Los verdugos la usan para cumplir una cuestionable forma de justicia. Se les realiza a algunos cadáveres recientes para asentar un registro permanente de su aspecto al sobrevenirle la muerte. Las usa el delincuente para evitar ser reconocido durante un robo. Han salvado la vida de los soldados en el campo de batalla. Están presentes en los cruceros, para divertirnos y recordarnos nuestra miseria y la corrupción de la clase política. Fueron –los cubrebocas- un elemento cotidiano durante la reciente epidemia de influenza. Pero posee incontables connotaciones, generalmente asociadas con el deseo del portador de asumir la identidad de otra persona, con los propósitos más variados. Por ejemplo, el Estado de Michoacán es reconocido internacionalmente por la tradicional “danza de los viejitos”. Doña Canda, una distinguida originaria del vecino pueblo de Ocuilán de Arteaga, recuerda que en la época de la Revolución, se untaba el rostro de las mujeres jóvenes con el agua donde cocían el nixtamal para que se arrugaran y lucieran poco atractivas y avejentadas para los bandoleros que acostumbraban robárselas. Oscar Wilde pensaba que “una máscara dice más que una cara”. Y a veces es muy cierto.

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Como la máscara y sus representaciones en el cine de fantasía y horror es el protagonista de esta tercera emisión de Mórbido, y tal como observamos en su cartel promocional, debemos hacer un paréntesis para recordar el cine mexicano de luchadores, esas aventuras filmadas con “presupuestos irrisorios e historias tan ingenuas como delirantes” que lograron dar un carácter mítico a máscaras como las de El Huracán Ramírez, Blue Demon, Mil Máscaras, y la más admirable de todo el género, la de Rodolfo Guzmán Huerta, mejor conocido como El Santo, con una filmografía de 54 películas que ahora mismo descansan, en palabras de José Xavier Návar, “en el Olimpo del Pancracio fílmico”. A Návar, cinéfago voraz, debemos eruditos y lúdicos estudios sobre estos colosos cinematográficos. “Como todo género, el Cine de Luchadores tuvo un nacimiento convulso a principios de los cincuenta en el eterno devenir entre el bien y el mal cotizando tanto a enmascarados que actuaban sin ser actores, como a histriones que luchaban sin casi saber qué era un candado asesino o unas patadas a la filomena”, asegura el investigador. Y precisamente la máscara es herramienta para la resolución de ese ancestral conflicto –el del bien contra el mal-. “Muchos aventureros de la cultura popular han basado su atractivo en una doble personalidad secreta y contradictoria, como héroes bifrontes que parecen un eco de la imagen del dios Jano, que los romanos representaban siempre con dos caras opuestas”, recuerda el comunicólogo español Román Gubern. Esa dualidad produjo mitos basados en la doble identidad secreta, desde el Pimpinela Escarlata de la baronesa Emmuska Orczy hasta el justiciero enmascarado conocido como El Zorro, creación de Johnston McCulley, que bien puede considerarse como el antecedente de superhéroes que tienen en El Fantasma, de Lee Falk, en el Hombre Araña, de Stan Lee y Steve Ditko, en el anarquista enmascarado conocido como V, de Alan Moore y David Lloyd, en Rorschach, de Alan Moore y Dave Gibbons y en, mi favorito particular, Batman, de Bob Kane y Bill Finger, a algunos de sus más brillantes representantes. Deliberadamente omito al todopoderoso Supermán, creación de Joe Shuster y Jerry Siegel, porque él no porta una máscara –físicamente-. Pero, como acertadamente advierte el asesino Bill (David Carradine) en el segundo volumen del díptico dirigido por Quentin Tarantino, “Supermán no necesita una máscara. Clark Kent es su verdadero disfraz, con su actitud tímida, su traje de tres piezas y sus anteojos. Su verdadera identidad es la del héroe. Incluso su capa es la manta que lo arropó en su viaje a la tierra”. Con la protección de sus personalidades secretas los héroes pueden realizar las acciones más nobles y arriesgadas. Porque su heroísmo los coloca –a ellos y sus seres amados- en posiciones peligrosas. La máscara los protege. La máscara los hace libres.

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Esta liberación no siempre es constructiva. En 1941 el psiquiatra estadounidense Hervey Milton Cleckley (1903-1984) acuñó el término “máscara de sanidad” para designar al disfraz que portan los psicópatas –o personas con trastorno antisocial de la personalidad- para aparentar normalidad y ser funcionales ante la sociedad. Clekley observó en ellos 16 signos inequívocos para identificarlos, que deben ser persistentes y no ocasionales:

1. Inexistencia de alucinaciones u otras manifestaciones de pensamiento irracional.
2. Ausencia de nerviosismo o de manifestaciones neuróticas.
3. Encanto externo y notable inteligencia.
4. Egocentrismo patológico e incapacidad de amar.
5. Gran pobreza de reacciones afectivas básicas.
6. Vida sexual impersonal, trivial y poco integrada.
7. Falta de sentimientos de culpa y de vergüenza.

8. Indigno de confianza.
9. Mentiras e hipocresía.
10. Pérdida específica de la intuición.
11. Incapacidad para seguir cualquier plan de vida.
12. Conducta antisocial sin aparente remordimiento.
13. Amenazas de suicidio raramente cumplidas.
14. Razonamiento insuficiente o falta de capacidad para aprender la experiencia vivida.
15. Irresponsabilidad en las relaciones interpersonales.
16. Comportamiento fantástico y poco regulable en el consumo de alcohol y drogas.

Los individuos que usan la máscara de sanidad que identifica Clekley no sufren pues una deformidad física, como aseguraba Cesare Lombroso (1835-1909) un siglo atrás, sino mental. Quienes cruzan la fina línea hacia el homicidio, denominados asesinos en serie, “no tienen moral ni escrúpulos. Su conciencia está muerta”, afirmó Richard Ramírez, bautizado por los medios como “el merodeador nocturno” por sus hábitos depredadores. Pero el aspecto del asesino serial no tiene que ser atemorizante, como el de Ramírez, con su mirada vacía, su sonrisa burlona y su cuerpo cubierto de tatuajes. Tras el amoroso y caritativo hombre de familia que pretendía ser John Wayne Gacy se ocultaba el homicida de 33 varones de entre 9 y 20 años de edad. Gacy no usaba una máscara para cometer sus crímenes, sino el maquillaje de un payaso como
herramienta de seducción y una forma de mimetizarse socialmente –incurren en un error frecuente los estudiosos que afirman que daba rienda suelta a su oficio carnicero ataviado de payaso, aunque la imagen es interesante por estremecedora-.
Con el referente del payaso, es especial el caso del delincuente sin nombre conocido como El Guasón, “un agente del caos” que utiliza maquillaje para vestir su deformidad y producir miedo en sus víctimas, del mismo modo que el malogrado Eric cubría su rostro con una careta para deambular por los sótanos de la Casa de la Ópera de Paris. Machine, el sádico asesino de la película 8mm. de Joel Schumacher, reúsa despojarse de la suya, aún cuando Nicholas Cage le apunta con una pistola a la cabeza. Y es que, como bien me hizo notar mi esposa, “Sin ella no es nadie; es un hombre ordinario. Un hijito de mami”. También en el terreno de la ficción, recordemos a Patrick Bateman –que en su apellido rinde homenaje a otro popular asesino de la ficción-, el yuppie hedonista, carismático, exitoso, melómano, adicto a la pornografía, al sexo violento y homicida que protagoniza la novela Psicópata americano de Brett Easton Ellis. En su traslación a la pantalla grande –dirigida en el año 2000 por Mary Harron-, el personaje (Christian Bale) reflexiona mientras se retira una mascarilla facial para mantener la lozanía de su rostro de 27 años: “Tengo todas las características de un ser humano, piel, sangre, cabello… pero ninguna emoción clara e identificable, salvo codicia y desprecio. Algo horrible está sucediendo dentro de mí y no sé por qué. Mi sed nocturna de sangre se ha desbordado a mis días. Me siento letal, al borde del furor. Creo que mi máscara de sanidad está por desaparecer”.
En la televisión brilla el caso de Dexter Morgan (Michael C. Hall) –personaje creado por el novelista Jeff Lindsay- , el amable analista de indicios hemáticos convertido en asesino serial –un asesino serial de asesinos, de hecho-. En uno de sus más brillantes episodios, justo antes de dejar caer la jaula sobre su siguiente víctima –un abusivo psiquiatra-, le realiza una liberadora confesión en medio de una sesión terapéutica: “soy un asesino en serie”. Es liberadora porque Dexter está conciente del peso de su necesidad de ser socialmente aceptado: mantiene una relación sentimental con una madre soltera, es confidente, apoyo incondicional y consejero de su hermana (“si pudiera sentir amor por alguien, sería por Debra”) y tiene una relación cordial con sus compañeros de trabajo –incluso participa en un equipo de boliche y bebe cervezas con ellos-, todo esto sin experimentar sentimiento o vínculo alguno. Tanto Bateman como Dexter, sin olvidar a sus pares de la vida real, usan máscaras de sanidad de las que se despojan a la menor provocación. Demuestran que el monstruo más terrible es el que encuentra a nuestro lado, el que no utiliza una máscara de hockey o una de halloween, el que vive dentro de nosotros. El que puede estar en el asiento contiguo.

2 comentarios:

  1. Ahhhhhhhh....

    Me ha hecho pensar tanto esta entrada.
    Cuánta razón tiene... Como ya lo ha mencionado varias veces: el monstruo vive en nosotros, nosotros somos el monstruo, nosotros lo creamos, lo alimentamos, y lo escondemos de otros monstruos más grandes...

    Cuántos monstruos no hay allá afuera que construyen su vida en base de mentiras con tal de ser aceptados...?

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  2. Muy buena reflexión, King. Inquietante. Muy buen fin de semana.

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